– Puedo coger un taxi.
– No. Perdóname, es mejor el tren. La verdad es que es más fácil, salen a todas horas desde la Nordbahnhof.
– De acuerdo. Iré ahora mismo.
– En el parque hay unas atracciones. Ya te buscaré yo.
– Allí estaré.
– Tengo que hablar contigo, solucionar esto. Juntos, tal vez sea lo mejor, no sé, ya veremos.
¿Qué era aquello? Sonaba a crisis de amante, pero él presentía que era teatro.
– Sea lo que sea, juntos… -repuso, metido en su papel.
– Sí, lo sé. Yo también lo creo.
– Salgo para allá.
– No tardes, amor mío, estoy impaciente por verte.
Estaba en Eberswald antes de las 13:30. En el parque había varias atracciones, y por un altavoz con ruido de parásitos sonaba música de gramola. Fue hasta el tiovivo y se plantó allí, las manos en los bolsillos, hasta que a los cinco minutos apareció ella. Debía de haber estado observando desde algún lugar estratégico. El día era gélido, con un viento cortante, y ella vestía una boina y un elegante abrigo gris hasta los tobillos con un cuello alto abotonado en la garganta. De una larga correa llevaba a dos lebreles, en torno al fino cuello un ancho collar de piel.
Le dio un beso en la mejilla.
– Siento hacerte esto.
– ¿Qué pasa? ¿Von Schirren?
– No, no tiene nada que ver. Los teléfonos no son seguros, así que esto tenía que ser una… una cita.
– Ah. -Se sintió aliviado, luego no.
– Quiero que conozcas a alguien. Sólo será un momento. No hace falta decir nombres.
– De acuerdo. -Sus ojos se movieron en busca de posibles observadores.
– No actúes de manera furtiva -aconsejó ella-. Sólo somos una pareja de amantes desventurados.
Lo agarró del brazo y echaron a andar, los perros tirando de la correa.
– Son preciosos -alabó él.
Lo eran: color canela, esbeltos y de pelo suave, el vientre metido y el pecho fuerte, hechos para correr.
– Hortense y Magda -dijo con cariño-. Vengo de casa -explicó-. Las metí en el coche y conté que iba a sacarlas para hacerlas correr un poco.
Uno de los perros volvió la cabeza al oír la palabra «correr».
Dejaron atrás el tiovivo y se dirigieron a una atracción sobre cuya taquilla había un letrero pintado con vivos colores: «El Landt Stunter . ¡Aprenda a bombardear en picado!» Unida a un pesado eje de acero se veía una barra con un avión en miniatura, adornado con una cruz de Malta negra en el fuselaje, que volaba en círculos, rozando la hierba, ascendiendo alrededor de seis metros en el aire para a continuación lanzarse de nuevo al suelo. Un muchacho de unos diez años pilotaba el aparato. En la cabina abierta se distinguía un rostro plenamente concentrado y unas manos blancas de apretar con tanta fuerza los mandos. Cuando el aeroplano bajaba en picado, unas ametralladoras de juguete situadas en las alas tableteaban y las bocas de los cañones centelleaban como cohetes. Una larga cola de niños con ojos de envidia, algunos con el uniforme de las Juventudes Hitlerianas, algunos de la mano de su madre, esperaban su turno, contemplando el avión mientras abría fuego con las ametralladoras y hacía una nueva pasada para lanzar otro ataque.
Un hombre de mediana edad con un abrigo marrón y un sombrero avanzaba despacio entre el gentío.
– Ahí está -informó Christa. Tenía cara de intelectual, pensó Weisz: surcada de arrugas, los ojos hundidos. Un rostro que había leído demasiado y que rumiaba lo que leía. Saludó con un movimiento de cabeza a Christa, que dijo-: Éste es mi amigo. De París.
– Buenas tardes.
Weisz devolvió el saludo.
– ¿Es usted el periodista?
– Así es.
– Christa cree que tal vez pueda ayudarnos.
– Si está en mi mano…
– Llevo un sobre en el bolsillo. Dentro de un minuto los tres nos alejaremos de la multitud y, cuando nos aproximemos a los árboles, se lo entregaré.
Se quedaron mirando la atracción y luego echaron a andar; Christa se inclinaba hacia atrás para contrarrestar la fuerza de los perros.
– Christa me ha dicho que es usted italiano.
– Lo soy, sí.
– Esta información concierne a Italia, a Alemania e Italia. No podemos mandarla por correo, ya que las fuerzas de seguridad lo leen, pero creemos que la gente debería conocerla. Quizá a través de un periódico francés, aunque dudamos que vayan a publicarla, o de un diario de la resistencia italiana. ¿Conoce a esa gente?
– Sí.
– Y ¿está dispuesto a aceptar esta información?
– ¿Cómo ha llegado a sus manos?
– Uno de nuestros amigos la copió de unos documentos del departamento financiero del ministerio del Interior. Es una lista de agentes alemanes que operan en Italia con el consentimiento del gobierno. En Berlín hay amigos a los que les gustaría verla, pero esta información no le concierne de manera directa, así que debería estar en poder de alguien que comprenda que es preciso que salga a la luz en lugar de quedar archivada.
– En París esos periódicos los publican distintas facciones. ¿Tiene alguna preferencia?
– No, eso nos da igual, aunque es probable que los partidos centristas gocen de mayor credibilidad.
– Eso es cierto -convino Weisz-. Se sabe que la extrema izquierda inventa.
Christa dejó que los perros la obligaran a girar en redondo, situándose así frente a los dos hombres.
– Ahora -anunció.
El hombre metió la mano en el bolsillo y le dio a Weisz un sobre.
Weisz esperó hasta estar de vuelta en la oficina y luego se aseguró de que no lo observaban mientras abría el sobre. Dentro encontró seis páginas a espacio sencillo: un listado de nombres mecanografiado en papel fino, como de correo aéreo, con una máquina que utilizaba un tipo de imprenta alemán. Los nombres eran fundamentalmente alemanes, pero no del todo, con una numeración que abarcaba del R100 al V718; seiscientas dieciocho entradas pues, precedidas por diversas letras, «R», «M», «T» y «N» en su mayor parte, pero también otras. Cada nombre iba seguido de una ubicación, oficinas o asociaciones, en varias ciudades -«R» de Roma, «M» de Milán, «T» de Turín, «N» de Nápoles y demás- y de un pago en liras italianas. El encabezamiento rezaba: «Desembolsos: enero, 1939.» La copia se había realizado apresuradamente, pensó, así lo decían las tachaduras, la letra o el número correcto escrito a mano.
«Agentes», los había llamado el tipo del parque. Eso era muy amplio. ¿Serían espías? Weisz creía que no. Puede que los nombres fueran alias, pero no eran nombres en clavé -cura, leopardo- y, tras analizar los lugares, no descubrió fábricas de armamento ni bases aéreas o navales ni laboratorios ni empresas de ingeniería. Lo que sí encontró fue un organismo policial adscrito al ministerio del Interior italiano, la Direzione della Pubblica Sicurezza, Departamento de Seguridad Pública, con las correspondientes comisarías, llamadas questura , presentes en cada ciudad y pueblo de Italia. Esos agentes también estaban adscritos a la Auslandsorganisation y el Arbeitsfront de diversas localidades. La primera investigaba a profesionales y hombres de negocios alemanes en Italia, y el segundo se ocupaba de los asalariados alemanes en el país transalpino.
¿Qué hacían? Vigilar a los alemanes en el extranjero oficialmente desde la Pubblica Sicurezza y cada questura , y clandestinamente desde las asociaciones; dicho de otro modo, manejando dossieres o asistiendo a cenas. Un cuerpo de los servicios de inteligencia alemanes destacado en Italia oficialmente conseguiría un verdadero dominio del idioma y un profundo conocimiento de las estructuras del gobierno de Roma. Aquello había comenzado -y los giellisti de París lo sabían- con la creación de una comisión racial alemana en el ministerio del Interior italiano, enviada por los nazis para ayudar a Italia a organizar operaciones antisemitas. Luego había crecido, sus hombres habían pasado de una docena a seiscientos, y constituía una fuerza in situ en caso de que algún día Alemania estimase necesario ocupar su antigua aliada. A Weisz se le ocurrió que esa organización que estaba atenta a posibles deslealtades entre los alemanes afincados en el extranjero también podía vigilar a italianos antinazis, así como a otros ciudadanos extranjeros -británicos, americanos- residentes en Italia.
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