Peter Lovesey - Sidra Sangrienta

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`Sidra sangrienta` es la historia de un crimen «con solera». Duke Donovan, un militar norteamericano de servicio en el Reino Unido, fue ahorcado en 1945 acusado de asesinato. Él y otro soldado ayudaron en la cosecha de manzanas en una granja, en la que se produjeron algunos disturbios. El descubrimiento de un cráneo humano en un barril de sidra condujo a la detención y condena de Duke. Un niño refugiado, Theo, fue el principal testigo en el juicio. Años después, en 1964, Theo está realizando un lectorado en una universidad y una muchacha norteamericana, Alice, que se presenta como la hija de Duke Donovan le convence para regresar al lugar de los hechos y tratar de demostrar la inocencia de su padre…

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No sabía qué responder. Como Alice había señalado, yo ya me había dicho que la violación no encajaba con los hechos, mientras que su explicación los hacía cuadrar perfectamente, siempre que uno fuese capaz de aceptar aquella grotesca suposición que convertía a Morton en amante de Barbara.

El dueño volvió para recoger los platos y para enterarse de si queríamos melocotón en almíbar. Optamos por un café. Necesitaba aquel momento de distracción.

– Acompañado de una copa, sin duda alguna -observé de paso a Alice.

Ella asintió automáticamente, llevada por la impaciencia de seguir preguntando. Tenía los ojos dilatados, supongo que como reacción ante la excitación provocada por la defensa de su padre.

– Hablemos ahora de la observación de Sally, me refiero a lo que ha dicho de que no habías entendido nada con respecto a Barbara y a las pepitas de manzana. Sally era la mejor amiga de Barbara, ¿verdad?

– Sí.

– Así pues, si hay alguien que sabe algo de la vida amorosa de Barbara, esa persona es Sally. Ahora bien, cuando Barbara partió la manzana por la mitad, le salieron dos pepitas: hojalatero, sastre. Al partir una de las mitades, no le salió ninguna pepita, así es que cortó la otra mitad y entonces apareció otra: soldado. ¿Te das cuenta, Theo? Partió la pepita del soldado, lo que dejó a Barbara muy preocupada, porque aquello era de mal agüero. Me parece que me dijiste que después, por la tarde, descubriste que estaba llorando.

– Es lógico -dije-. En Somerset se toman las supersticiones muy en serio. Y lo que es más extraño es que quizá fue una premonición de la tragedia, teniendo en cuenta que Duke era un hombre condenado.

– Duke, no -dijo Alice.

La miré fijamente sin comprender.

– Cliff Morton -dijo.

Me quedé boquiabierto.

– El que estaba condenado era Cliff -dijo Alice.

– Duke era el soldado -dije yo moviendo la cabeza.

– No el soldado en el que Barbara estaba pensando. Cliff acababa de recibir los papeles que lo llamaban a filas. Barbara pensaba en él. Iba a perderlo, porque ingresaba en el ejército. Iba a perder a su amor. Y, al cortar la pepita, lo tomó como aviso de que moriría en el combate. ¿No lo ves, Theo? ¿Cómo iba a ponerse a llorar por mi padre, si apenas lo conocía?

Aquella lógica no tenía fallo. Si se aceptaba que entre Cliff y Barbara existía una relación, la explicación era convincente. Al bajar los ojos, advertí que yo había hecho un corte en el mantel de plástico.

– ¿Te das cuenta ahora de por qué Sally nos dijo que no habías entendido nada? -dijo Alice, para rematar su tesis.

– De acuerdo -dije, pasando a la ofensiva-, pero si Barbara estaba tan unida a Morton, ¿cómo te explicas que fuera al concierto con Duke?

– ¡Aquello era una comedia! Se servía de Duke como de un medio para tranquilizar a sus padres, porque no les gustaba Cliff. Incluso es muy posible que le prohibieran continuar viéndolo después del incidente del huerto. En consecuencia, ella hacía como que salía con uno de los soldados americanos.

En esto la había cogido. La chica tenía un buen cerebro y hasta este punto había fraguado una versión plausible de los hechos, pero advertí que en este punto se había equivocado.

– ¿Hacía como que salía? -dije con suave ironía.

– Así es, Theo. Como decía Harry, entre los dos no hubo nunca nada serio.

– Barbara no hacía sus confidencias a Harry, sino a mí. Aquella noche a la que hacías referencia, la primera en la que salió con Duke, vino después a mi habitación y estuvimos hablando de lo ocurrido.

Barbara suspiró y se miró las uñas.

– Ya me lo has contado.

No estaba dispuesto a que despachara la observación tan bonitamente.

– Estaba radiante con la excitación.

– Sí, claro, lo había pasado muy bien en el concierto. Supongo que, en tiempos de guerra, las chicas, no tenían muchas ocasiones de divertirse.

Con el tono levemente amenazador que usaba a veces con los estudiantes difíciles, dije:

– Alice, te he concedido la cortesía de escucharte. Haz lo mismo conmigo. Barbara no se limitó a hablarme del concierto, sino que me confió sus sentimientos sobre Duke y me dijo que se había sentido rebosante de orgullo cuando lo vio subir al escenario y ponerse a cantar. Le gustaba Duke. Su manera de tratarla, su carácter tranquilo, tan diferente de la idea que se había hecho de un soldado americano. Era tímido, pero tenía un gran sentido del humor. Me dijo que volvería a salir con él.

– Se servía de ti para sus planes secretos -dijo Alice, tajante.

– Venga, no me salgas con estas paparruchadas…

– Barbara quería que sus padres creyeran que había trasladado su interés a mi padre y por esto te metía todas estas cosas en la cabeza.

Moví negativamente la cabeza.

– Te equivocas. Salía todas las noches y se encontraba con él.

– ¿Estás seguro? ¿Los viste juntos alguna vez? ¿Cuándo? Con quien de verdad se encontraba era con Cliff.

Se agarró la trenza y se la echó a la espalda.

– Antes de que vuelvas a contarme que la señora Lockwood te pegó una paliza, quiero decirte algo más: ¿no te has parado a pensar que lo que estaba deseando aquella señora era que le dijeran que Barbara salía con un soldado americano y no que se veía con el haragán del pueblo? Piénsalo un momento, Theo.

Así lo hice. Como gran parte de lo que había dicho, lo que me molestaba era que ponía en entredicho una versión de los hechos que yo había aceptado toda mi vida, una versión que me daba seguridad, aunque me veía obligado a admitir que ésta tenía una turbadora plausibilidad. Aquello me hacía recordar la oleada de palabrotas que escuché aquella mañana en la casa de la sidra, cuando Bernard Lockwood dijo a sus padres que había visto la bicicleta de Morton en la granja, reacción cuya violencia me había impresionado profundamente.

Delante de nosotros acababan de colocar dos tazas desportilladas llenas de agua tibia y clara, amén de una cucharilla anclada en una materia oscura y viscosa. El hecho de agitarla no provocó en el líquido una diferencia apreciable. Estábamos excesivamente abstraídos en nuestros asuntos para quejarnos.

Teníamos ideas dispares con respecto a lo que quedaba por decir. Hasta aquí Alice se había encargado de todo el montaje. Aquella teoría, que al principio resultaba totalmente extraña, había acabado por derribar todas las barreras y se erguía con toda su fuerza, aunque yo estaba seguro de que existía un obstáculo que no podría abatir.

Después de un momento de silencio, dije con toda la cautela que me fue posible:

– ¿Sabes una cosa? Si una persona tuviera que escoger entre tu interpretación y la mía, es posible que se viera metida en un atolladero, pero hay una cosa ante cuya evidencia debería rendirse: no hay forma de desvirtuar el hecho de que Morton violó a Barbara.

Los ojos de Alice, tras los cristales, eran como puntas de pedernal. Sin embargo, no articuló una sola sílaba.

Y con muy escasa cautela, añadí:

– Hace añicos todo cuanto has dicho hasta aquí.

Alice, sin embargo, recobró su voz para decir en tono bajo, teñido de un matiz de desprecio:

– ¿Quién dice que hubo tal violación? Tú y nadie más que tú.

¿Aquélla era su respuesta? Era un golpe directo.

– Mi testimonio fue aceptado por un juez y su jurado. ¿Quieres colocarte por encima de ellos? -dije.

– El juez y el jurado juzgaron un caso de asesinato, no una violación -contestó ella, envarada-. La cuestión de la violación no fue nunca cuestionada seriamente. No hubo comprobaciones de tipo médico. Lo único que se hizo fue aceptar el testimonio de un niño de nueve años.

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