– Qué emprendedor.
– Es cierto. Estoy pensando en poner cinco. Ofrece cuatro a uno contra Dew por un arresto mañana.
– No me interesa.
– Debería interesarle, muchacho. ¿No sabe que Dew ya ha obtenido su primer triunfo? Obtuvo el nombre de la mujer asesinada. Esta mañana estaba con el camarero de primera clase controlando un camarote en el que nadie había dormido. Por supuesto que encontraron dos o tres… sabiendo a lo que se dedica de noche la gente en los barcos. Eliminó todos menos uno y bajó con el camarero a identificar el cuerpo.
– ¿La identificó?
– En seguida, sin dudar.
– ¿Quién era?
– Ese es el punto. Era su compañera en el whist. Se llamaba Katherine Masters.
En cubierta las hamacas estaban dispuestas en cuatro filas. Los viajeros experimentados se apresuraban a hablar con el encargado lo antes posible para reservar una buena. Una vez hecha la reserva se le colocaba una etiqueta a la silla y ya estaba asegurada por el resto del viaje. La ubicación exacta de la hamaca era muy importante. Nadie, salvo un espartano o alguien en su primer viaje aceptaba un lugar a estribor para la travesía a Nueva York. El lado de babor que (miraba al sur) era mucho más agradable incluso bajo una manta. Y había otras cosas que tomar en cuenta. Si uno quería ser visto o atraer la atención de un camarero era esencial tener un lugar en primera fila. Un pasajero puntilloso querría saber quién se sentaba a su lado. Un romance a bordo bien podía comenzar con una buena propina al encargado de cubierta.
Gracias a la habilidad de Marjorie, los Cordell estaban espléndidamente situados en la primera fila de babor al abrigo de una chimenea que nunca se usaba y que no echaba hollín. El asiento al lado de Barbara tenía una etiqueta que decía P. Westerfield II, pero esa mañana no estaba ocupado.
– ¿Qué le ha pasado a ese muchacho? -le preguntó Marjorie a su hija-. No habréis vuelto a distanciaros, ¿verdad?
– No, mamá. Paul ha ido a buscar al señor Gordon.
– ¿Quién es ése?
– El inglés que encontró su billetera. Jugó a las cartas con nosotros el sábado por la noche. Paul quiere estar seguro de que Jack sabe que la mujer que encontraron es Katherine.
– Ya debería de estar enterado. Creí que todos los del barco lo sabían. ¿Era amiga de él?
– No, sólo estuvieron juntos cuando jugamos a las cartas. En realidad no se llevaron muy bien. Al final de la partida ella estaba un poco molesta.
– Pobre mujer… qué terrible -suspiró Marjorie-, ¿No crees que fue un suicidio?
– Mamá, la estrangularon. Todo el mundo lo comenta.
Marjorie se dio vuelta hacia la silla del otro lado.
– ¿Oíste eso, Livy? Barbara dice que esa mujer fue estrangulada.
– ¿Humm?
– Está en otro mundo -Marjorie se acercó a su hija-. Barbara querida, no creo que sea conveniente que te mezcles en esto.
– No puedo cambiar lo sucedido, mamá. Jugué a las cartas con Katherine la noche que la mataron. Estoy segura de que tendré que contestar algunas preguntas.
– Pues a Livy y a mí no nos gustaría ver tu nombre en los diarios. Si ese inspector te pregunta algo, no te explayes, ¿eh?
– No puedo decirle mucho. De todas maneras Paul y Jack le dirán lo que saben. El asesinato no puede tener nada que ver con la partida de cartas, así que no te preocupes.
– No puedes estar tan segura. Este Jack Gordon… ¿Qué sabes de él en realidad? Podría ser el estrangulador.
– Mamá, no seas ridícula.
– Créeme, Barbara. He tenido tres maridos y sé algunas cosas -se aseguró de que los ojos de Livy estuvieran cerrados-. Pueden ser perfectos caballeros en apariencia, pero déjalos solos con una mujer indefensa y se convierten en monstruos. Por lo menos algunos de ellos -volvió a mirar a Livy-. Los hombres tienen que ser tratados como cualquier otro animal, si no te atacan. No me sorprendería nada que tu amable amigo inglés resultara ser el asesino.
– Creo que el asesino es alguien que nadie se espera.
– ¿Y no has pensado en Paul? -preguntó Livy sin abrir los ojos.
El médico del barco levantó la vista de sus notas para mirar a su próximo paciente.
– Inspector. Entre. Creí que era otro paciente. ¿En qué puedo serle útil?
Walter vaciló.
– En realidad querría consultarlo, doctor.
– Por supuesto. Estoy a su disposición. ¿Es acerca de mi examen del cuerpo?
– No. Es por mi pulgar. Me lo he lastimado.
– ¿De veras? A ver… ¿Cómo sucedió?
– Esta mañana después del desayuno fui a revisar el camarote de la mujer asesinada.
– Ah -exclamó el médico-. No me diga más. Quiso ver si la habían arrojado por el ojo de buey, así que trató de abrirlo. Está sufriendo del síndrome del ojo de buey, inspector. Después del mal de mer es la causa más común de las consultas. Tendría que haberle pedido al camarero que hiciera ese trabajo. Es mucho más fácil. Tiene llaves adecuadas para eso. ¿Le duele?
– Un poco.
– ¿Lo puede enderezar?
– Creo que sí.
– Muy bien, no es más que una torcedura. Se lo puedo entablillar, si quiere, pero no le servirá de mucho. ¿Así que piensa que el asesino arrojó el cuerpo por el ojo de buey? Tal vez debería buscar a otro con el dedo lastimado.
– No -exclamó Walter- no es tan simple. Cuando subimos a bordo algunos ojos de buey ya estaban abiertos. Lo noté en seguida.
– Eso es entrenamiento de Scotland Yard -comentó el médico con admiración-. Está muy lejos de mí enseñarle su trabajo, inspector. ¿Encontró algo interesante en el camarote?
– Muy poco. Mucha ropa. Algunos frascos de perfume.
– ¿Ninguna joya?
– No -replicó Walter-, ninguna joya -se alisó el bigote con la mano sana.
– Ése es un punto interesante -musitó el médico-. Si las joyas hubieran sido robadas, ¿no tendría allí un motivo?
– Supongo que sí.
– La razón por la que mencioné las joyas fue porque cuando el capitán me pidió que examinara el cuerpo encontré la marca de un anillo en el tercer dedo de la mano izquierda.
– Pudo haberse salido en el agua.
– El anillo de compromiso -acotó el médico con aire significativo.
– No estaba casada -interrumpió Walter- he visto su pasaporte. Era sin duda la señorita Katherine Masters.
– Le aseguro que no estoy equivocado. Si quiere se lo mostraré.
– No, no, no será necesario -una sonrisa apareció en su rostro-. Podía ser un anillo de compromiso.
– Supongo que es posible -concedió el médico, pero parecía dudarlo-. En mi opinión esa señorita Masters tenía experiencias masculinas, inspector.
– ¿No me diga? ¿Usted la conocía?
El doctor empezaba a sentirse confundido por la línea de pensamientos del inspector.
– No. Hice un examen íntimo para buscar pruebas de violación.
– Ah. Ahora lo entiendo.
– Opino que no la violaron.
– Bien. No necesitamos otro motivo para el crimen.
– Iba a agregar que las evidencias sugieren que era casada.
– O que debería de haberlo sido. No hay que olvidarse de la guerra.
– ¿La guerra?
– Cambió el mundo, doctor. Fue el fin de la inocencia.
– Es cierto.
– No la defiendo.
– Por Dios, no -el doctor no quería discutir-. Inspector, hay algo más sobre lo que debería llamarle la atención.
– ¿Sobre mi herida?
– No, no. Otro asunto. Puede no ser importante, pero creo que debo decírselo. Como ya sabe, pusimos a la señorita Masters en el depósito que sirve de morgue, debajo de los camarotes de la cubierta inferior.
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