Al leer la lista, el pulgar bajando por el margen, se preguntó quiénes serían esas personas. G455, A. M. Kruger, de la Auslandsorganisation en Génova. ¿Un ferviente miembro del partido? ¿Ambicioso? ¿Consistiría su trabajo en trabar amistades e informar acerca de ellas? «¿Conozco a alguien que pudiera hacer algo así?», pensó Weisz. O J. H. Horst, R140, de la Pubblica Sicurezza en Roma. ¿Un miembro de la Gestapo? ¿Obedecería órdenes? ¿Por qué le costaba creer en la existencia de esa gente?, se preguntó Weisz. ¿Cómo se volvían unos…?
– ¿Herr Weisz? Herr Doktor Martz, señor. Una llamada urgente, para usted.
Weisz pegó un salto. Gerda se encontraba en el umbral, al parecer lo había avisado y no había recibido respuesta. ¿Habría visto la lista? Seguro que sí, y lo único que pudo hacer Weisz fue no taparla con la mano como un niño en la escuela.
¡Aficionado! Enfadado consigo mismo, le dio las gracias a Gerda y cogió el teléfono. La conferencia de prensa de la tarde en el ministerio de Asuntos Exteriores se había adelantado a las cuatro. Avances significativos, noticias importantes, se rogaba encarecidamente la asistencia de Herr Weisz.
La conferencia de prensa la dio el todopoderoso Von Ribbentrop en persona. Antiguo vendedor de champán, el ahora ministro de Asuntos Exteriores se había crecido hasta adquirir una importancia pasmosa, su risueño rostro todo pomposidad y arrogancia. Sin embargo, el 12 de marzo se mostraba visiblemente enojado, el semblante un tanto enrojecido, el manojo de papeles de su mano golpeando con energía el atril. Unidades del ejército checo habían entrado en Bratislava, depuesto al sacerdote fascista, el padre Tiso, de su cargo de primer ministro de Eslovaquia y destituido al gabinete. Habían declarado la ley marcial. La conducta de Von Ribbentrop desvelaba lo que no decían sus palabras: «¿Cómo se atreven?»
Weisz tomó notas como un poseso y corrió a telegrafiar nada más finalizar la conferencia.
reuters parís fecha doce marzo berlín weisz von ribbentrop amenaza con represalias contra checos por deponer padre tiso como primer ministro eslovaquia y declarar ley marcial fin.
Después se fue a toda prisa a la oficina y escribió su artículo mientras Gerda llamaba a la operadora internacional y mantenía la línea abierta charlando con su homóloga en París.
Cuando terminó de dictar eran más de las seis. Regresó al Adlon, se quitó la ropa sudada y se dio un baño rápido. Christa llegó a las siete y veinte.
– Vine antes -comentó-, pero en recepción me dijeron que no estabas.
– Lo siento. Los checos han echado a los nazis de Eslovaquia.
– Sí, lo he oído en la radio. ¿Qué pasará ahora?
– Alemania enviará tropas, y Francia e Inglaterra declararán la guerra. A mí me internarán y pasaré los próximos diez años leyendo a Tolstoi y jugando al bridge.
– ¿Tú juegas al bridge?
– Aprenderé.
– Pensaba que estabas enfadado.
Suspiró.
– No.
La boca de Christa era severa. Su mirada, resuelta, casi desafiante.
– Espero que no. -Era evidente que había pasado algún tiempo, dondequiera que hubiese ido antes, preparándose para responder al enfado de Weisz con el suyo, y no estaba del todo dispuesta a darse por vencida-. ¿Prefieres que me vaya?
– Christa.
– ¿Lo prefieres?
– No. Quiero que te quedes. Por favor.
Se sentó en el borde de una chaise longue que se hallaba en un rincón.
– Te pedí que nos ayudaras porque estabas aquí. Y porque pensé que lo harías. Que querrías hacerlo.
– Es verdad. He echado una ojeada a los papeles y son importantes.
– Y sospecho, cariño, que tú no eres ningún angelito en París.
Él rompió a reír.
– Bueno, igual un ángel caído, pero París no es Berlín, todavía no, y no hablo de ello porque es mejor no hacerlo. ¿No te parece?
– Sí, supongo que sí.
– Es lo mejor, créeme.
Ella se relajó; una nube cruzó su rostro y meneó la cabeza. «Qué mundo éste.»
Él entendió el gesto.
– A mí me pasa lo mismo, cariño -dijo en alemán, a excepción de la última palabra: « carissima ».
– ¿Qué te pareció mi amigo?
Weisz hizo una pausa y repuso:
– Un idealista, sin duda.
– Un santo.
– Casi. Lleva a cabo aquello en lo que cree.
– Sólo los mejores pasan a la acción, aquí, en esta monstruosidad.
– Me preocupa, las vidas de los santos por lo general acaban en martirio. Y tú me preocupas más, Christa.
– Sí -contestó ella-. Lo sé. -Y añadió con suavidad-: A mí me ocurre lo mismo. Tú me preocupas más.
– Y creo que debería mencionar que las habitaciones de hotel donde se hospedan periodistas a veces son… -Ahuecó la mano tras la oreja-. ¿No?
Aquello la turbó un tanto.
– No había pensado en ello -replicó.
– Ni yo, en un primer momento.
Guardaron silencio un rato. Ninguno de los dos consultó el reloj, pero Christa dijo:
– Pase lo que pase en esta habitación, hace mucho calor.
Se puso en pie y se quitó la chaqueta y la falda, luego la blusa, las medias y el liguero; lo dobló todo y lo dejó encima de la chaise longue . Por lo general llevaba ropa interior de algodón cara, blanca o color marfil, y suave al tacto, pero esa noche lucía seda color ciruela, el sostén con puntilla y las braguitas de cintura baja, pierna subida y ceñidas, un estilo llamado, según le dijo Véronique en su día, corte francés. Él sospechaba que el conjunto era nuevo y lo había comprado para él, tal vez esa tarde.
– Muy tentador -elogió, en los ojos una mirada especial.
– ¿Te gusta? -Se volvió a un lado y a otro.
– Mucho.
Fue hasta la mesa, abrió el bolso y sacó un cigarrillo. Su caminar era el de siempre, como ella, calmo y directo, sólo una forma de trasladarse de un lado a otro, pero, así y todo, las braguitas color ciruela cambiaban la cosa, y quizá en ese instante tardara un poco más en ir de un lado a otro. Cuando volvió a la chaise longue , Weisz dejó la silla y, cenicero en mano, se acomodó en la cama.
– Ven a sentarte conmigo -pidió.
– Prefiero quedarme aquí -repuso ella-. Este mueble invita a la languidez. -Se recostó, cruzó los pies, se agarró un codo con una mano mientras la otra, con el cigarrillo, se le quedó a la altura de la oreja: la pose de una sirena de película-. ¿Qué te parece si vienes tú? -añadió con una voz y una sonrisa acordes con la pose.
Al día siguiente, 13 de marzo, la situación en Checoslovaquia empeoró. Llamaron al padre Tiso a Berlín para que se reuniera personalmente con Hitler y, antes de las doce, Eslovaquia se disponía a declarar su independencia. Así pues la nación, creada en Versalles y disgregada en Munich, apuraba sus últimas horas. En la oficina de Reuters Carlo Weisz estaba muy ocupado: los teléfonos no paraban de sonar y el pitido del teletipo no dejaba de anunciar comunicados de los ministerios del Reich. Una vez más, Europa central estaba a punto de explotar.
En medio de todo ello Gerda, con cierta ternura cómplice, anunció:
– Herr Weisz, es Fräulein Schmidt.
La conversación con Christa tuvo otro cariz, estuvo ensombrecida por la separación. El domingo, día diecisiete, era el último día de Weisz en Berlín. Eric Wolf estaría de vuelta en la oficina el lunes, y a él lo esperaban en París, lo cual significaba que el viernes quince sería el último día que pasarían juntos.
– Puedo verte esta tarde -propuso ella-. Mañana no puedo, y el viernes no sé, no quiero pensar en ello, quizá podamos vernos, pero no quiero, no quiero decirte adiós. ¿Carlo? ¿Hola? ¿Estás ahí?
– Sí. Las líneas llevan mal todo el día -aclaró. Y añadió-: Nos veremos a las cuatro, ¿puedes a las cuatro?
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