Peter Lovesey - Sidra Sangrienta

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`Sidra sangrienta` es la historia de un crimen «con solera». Duke Donovan, un militar norteamericano de servicio en el Reino Unido, fue ahorcado en 1945 acusado de asesinato. Él y otro soldado ayudaron en la cosecha de manzanas en una granja, en la que se produjeron algunos disturbios. El descubrimiento de un cráneo humano en un barril de sidra condujo a la detención y condena de Duke. Un niño refugiado, Theo, fue el principal testigo en el juicio. Años después, en 1964, Theo está realizando un lectorado en una universidad y una muchacha norteamericana, Alice, que se presenta como la hija de Duke Donovan le convence para regresar al lugar de los hechos y tratar de demostrar la inocencia de su padre…

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– La única manera de ganar esta jugada es una llamada directa a la puerta de los estamentos oficiales. No hay más.

Haciéndome el inocente, insistí:

– ¿Cómo llevaría usted el caso?

– Pues a través del periódico… siempre que contásemos con la prueba.

En voz baja, dije:

– Es posible que la pueda conseguir. Me refiero a pruebas reales, no a alocadas acusaciones.

Su boca se abrió de par en par y en sus ojos apareció una mirada vidriosa. De pronto empezaba a cobrar forma para Digby Watmore la noticia de su vida.

– ¿Necesita que yo le preste alguna ayuda?

– No.

– Para manejar este asunto, nos bastamos usted y yo -dijo con el rostro como la grana-. Tal como están las cosas, no hay ninguna necesidad de solicitar ayuda a los muchachos de Fleet Street. Estoy plenamente seguro de que podríamos llegar a un acuerdo. Y sé que el acuerdo sería generoso.

– Esto, para mí, no tiene ninguna importancia.

– ¿Qué necesita, entonces?

– Tiempo. Simplemente dos o tres días sin que la señorita Ashenfelter ande pegada a mi espalda como si fuera mi sombra.

– ¿Me dará la exclusiva?

Le tendí la mano derecha.

Digby, con una sonrisa descomunal, se apoderó de ella.

17

Lunes, diez de la mañana.

Veintiséis alumnos de primer curso me contemplaban expectantes. En su programa figuraba, para esta hora, una conferencia sobre el Venerable Beda. Pero les aguardaba un desengaño.

Fiel al convencimiento de que la sinceridad es la mejor política que se puede adoptar, no dudé en anunciar:

– Debo confesar que no he preparado la lección y que, en lugar de pasar el fin de semana con Beda, lo he pasado con una rubia.

Mis palabras fueron acogidas con muestras de incredulidad y con la sonora manifestación de que debía avergonzarme de decir tal cosa.

– La verdad es que estoy muy avergonzado -les dije-. Y para salvar mi buen nombre y mi buena fama les he traído unas cuantas diapositivas de las grandes catedrales y abadías de Europa. ¿Quiere hacerme el favor de apagar las luces, señorita Hooper?

Gracias sean dadas a Dios por las grandes catedrales y abadías de Europa. Mi primera reacción al levantarme por la mañana a las ocho y media había sido localizar la sal de frutas y el proyector de diapositivas, simplemente como elementos sustitutorios de una disertación de una hora sobre el Venerable Beda.

Terminado este paréntesis, procedí a hacer una llamada telefónica desde la sala de profesores, a la que respondió Sally Ashenfelter, la cual me recitó su número de teléfono con una sobriedad edificante en extremo.

– Soy Theo Sinclair -le dije-. Estuve ayer en tu casa, ¿me recuerdas?

La verdad es que yo estaba muy lejos de pensar que me recordara.

– Por supuesto que sí. Eres el refugiado, ¿verdad? Lamento mucho que mi marido no esté en casa, amigo Sinclair.

– Bueno, la verdad es que con quien quiero hablar es contigo.

– ¿Conmigo?

– El domingo no tuvimos ocasión de hablar demasiado y hay un par de cosas que me gustaría enormemente preguntarte.

– ¿De veras?

– Te hablo desde la universidad, Sally Ashenfelter, es decir, un lugar público. ¿Qué te parece si nos encontráramos en algún sitio?

Ya iba a decir «para tomar una copa» cuando el sonido de botellas de vodka vacías tintineó en mi cabeza poniéndome en guardia.

– ¿Quieres decir en Bath? -preguntó Sally.

– Sí, en The Pump Room -dije, movido por un impulso-. Simplemente para tomar un café.

Titubeó un momento.

– ¿En qué día estás pensando?

– ¿Qué te parece mañana?

– Veamos… Como Harry estará fuera de casa todo el día, es perfecto. Por la mañana tiene que venir alguien a casa, pero puedo arreglarlo y posponer la visita.

Se quedó reflexionando un momento y dijo como si fuera la cosa más natural de este mundo:

– ¿Qué te parece si tomamos una copa en Francis a la hora de comer?

Los alcohólicos son de lo más astuto.

– Difícil -respondí-. Mejor un té en The Pump Room.

Se echó a reír.

– ¿Bocadillos de pepino, orquesta y todo lo demás? De acuerdo. Pues que sea a las tres, antes de que el local esté atestado.

– Reservaré mesa -le prometí.

Pasé la hora siguiente en la pequeña biblioteca del departamento de historia guiado por el único propósito de matar el tiempo.

A la hora de comer recogí todos mis libros, formé con ellos un montón ordenado, bajé la escalera y, después de atravesar dos puertas giratorias, me introduje en un exiguo despacho donde Pippa, una secretaria que nada tenía de exigua, recibía a los visitantes antes de que se dirigiesen al departamento de psicología. Pippa era capaz de dejarte clavado en la pared de un resoplido.

– ¿Quién está de turno? -le pregunté-. ¿El cátedro?

Pippa movió negativamente la cabeza, pero al hacerlo, movió todavía más otras partes de su cuerpo.

– Una conferencia en Liverpool.

– ¿Y el doctor Ott?

– Acaba de terminar un seminario en el aula diecinueve.

Simón Ott levantó sorprendido la cabeza al entrar yo y encontrarlo rebobinando una cinta. Le pregunté si podía dedicarme unos minutos. No nos conocíamos demasiado, pero esto, para mí, era más bien un aliciente.

– Estoy tratando de aclarar ciertos hechos discutibles -le expliqué.

– ¿Referentes a mí?

Sobre su rostro, como una máscara, apareció una expresión llena de cautela. Era un hombre bajo, pulcro, que rondaba los treinta años, con una cierta debilidad por los trajes oscuros, las camisas color crema y las corbatas de un solo color, generalmente de la gama del marrón.

– No, referentes a mí. Necesito consejo.

– ¡Ah, bien! -dijo, un poco más asequible-, lo que pasa es que no tengo mucho tiempo. A las dos tengo reunión.

– ¿No podríamos comer juntos?

Echando una mirada a mi bastón dijo:

– Generalmente doy un paseo a esa hora.

– ¿Piensa que no le podría seguir?

Vaciló un momento.

– Si no me atañe personalmente a mí…

– Su especialidad es la memoria y su funcionamiento, ¿no es verdad?

Su rostro tuvo una reacción doble, la mención de la memoria provocaba una respuesta interesada por su parte, mientras que la revelación de que pensaba hacerle algunas preguntas lo llenaba de inquietud. Afortunadamente para mí, prevaleció la curiosidad. Quedamos en un lento paseo por Whiteknights Park.

Sin detenerme en preámbulos, le referí la escena que recordaba haber visto en el granero de Gifford Farm el Día de Acción de Gracias del año 1943. Le hablé del suicidio de Barbara y me dejé en el tintero todo lo relativo al asesinato y al juicio. No había ninguna necesidad de meterse en todos aquellos berenjenales sensacionalistas.

– El caso es que tuve que hacer una declaración -expliqué, dejando que supusiera que era para las investigaciones propias del hecho-. Lo que entonces dije está archivado, así es que puedo comparar mis recuerdos con lo que manifesté en aquella ocasión. No se han modificado. Lo recuerdo todo tal como lo describí entonces. Lo que presencié fue, sin lugar a dudas, una agresión sexual de extraordinaria violencia. Pese a todo, hace muy poco tiempo, cierta persona alega que la descripción que hice en aquel entonces no corresponde a lo que ocurrió realmente y que, en realidad, aquello era un acto sexual apasionado. Esta teoría está respaldada por ciertas pruebas secundarias. No pretendo decir que esto haya hecho tambalear mis recuerdos, porque la verdad es que no es así…

– ¿Por qué acude a mí entonces? -preguntó Ott, cargado de razón.

Moví vagamente la mano.

– Ya sabe, hay quien dice que la memoria juega a veces malas pasadas.

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