– ¿Quiere usted decirme qué es esto?
Antonelli dejó de trabajar y nos miró cansinamente. Cogió la roca de la mano de Holmes.
– Veamos -murmuró.
Observamos mientras llevaba la roca a su mesa de trabajo. Frotó un extremo con instrumentos que carecían de sentido para Holmes y para mí, y poco después volvió al mostrador.
– Es un diamante -aseveró.
– Del cargamento del Príncipe de Poona -le dijo Holmes.
– Estaba esperándolos -murmuró el signor-. Me dijeron que usted me los traería.
– ¿Entonces puedo dejarle el cofre? -Otra vez volvió a no haber respuesta, pero Holmes continuó hablando como si la hubiera habido-. Se lo diré al virrey. Él le informará de los deseos del Gaekwar.
El anciano asintió una vez. Sin dedicamos una palabra de despedida, alzó el cofre como si no pesara más que el hueso de un perro y lo llevó hasta su zona de trabajo. Holmes y yo intercambiamos una mirada de diversión y nos fuimos.
Tuvimos que caminar hasta un vecindario más transitado para poder encontrar un coche de punto.
– Le dejaré en casa -me dijo Holmes-. Puede que la señora Hudson le sirva un desayuno tardío. Al menos le preparará algo que le mantenga hasta la hora del almuerzo.
– ¿Y usted comerá…?
– Más tarde -dijo-. Antes debo ir a Scotland Yard a hablar con Lestrade. Estoy seguro de que a partir de ahora mantendrá controlado a Jicky Tar. También debo buscar un sitio donde esos muchachos estén a salvo. Vinieron a mí con su hallazgo, gracias a Muffin. Yo diría que si hubieran acudido a ese villano, a estas horas las «rocas» habrían sido arrojadas al río.
Cuando Holmes volvió ya estaba muy próxima la hora de la cena.
– ¿Querrá tomar ahora su desayuno? -bromeé-. ¿O prefiere esperar a la cena?
– Lestrade y yo almorzamos tras hacer nuestro informe al virrey replicó Holmes-. Esta noche puedo pasar de cena. Tras la comida preparada por el chef del Savoy, la cocina de la señora Hudson no tienta a mi apetito.
– Aunque prepara un abundante desayuno escocés.
– Cierto -concedió mientras se despojaba de su abrigo y su gorra.
– ¿Qué hay de los chicos? -inquirí.
– Los he puesto al cargo de un par de mis Irregulares -respondió con entusiasmo-. Unos jóvenes robustos que no sólo buscarán a Jacky y Jemmy un sitio donde vivir, sino que además les iniciarán en las costumbres de los Irregulares. Volveremos a verlos, no tengo ninguna duda.
– Yo tampoco -asentí.
– Por si le intriga, como a mí me intrigó, cómo pudo Jicky Tar conocer la existencia de la tienda del signor Antonelli, le diré que tenía un confidente en el Ponna que le dijo que el cofre podía ir hacia allí. En cuanto Jicky supo que yo estaba metido en el caso, hizo que me vigilaran. Por eso nos encontramos con ellos. Bien está lo que bien acaba -citó, para sugerir a continuación-: Quizá un poco de amontillado no estaría fuera de lugar.
Fue hasta nuestro aparador, y cogió dos vasos de vino y la botella. Cuando los llenó alcé mi vaso.
– Por otro éxito.
– Esta vez fue pura casualidad -dijo, negándose el mérito.
– Basada en nuestros conocimientos -enmendé.
– Y en una pinche. -Ahora alzó su vaso-. Por nuestra señorita Muffin brindó-. Ya sabe, Watson -dijo, mientras se sentaba-, que no acostumbro a aceptar remuneración por la ayuda que presto a quienes necesitan solucionar sus problemas, pero de cuando en cuando llego a un arreglo. Esta ha sido una de esas ocasiones. El Gaekwar puede permitírselo.
Bebió un sorbo de su jerez.
– He pensado en enviara Muffin a una escuela, a una buena escuela para mujeres. Pero, ¿cómo hacerlo? Resulta bastante obvio que tanto ella como su madre son personas independientes que no aceptarían caridad, ni nada que pudiera oler a eso. Negó con la cabeza-. Y las dos tienen que salir a trabajar para poder vivir.
– Eso parece lo esencial hoy día, tal y como está el coste de la vida comenté.
– He estado meditando este problema. Volvió a llenar los vasos-. He pensado en alguna clase de beca. Una que no sólo cubriera los gastos, y diera lo bastante para pagar por lo menos su alojamiento. De este modo, su madre podría permitirse el que Muffin recibiera las ventajas de la educación. La niña tiene una mente tan brillante y un espíritu tan inusual que sería una pérdida no permitir que se desarrollara. Quizá se convertiría en una maestra.
– O en un científico -sugerí.
– O en un doctor en medicina -contrarrestó él.
– Ese día llegará para todas las mujeres -acordé-. Y no tardará mucho.
– Pero, ¿cómo conseguir esa beca? ¿Y cómo aseguramos de que Muffin hará uso de ella? Es el problema más espinoso que he encontrado.
– Lo resolverá -dije con certeza.
– Debo hacerlo -respondió-. Es, si puedo inventar un refrán, «el premio del que busca».
De abajo nos llegó el primer aviso de la cena. Nos levantamos dispuestos a bajar las escaleras antes de que sonase el segundo. Holmes sonrió al dejar el vaso de vino.
– Se me ha ocurrido hacer de Papá Noel para nuestros jóvenes amigos. Comprar un buen abrigo y un gorro de invierno para Muffin, y lo mismo para los chicos. Quizá hasta un nuevo par de botas para cada uno de ellos.
Se oyó la segunda llamada.
– ¿Cree usted que estaría aceptable, hasta para unos niños muy listos, con una larga barba blanca, un gran abrigo y un gorro rojos?
No respondí. Ante los chicos supuse que podría, pero no ante nuestra Muffin.
EL CURIOSO ORDENADOR – Peter Lovesey
Ya eran las cuatro de la madrugada.
George Harmer, apodado «Atroz», pasaba una noche en blanco en sus habitaciones del Belgravia. Su cerebro llevaba las últimas dos horas trabajando como un teletipo. Estaba desesperado.
Así que se tumbó y se revolvió en la cama, mandó a paseo toda precaución y se volvió hacia la rubia desnuda tumbada a su lado. Era Silicio Lil, una actriz de strip-tease de evidentes encantos que actuaba por las noches en su cadena de nightclubs, y en otros momentos con un acuerdo especial.
– Lil.
Ella apenas se movió.
– Lil.
– Ella se movió apenas.
– Lil, ¿estás despierta?
– Hazte un nudo en ella, Atroz.
– Quiero hablar contigo. Tengo algo…
– ¿Qué? -Alargó el brazo hasta el interruptor de la luz y se sentó-. ¿Qué has dicho?
– …algo en la cabeza. No puedo pensar en otra cosa.
– ¿Es que no te cansas nunca? -Lil apagó la luz y volvió a asumir un estado de sopor-. Lo que necesitas es una ducha fría.
Si alguien hubiera hablado así a Atroz a plena luz del día, no habría durado lo bastante para acabar la frase. Era el jefe indiscutible del crimen organizado de Gran Bretaña. Indiscutible e implacable. Pero a las cuatro de la mañana resultaba patético.
– Lil, sólo quiero que me escuches -dijo con una voz que parecía un triturador de basuras atascado.
– Debes estar desesperado. ¿Qué te pica ahora? -dijo ella, lanzando un suspiro y dándose la vuelta.
– Holmes.
Hubo una pausa.
– ¿Qué te pasa con los Olmos?
– Holmes, Lil, no Olmos.
– ¿De Sherlock?
– Justo.
¿El de la pipa y la lupa? -Lil sonrió para sí en la oscuridad.
– Él exactamente, no. -Atroz volvió a encender la luz, saltó de la cama, conectó la televisión y metió una casete en el vídeo.
– Dame un respiro, Atroz -protestó Lil-. No quiero ver películas policiacas a las cuatro de la madrugada.
– ¡Cállate perra! -dijo Atroz con salvajismo. Estaba recuperando su estado normal de psicópata-. Aquí no sale Peter Cushing. Éste es un vídeo de alto secreto que han robado para mí en Scotland Yard. Se lo están mostrando a todos los jefes de policía del país.
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