– Lo creo -replicó Holmes-. Tanto en India como en Brasil, los diamantes se encuentran sólo en depósitos de grava. Como las rocas sedimentarias provienen de depósitos mucho más profundos, resultaba claro que no se originaban ahí, y hasta que no se descubrieron diamantes en Suráfrica, hace menos de veinte años, no se supo que provienen de depósitos de rocas ígneas. En su forma sin cortar, el diamante es indistinguible de cualquier otra roca de un tamaño semejante.
Cuando Holmes investigaba un tema, lo hacía a fondo.
– Los diamantes son carbón puro. Es cierto que hay piedras más pobres con pequeños cristales y minerales empotrados en ellas, pero no se consideran gemas, y se utilizan sólo como polvo de diamante y otros propósitos viles -musitó-. La historia de los diamantes resulta fascinante, Watson. Se sabe que se consideraban piedras preciosas ya en épocas tan antiguas como las del año 300 a.C. Hay documentos donde consta que Alejandro, el griego macedonio que conquistó Persia y añadió «El Grande» a su título cuando se apoderó de todo Oriente Medio, se vestía con diamantes. Su nombre viene del griego, adamas o «invencible».
Resultaba evidente que Holmes había encontrado tiempo para visitar la sala de lectura del Museo Británico, además de todas las ocupaciones en que se hallaba metido.
El diamante es la más dura de las gemas y, por tanto, la más difícil de cortar. Es la única que alcanza un diez en la reciente escala de Mohs, la puntuación más alta. Me resultan especialmente interesantes las distintas formas en que se juzga la belleza de un diamante. En Oriente la belleza radica principalmente en su peso, mientras que en Occidente radica en su forma y color. Los lapidarios hindúes concibieron la talla en forma de rosa, que preserva mejor el peso, pero, les era casi imposible pulir esa talla para sacarle brillo.
»Fue el lapidario veneciano Vicente Peruzzi, a finales del siglo XVII, quien empezó a experimentar con la posibilidad de añadir facetas a la talla. El resultado fue la primera talla brillante. Tallares una ciencia. Peruzzi estudió con lapidarios hindúes, igual que el signor Antonelli. Y por eso estamos aquí-concluyó cuando el coche paró ante una tienda muy vieja de Ironmonger’s Lane.
Holmes se apeó. Mientras él pagaba al cochero, yo arrastré el cofre hasta una parte del suelo del coche que me permitiese levantarlo con más facilidad. A continuación lo bajé a la acera y me encaminé a la puerta de la tienda. En ese momento vi a un hombre acercándose a paso rápido, pese a la rémora de una pata de palo.
– ¡Holmes! -advertí rápidamente.
Se volvió al advertir la alarma en mi voz, identificando también a esa persona como quien debía ser: ni más ni menos que Jicky Tar. Era corpulento, aunque no alto, y su jubón de marino no ocultaba sus abultados músculos. Su rostro era una máscara malévola. Enarbolaba un garrote de punta gruesa, como esos mazos pesados que hacen en el pueblo de Shillelagh.
A Holmes le bastó una mirada para confiarme el cofre. Cogió su bastón, que yo llevaba bajo el brazo, avanzó unos pasos y se detuvo a esperarle. Sólo entonces vi a los dos matones que torcían la esquina siguiendo a Jicky Tar. Uno tenía a Jacky inmovilizado doblándole el brazo, mientras que el otro cerraba sobre el antebrazo de Jemmy una mano que parecía una prensa. Holmes les vio al mismo tiempo que yo.
– ¡Suelten a esos niños! ¡Enseguida! -dijo con voz de trueno.
– No, hasta que no me devuelva lo que es de mi propiedad -gritó Jicky.
Había avanzado hasta situarse a varias yardas de Holmes antes de asumir una postura amenazadora. Resultaba obvio que estaba acostumbrado a peleas callejeras, donde se necesita cierta distancia para mover bien el garrote y poder golpear sin perder nada de impacto.
– ¿Qué propiedad dice que yo tengo y que reclama como suya? -preguntó Holmes.
– La caja -Jicky dedicó una rápida mirada hacia donde yo estaba-. La caja que esos mozalbetes me robaron y que le dieron a usted.
Jacky gritó al oír estas palabras.
– ¡Está mintiendo, señor Holmes! ¡Está mintiendo! No es suya. Es nuestra. La encontramos nosotros, no él.
Jacky se retorcía y forcejeaba para soltarse de su captor, apuntando sus patadas hacia donde mejor le servirían. Una encontró su blanco. El matón aulló, y su garra sobre el muchacho se aflojó un momento. Jacky se apartó y echó a correr por la calzada.
– ¡Se ha escapado, Jicky!-gritó el matón-. ¡El maldito criajo se me ha escapado! Voy a por él.
– ¡No!-ordenó Jicky-. ¡Quédate! Ya le cogeremos luego. No irá lejos. No sin el llorica de su hermanito -repuso, volviendo su atención a Holmes-. ¿Me dará la caja o tendré que quitársela?
– Esto pertenece al Gaekwar de Baroda y pienso.devolvérsela a él -afirmó Holmes con autoridad.
Sin una advertencia de «en guardia», Jicky Tar balanceó el garrote mientras el matón desocupado se acercaba a Holmes. La bien apuntada finta de Holmes a Jicky se convirtió en un golpe a la cabeza del matón, que lo derribó por el suelo. Fue entonces cuando los dos expertos contendientes intercambiaron golpes, maniobrando como espadachines, buscando cada uno desarmar al otro. El matón se puso en pie demasiado pronto y se dispuso a unirse a la refriega. Temí por Holmes, ahora que eran dos contra uno, pero no debí hacerlo. El bastón de Holmes golpeó con envidiable destreza y volvió a arrojar al suelo al matón, alzándose a continuación para desarmar a Jicky Tar. En ese momento se oyó un silbato de policía.
– Es Jacky -gritó Jemmy-. Ha traído a los peelers.
Efectivamente era Jacky, corriendo delante de un bobby mientras otro les seguía soplando su silbato. La policía se encargó enseguida de Tar y sus hombres. El que sujetaba a Jemmy desapareció durante la refriega, soltando al muchacho, que corrió junto a su hermano.
– Lleve a esos hombres ante el inspector Lestrade -le dijo Holmes a los agentes de policía-. Yo me presentaré enseguida para informarle de sus delitos. Y llévese a los niños con usted.
– ¡Carajo! -gritó Jacky, con Jemmy agarrado a él-. ¡Nos ha vendido!
– En absoluto -les dijo Holmes-. No estaréis seguros si volvéis a vuestra casa. Quedaos con la policía hasta que yo llegue, y os encontraré un sitio mejor donde vivir.
Mientras hablaba llegó el coche de la policía, atraído por el silbato. Los villanos fueron encerrados dentro, los muchachos subieron reticentes junto al conductor y el coche se fue por donde había venido. Holmes se sacudió el polvo del abrigo y se enderezó la gorra. A continuación me cogió la caja y procedimos a entraren la tienda del signor Antonelli.
El interior era oscuro y sucio. Consistía en una sola habitación, con un mostrador que separaba la parle frontal de la trasera. Los estantes estaban abarrotados con toda clase de rocas, habiendo varias más en la mesa en diferentes etapas de pulido. El polvo de diamante que se recupera del pulido es la única sustancia lo bastante dura como para proporcionar el acabado necesario de las gemas.
En esa mesa trabajaba un anciano de pelo blanco, con el rostro lleno de cicatrices, sin duda causadas por trozos perdidos de gemas. Su escaso pelo amarillo blancuzco le caía más abajo de las orejas y llevaba unas gafas con cristales de mucho aumento. Si era consciente de la conmoción que había tenido lugar fuera de su tienda, no dio muestras de ello. Ignoró nuestra entrada.
– ¿Es usted el signor Antonelli? -preguntó Holmes tras un momento. La pregunta fue ignorada y Holmes continuó hablando-. Soy Sherlock Holmes, y este es mi amigo el doctor Watson.
El anciano no respondió.
Como el incómodo silencio persistía, Holmes puso el cofre sobre el mostrador y lo abrió. Cogió una de las rocas y la puso ante el señor Antonelli.
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