Martin Greenberg - Las Nuevas Aventuras De Sherlock Holmes

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Las Nuevas Aventuras De Sherlock Holmes: краткое содержание, описание и аннотация

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LAS NUEVAS AVENTURAS DE SHERLOCK HOLMES Es un homenaje de eminentes autores de misterio -Stephen King, John Gardner, Michael Harrison y otros- realizado en el año 1987 con motivo del centenario de la primera aparición pública de Sherlock Holmes en el Beeton’s Christmas Annual de noviembre de 1887, donde se dieron a conocer los hechos y la resolución del misterio conocido como Un Estudio en Escarlata

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– ¿Jick Tar? -repetí. El nombre no me decía nada.

– O Jicky Tar. Tiene una tienda de efectos navales y parece dirigir el vecindario de forma tan absoluta como un potentado oriental.

Yo continuaba desconcertado.

– ¿No es Jack Tar? ¿Jick Tar?

– Posiblemente antes sería Jack Tar y se cambiaría el nombre al dejar la Royal Navy. No tengo ninguna duda de que tenía buenas y suficientes razones para hacerlo. He descubierto que fue dragador, o que utilizaba ese trabajo de tapadera para sus operaciones. Tengo entendido que perdió una pierna en una de ellas, no pudiendo trabajar desde entonces en el agua, por lo que abrió la tienda. Intenté entrar en ella, pero me echó uno de los matones de la puerta.

– ¿No tendrá que volver?

– Debo hacerlo si quiero recuperar las joyas. Pero iré con otro disfraz.

En ese momento llegó la cena. Cuando me di cuenta de que Holmes no volvería a tiempo de vestirse para bajar al comedor, ordené que nos la subieran. Me alegró ver que, lejos de sumirse en la melancolía, tenía buen apetito. Tras los dulces, abrió una botella de clarete y yo saqué los puros habanos. El revés del día sólo había incrementado el desafío de resolver el caso.

Al día siguiente ya estaba sentado ante la chimenea antes de que yo me levantara de la cama. Por lo que yo sabía, muy bien podía haber pasado la noche allí sentado. Pese a esto, estaba lejos de sentirse descorazonado, cosa que interpreté como un indicio de que había pensado en una o más formas de actuar.

Muffin llegó con la bandeja del té a las seis y media. Parecía preocupada. Tras depositarla en la mesita, se acercó a Holmes.

– Creo que le he perjudicado -dijo temblorosa-. Fue por las botas. Anoche, cuando las llevaba a casa, me encontré con Jacky y el pequeño Jemmy y me acusaron de haberlas robado, y yo les dije que no lo había hecho, que me las había dado el señor Holmes.

Holmes intentó no reírse ante su agitación infantil.

– No tan rápido -suplicó.

Ella respiró profundamente antes de proseguir.

– Dijeron que se lo dirían a Jicky Tar, pero cuando pronuncié el nombre de usted se echaron a correr como conejos. -Volvió a tomar aliento-. Y esta mañana me han seguido. Tengo miedo de que quieran hacerle daño. Y mi mamá estaba tan agradecida por las botas que hasta lloró lágrimas.

– ¿Dónde están esos chicos? -preguntó Holmes.

– Al otro lado de la calle. -Nos condujo hasta los anchos ventanales de la fachada y señaló-. Allí, junto a la segunda casa parda.

Apenas pudimos distinguir en la penumbra de la mañana las formas de dos pequeñas figuras agazapadas en la fría acera.

– ¿Son chicos de Jicky Tar? -preguntó Holmes.

– Oh, no, son «alondras del barro».

Era el nombre que se les daba a los niños miserables que rebuscaban en los lodazales de las orillas del río botellas, trozos de carbón, o cualquier artículo perdido que pudieran vender por unos peniques. Pese a las reformas modernas, aún había demasiados niños callejeros en Londres cuyos padres, incapaces de mantenerlos, los enviaban a la calle a mendigar o a que se las arreglaran por su cuenta.

– Pero Jicky Tar les compra cosas de las que encuentran -prosiguió-. Y tienen miedo de incomodarle.

– Yo me ocuparé de ellos -afirmó Holmes-. Ve a decirle a la señora Hudson que envíe al chico del fuego a hacerme un recado.

El chico del fuego resultó ser un viejo amargado a quien yo no había visto nunca antes, ya que venía a encendemos el fuego de la chimenea antes de que despertáramos. Subió las escaleras y Holmes le recibió ante nuestra puerta.

– Al otro lado de la calle hay dos muchachos. Quiero que me los traiga. Tengo que hablar con ellos.

El hombre dio media vuelta y bajó las escaleras sin decir ni que sí ni que no.

Holmes dejó la puerta entreabierta y vino a la mesa.

– Hoy la sucia Joan ha removido demasiado la marmita.

– Llamaré pidiendo más agua caliente -dije.

– Esta servirá. No hay tiempo para ponerse delicado.

Cuando dijo esto oímos voces abajo, y poco después, la puerta se abrió del todo y un pilluelo envuelto en toda clase de mitones y bufandas se asomó por ella. Tenía el mismo tamaño que Muffin, pero estaba mejor alimentado, con una nariz redonda y redondos ojos azules en una cara redonda. Tenía las mejillas enrojecidas por el frío.

– Entra muchacho. Eres… -dijo Holmes.

– Jacky, señor. -Su voz estaba ronca por el frío.

– ¿Y dónde está Jemmy?

– Mi hermano está abajo -dijo, gesticulando-. Cuidando la caja.

Holmes contuvo su excitación.

– La caja…

– Es demasiado pesada para llevarla mucho rato.

– ¿Qué hay en la caja? -preguntó Holmes.

– Rocas -dijo el muchacho-. Tan solo rocas.

– ¿Entonces por qué la habéis traído?

El muchacho miró a su alrededor con sospecha, sobre todo a mí.

– ¿Por qué? -repitió Holmes.

– Quiero que usted la vea. Quiero que vea que sólo tiene rocas. No quiero que Jicky Tar diga que la he robado.

– Traedla. ¿Podéis subirla por las escaleras?

– El pequeño Jemmy y yo podemos los dos juntos. Es como la hemos traído por todo Baker Street.

Holmes esperó en el rellano de la escalera, por si la señora Hudson no dejaba a Jacky entrar con Jemmy, pese a que estaba acostumbrada a los extraños visitantes que solía recibir mi amigo. Me moví hasta el umbral de la puerta y miré cómo los dos chicos subían, transportando escalón a escalón una caja de madera, hasta que Holmes la cogió en lo alto de la escalera. El pequeño Jemmy apenas llegaba a Jacky al hombro. No podía tener más de siete u ocho años. Iba envuelto en retales, como Jacky, pero su delgado rostro parecía reseco por el desagradable tiempo. Entramos todos en el salón y Holmes condujo ¡i los muchachos hasta el luego. Depositó la caja en el suelo, ante ellos.

– ¿Queréis abrirla? preguntó.

La caja o cofre parecía estar hecha de buena madera de teca, pero estaba muy maltratada por haber estado sumergida en el agua del río. Tendría la mitad de tamaño que un baúl de viaje de niño. Jacky levantó el pestillo y alzó la tapa. Contenía rocas. Nada más que sucias rocas. Algunas eran pequeñas como una cereza, pero la mayoría eran grandes como ciruelas.

– ¿Qué queréis que haga con esto? -preguntó Holmes a los chicos.

– Lo que quiera -le dijo Jacky-. Pero no le diga a Jicky Tar que se las hemos traído.

– Te da un golpe con ese bastón suyo, te tira al suelo y luego te pisa como a una cucaracha -aventuró temblando el pequeño Jemmy.

– No le diré nada -les aseguró Holmes.

Cuando se marcharon los chicos, cada uno de ellos agarrando una moneda de seis peniques entre sus mitones, Holmes se volvió hacia mí.

– Vamos, Watson. Debemos vestirnos y salir cuanto antes. Le necesitaré como testigo, si esas rocas son lo que creo que son.

– ¿Y nuestro desayuno? -le recordé.

– Desayunaremos después.

No discutí con él. Estuvimos preparados para salir en un tiempo récord. Me adelanté con su bastón mientras él bajaba el cofre. Fui afortunado y pude parar un cocho de punto casi de inmediato.

– A Ironmonger’s Lane -indicó Holmes al conductor.

Holmes se explicó mientras íbamos hacia allá.

– Le llevo el cofre a un tal signor Antonelli, que, según tengo entendido, es el mejor lapidario de Londres. Como sin duda aprendería durante sus años en la India, los hindúes occidentales fueron durante siglos los únicos lapidarios del mundo civilizado, ya que ese país fue la única fuente conocida de diamantes hasta que se descubrieron yacimientos en el Brasil, a primeros del siglo XVIII.

– Así es -recordé-. Las mejores piedras y las más famosas provienen de la zona de Golconda cerca de Hyderabad. El Küh-a-nür, regalo de la India a nuestra corona real, es el diamante más grande que se conoce. En Persia se haya el Daryü-i-Nur, otro de los más grandes. El Nadir Shah se lo llevó allí, junto con todo lo que ahora conocemos como Joyas de la Corona Persa, tras el saqueo de Delhi en 1739. Dicen que las joyas persas superan a todas las demás en cantidad, tamaño y calidad, aunque en las joyas de nuestra corona hay algunas de las gemas más preciadas que se conocen, especialmente sus diamantes. -Golpeé el cofre con la puntera de la bota-. ¿Cree que esas rocas son diamantes?

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