Deborah Crombie - Un pasado oculto

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Connor Swann, yerno de Sir Gerald Asherton, director de orquesta, y de su mujer, Dame Caroline, cantante de ópera, es hallado muerto en una esclusa del Támesis en la encantadora campiña de los alrededores de Henley. Ante las dudas acerca de las circunstancias de su fallecimiento, el comisario Duncan Kincaid y la sargento Gemma James son designados para encargarse de dilucidar el caso, y pronto se percatan de que no se trata de un accidente. Otro suceso trágico ya había golpeado a los Asherton veinte años atrás con la muerte por ahogamiento de su hijo Matthew ante los ojos de Julia, hermana del niño. Aunque aparentemente los dos sucesos no tienen relación, no se descarta que exista un nexo. Con los hábiles interrogatorios y el acercamiento a la vida íntima de los personajes, ambos policías construyen pieza a pieza el telón de fondo de la verdadera historia. El flash de una imagen que surge con fuerza de la mente de Kincaid será la clave para descubrir el móvil que ha provocado el luctuoso hecho.

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– Siéntese. -Sir Gerald recogió un ejemplar del Times del asiento de una butaca y la acercó a una mesilla.

– ¿Le apetece un té? -preguntó Caroline-. Hemos terminado justo ahora, así que no es molestia poner agua a hervir otra vez.

Kincaid olisqueó el persistente olor a tostadas y su estómago rugió. Desde donde estaba sentado pudo ver las pinturas que no había visto al entrar en la habitación. También eran acuarelas, y del mismo artista. Pero esta vez las mujeres estaban reclinadas en salones elegantes y sus vestidos tenían el brillo del muaré. Una casa donde se tientan los apetitos, pensó, y dijo:

– No gracias.

– Tome una copa entonces -dijo Sir Gerald-. Ya es hora de tomarse un descanso.

– No, gracias, de verdad. -Qué extraña pareja hacían, de pie uno al lado del otro, cerniéndose sobre Kincaid como si fuera un invitado real. Caroline, que vestía una blusa de seda azul eléctrico y pantalones a medida oscuros, tenía un aspecto cuidado y casi infantil al lado de la mole de su marido.

Sir Gerald obsequió a Kincaid con una gran sonrisa contagiosa que mostraba las rosadas encías.

– Geoffrey lo recomendó sin ninguna reserva, señor Kincaid.

Se debía referir a Geoffrey Menzies-St.John, el comisionado asistente de Kincaid y compañero de colegio de Asherton. Aunque ambos hombres ya tenían cierta edad, todo parecido externo acababa ahí. Pero el comisionado, si bien pulcro y preciso hasta el punto de parecer mojigato, poseía una viva inteligencia, y Kincaid pensó que si Asherton no hubiese compartido esa cualidad, los dos hombres no habrían mantenido el contacto durante todo este tiempo.

Kincaid se inclinó hacia delante e inspiró.

– Por favor, siéntense, los dos, y cuéntenme lo que ha pasado.

Tomaron asiento, obedientes, pero Caroline lo hizo en el borde del sofá, con la espalda recta, alejada del brazo protector de su marido.

– Se trata de Connor, nuestro yerno. Se lo habrán explicado. -Ella lo miró. Sus ojos marrones parecían más oscuros por las dilatadas pupilas-. No lo podemos creer. ¿Por qué querría alguien matar a Connor? No tiene sentido, señor Kincaid.

– Es evidente que necesitaremos recopilar más pruebas antes de poder tratar esto como una investigación oficial por asesinato, Dame Caroline.

– Pero yo pensaba…-empezó a decir, y miró a Kincaid con expresión de impotencia.

– Empecemos por el principio. ¿Era muy querido su yerno? -Kincaid los miró a ambos, incluyendo a Sir Gerald en la pregunta, pero fue Caroline quien respondió.

– Por supuesto. Todos querían a Con. No podías no quererlo.

– ¿Se había comportado de forma distinta últimamente? ¿Estaba preocupado o parecía infeliz por alguna razón?

Ella dijo, negando con la cabeza:

– Con siempre fue… simplemente Con. Usted tendría que haber conocido… -Sus ojos se llenaron de lágrimas. Cerró un puño y lo sostuvo en la boca-. Me siento una idiota. No soy dada a ataques de histeria, señor Kincaid. O a ataques de incoherencia. Es el shock , supongo.

Kincaid pensó que su definición de histeria era algo exagerada, pero dijo en tono tranquilizador:

– No tiene importancia, Dame Caroline. ¿Cuándo vio a Connor por última vez?

Ella resolló y se pasó un nudillo por un ojo que quedó todo negro.

– Durante el almuerzo. Ayer vino a comer. Lo hacía a menudo.

– ¿También estaba usted aquí, Sir Gerald? -preguntó Kincaid, decidiendo que sólo preguntándole a él directamente obtendría alguna respuesta.

Sir Gerald estaba sentado con la cabeza hacia atrás, tenía los ojos entrecerrados y su desordenada mata de barba gris se le disparaba hacia delante.

– Sí, también estaba aquí.

– ¿Y su hija?

Sir Gerald levantó la cabeza al oír la pregunta, pero fue su esposa quien respondió.

– Julia estaba aquí, pero no se unió a nosotros. Normalmente prefiere comer en su estudio.

Cada vez más curioso, pensó Kincaid. El yerno viene a comer, pero su mujer se niega a hacerlo con él.

– ¿Así que no saben cuándo su hija lo vio por última vez?

De nuevo hubo una mirada rápida, casi de complicidad, entre los esposos, luego Sir Gerald dijo:

– Esto ha sido muy difícil para Julia. -Sonrió a Kincaid, pero los dedos de su mano jugueteaban con lo que parecían agujeros de polillas en su suéter de lana marrón-. Estoy seguro de que comprenderá que esté algo… irritable.

– ¿Su hija está aquí? Me gustaría verla, si es posible. Y me gustaría hablar con ustedes con mayor detenimiento, cuando haya podido examinar sus declaraciones para Thames Valley.

– Por supuesto. Lo llevaré. -Caroline se levantó y Sir Gerald hizo lo propio. Sus expresiones titubeantes divertían a Kincaid. Habían esperado una paliza y ahora no sabían si sentirse aliviados o decepcionados. No tenían de qué preocuparse. Pronto se iría.

– Sir Gerald. -Kincaid se levantó y le estrechó la mano.

Al dirigirse hacia la puerta se fijó de nuevo en las acuarelas. Si bien casi todas las mujeres eran rubias, de delicada piel rosada y labios entreabiertos que mostraban pequeños dientes brillantes, se dio cuenta de que algo en ellas le recordaba a la mujer que caminaba por delante de él.

* * *

– Ésta había sido la habitación de los niños -dijo Caroline. Su respiración se mantenía regular a pesar de haber subido tres tramos de escaleras-. La convertimos en un estudio para ella antes de que se fuera de casa. Supongo que se podría decir que ha sido útil -añadió, mirándolo de refilón, algo que Kincaid no supo cómo interpretar.

Llegaron al último piso de la casa. El vestíbulo estaba exento de adornos y las alfombras estaban algo raídas.

– Lo estará esperando. -Sonrió a Kincaid y lo dejó solo.

Llamó a la puerta, esperó, llamó de nuevo y escuchó, conteniendo la respiración para poder captar cualquier sonido débil. El eco de los pasos de Caroline se había apagado. Oyó una leve tos proveniente de alguno de los pisos inferiores. Golpeó de nuevo la puerta con sus nudillos, vacilando. Luego giró el pomo y entró.

La mujer estaba sentada en un taburete alto, dándole la espalda, con la cabeza inclinada sobre algo que él no podía ver. Cuando Kincaid dijo «eh, hola», se volvió súbitamente hacia él. Vio que sostenía un pincel en la mano.

Julia Swann no es bella. Incluso mientras formulaba este pensamiento, deliberadamente y con naturalidad, pensó que no podía dejar de mirarla. Era más alta, más delgada y más angulosa que su madre. Vestía una camisa blanca con los faldones por fuera de unos tejanos negros estrechos. Ni su figura ni sus maneras mostraban las suaves y redondeadas curvas de su madre. Su media melena negra oscilaba bruscamente cuando movía la cabeza, y acentuaba sus gestos.

Comprendió la intromisión cometida por su postura, como de sobresalto. Lo notó por el inmediatamente reconocible aire de privacidad de la habitación.

– Siento molestarla. Soy Duncan Kincaid, de Scotland Yard. Llamé a la puerta.

– No lo oí. Es decir, supongo que lo oí, pero no presté atención. A menudo no lo hago cuando estoy trabajando. -Incluso su voz no poseía la resonancia aterciopelada de la voz de Caroline. Bajó del taburete secándose las manos en un trozo de trapo-. Soy Julia Swann. Pero usted ya lo sabe, ¿no?

La mano que le ofrecía estaba ligeramente húmeda por el contacto con el trapo, pero la apretó con rapidez y firmeza. Él miró a su alrededor buscando un lugar donde sentarse y sólo vio un sillón más bien raído y con demasiado relleno, el cual lo colocaría varios centímetros por debajo del nivel del taburete. En su lugar eligió apoyarse contra una abarrotada mesa de trabajo.

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