Deborah Crombie - Un pasado oculto

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Connor Swann, yerno de Sir Gerald Asherton, director de orquesta, y de su mujer, Dame Caroline, cantante de ópera, es hallado muerto en una esclusa del Támesis en la encantadora campiña de los alrededores de Henley. Ante las dudas acerca de las circunstancias de su fallecimiento, el comisario Duncan Kincaid y la sargento Gemma James son designados para encargarse de dilucidar el caso, y pronto se percatan de que no se trata de un accidente. Otro suceso trágico ya había golpeado a los Asherton veinte años atrás con la muerte por ahogamiento de su hijo Matthew ante los ojos de Julia, hermana del niño. Aunque aparentemente los dos sucesos no tienen relación, no se descarta que exista un nexo. Con los hábiles interrogatorios y el acercamiento a la vida íntima de los personajes, ambos policías construyen pieza a pieza el telón de fondo de la verdadera historia. El flash de una imagen que surge con fuerza de la mente de Kincaid será la clave para descubrir el móvil que ha provocado el luctuoso hecho.

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Cuando se dio la vuelta notó como el agua la levantaba y la arrastraba hacia delante, pero hundió los talones y dedos para agarrarse. La corriente aflojó y Julia trepó hacia fuera. Se paró un momento en la orilla fangosa al notar como una oleada de debilidad la invadía. Una vez más miró a Matty. Vio el contorno de sus piernas retorciéndose de lado en la corriente. Luego empezó a correr.

* * *

La casa apareció entre los oscuros arcos de los árboles. Al anochecer, las paredes de caliza blanca resplandecían de manera inquietante. Julia evitó la entrada principal sin pensar. Rodeó la casa y fue hacia la cocina, al calor, a la seguridad. Jadeando tras haber subido la empinada colina, Julia se frotó la cara, resbaladiza por la lluvia y las lágrimas. Era consciente de su propia respiración, del sonido como de chapoteo de sus zapatos a cada paso que daba, y de la pesada lana mojada de su falda raspando sus muslos.

Julia abrió la puerta de la cocina y se paró justo adentro, dejando charcos de agua a su alrededor. Plummy, ante la cocina Aga *, se dio la vuelta cuchara en mano y con el pelo despeinado, como siempre que cocinaba.

– ¡Julia! ¿Dónde habéis estado? ¿Qué va a decir vuestra madre…? -La afable regañina se desvaneció-. Julia, niña, estás sangrando. ¿Estás bien? -Se acercó a Julia, soltando la cuchara. Su redonda cara se arrugó por la preocupación.

Julia olió a manzanas y canela, vio el reguero de harina en el pecho de Plummy, y algún compartimiento de su cerebro registró que estaba preparando pudding de manzana -el favorito de Matty- para el té. Notó que las manos de Plummy la sujetaban por los hombros. Vio, a través de una pantalla de lágrimas, que su cara amable y familiar se acercaba a la suya.

– ¿Julia, qué pasa? ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Matty?

La voz de Plummy surgía entrecortada por el pánico. Pero Julia seguía en silencio, su garganta congelada, las palabras contenidas tras los labios.

Un suave dedo acarició su cara.

– Julia, te has cortado el labio. ¿Qué ha pasado?

Empezó a sollozar, y los sollozos sacudían su cuerpo menudo. Apretó los brazos fuertemente contra su pecho para aliviar el dolor. Un pensamiento perdido pasó oscilante por su mente… no podía recordar dónde había dejado caer los libros. Matty. ¿Dónde dejó caer Matty los libros?

– Cielo, debes decírmelo. ¿Qué ha pasado?

Ahora estaba en brazos de Plummy, la cara hundida en su mullido pecho. Las palabras surgieron, entrecortadas por los sollozos, como una marea desatada.

– Es Matty. Plummy, es Matty. Se ha ahogado.

1

Duncan Kincaid pudo ver desde la ventanilla del tren los montones de escombros en los jardines traseros y en los ocasionales terrenos municipales. Madera, ramas y ramitas muertas, cajas de cartón prensadas y restos de muebles rotos… cualquier cosa valía para las hogueras de la Noche de Guy Fawkes *. Trató inútilmente de limpiar el mugriento cristal de la ventana con la manga de su chaqueta, esperando así ver mejor uno de los especialmente espléndidos monumentos a la negligencia británica… Luego se acomodó en su asiento y suspiró. La fina llovizna combinada con el estándar de limpieza de los ferrocarriles británicos reducía la visibilidad a unos pocos cientos de metros.

El tren aminoró la marcha al acercarse a High Wycombe. Kincaid se levantó y se estiró, luego recogió su abrigo y maletín del portaequipajes. Había ido directamente a St. Marleybone desde Scotland Yard sin olvidar el equipo de emergencia que guardaba en la oficina: una camisa limpia, artículos de tocador, cuchilla de afeitar, lo estrictamente imprescindible para responder a una llamada inesperada. Y la mayoría de llamadas tenían más interés que ésta: un favor político del comisionado asistente para un antiguo compañero de escuela en una situación delicada. Kincaid hizo una mueca. Prefería un cuerpo sin identificar en medio de un campo.

Se tambaleó al dar el tren una sacudida y frenar. Se agachó para escudriñar a través de la ventana. Recorrió con la vista el aparcamiento en busca de su escolta. El coche camuflado -la línea era inconfundible, incluso bajo la creciente lluvia- estaba aparcado junto al andén, con las luces de estacionamiento encendidas y una nube gris saliendo por el tubo de escape.

Daba la impresión de que habían llamado a la caballería para dar la bienvenida al chico rubio de Scotland Yard.

– Jack Makepeace. Sargento Makepeace. Del CID ** de Thames Valley -Makepeace sonrió, mostrando unos dientes amarillentos bajo el bigote rubio rojizo-. Me alegro de conocerlo, señor. -Su manaza estrechó la de Kincaid, luego cogió el maletín y lo lanzó al maletero del coche-. Suba y hablaremos por el camino.

El interior del coche olía a tabaco y lana húmeda. Kincaid abrió un poco su ventanilla, luego se volvió un poco para poder ver a su compañero. El poco pelo que tenía era del mismo color que el bigote, la pecas cubrían la cara y llegaban a la calva, su nariz grande tenía aspecto desproporcionado, producto de haber sido aplastada… en general no se trataba de una cara atractiva, pero en los ojos azul claro había una mirada sagaz y la voz era inesperadamente suave para un hombre de su tamaño.

Makepeace condujo competentemente por las calles resbaladizas a causa de la lluvia, serpenteando hacia el sur y el oeste hasta cruzar la M40 y dejando atrás las últimas casas adosadas. Miró a Kincaid, como indicación de que ya podían hablar.

– Hábleme del caso, -dijo Kincaid.

– ¿Qué sabe?

– No mucho. Y prefiero que empiece por el principio si no le importa.

Makepeace lo miró, abrió la boca como para preguntar algo y luego la cerró. Al cabo de un momento, dijo:

– Está bien. Esta mañana al amanecer, el esclusero de Hambleden, un tal Perry Smith, abrió la compuerta para llenar la esclusa para un viajero madrugador. Un cuerpo pasó por la compuerta y entró en la esclusa. Se llevó un buen susto, como puede imaginar. Llamó a Marlow y ellos enviaron una patrulla y una ambulancia. -Hizo una pausa, redujo al llegar a un cruce, y luego se concentró para adelantar un viejo Morris Minor que subía lentamente por la cuesta-. Lo sacaron del agua y, cuando resultó obvio que el pobre tipo no iba a vomitar el agua y abrir los ojos, nos llamaron a nosotros.

El limpiaparabrisas chirrió contra el cristal seco y Kincaid se dio cuenta de que había dejado de llover. Los campos recién arados se elevaban a ambos lados de la estrecha carretera. La tierra calcárea al descubierto era de un color marrón pálido y este fondo, con las rocas revueltas, parecía una tostada cubierta de pimienta. Hacia el oeste, una hilera de hayas coronaba la colina.

– ¿Cómo pudieron identificarlo?

– La cartera del pobre desgraciado estaba en el bolsillo trasero. Connor Swann, treinta y cinco años, cabello castaño, ojos azules, 1 metro 83 de estatura, 76 kilos. Vivía en Henley, unos cuantos kilómetros río arriba.

– Suena a algo que vuestra gente podría haber asumido fácilmente -dijo Kincaid, sin molestarse en esconder su fastidio. Contempló la perspectiva de pasar la tarde de viernes en la zona de Chiltem Hundreds, empapado como las hogueras que había visto preparadas para la Noche de Guy Fawkes, en vez de quedar con Gemma para tomar una cerveza después del trabajo en el pub de Wilfred Street-. El tipo se toma unas copas, sale a caminar un rato por la compuerta, se cae. Bingo.

Makepeace negó con la cabeza.

– Pero es que ésta no es toda la historia, señor Kincaid. Alguien dejó un magnífico par de huellas a cada lado de la garganta. -Con un gesto elocuente, Makepeace levantó ambas manos del volante durante unos segundos-. Parece ser que lo estrangularon.

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