Deborah Crombie - Un pasado oculto

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Connor Swann, yerno de Sir Gerald Asherton, director de orquesta, y de su mujer, Dame Caroline, cantante de ópera, es hallado muerto en una esclusa del Támesis en la encantadora campiña de los alrededores de Henley. Ante las dudas acerca de las circunstancias de su fallecimiento, el comisario Duncan Kincaid y la sargento Gemma James son designados para encargarse de dilucidar el caso, y pronto se percatan de que no se trata de un accidente. Otro suceso trágico ya había golpeado a los Asherton veinte años atrás con la muerte por ahogamiento de su hijo Matthew ante los ojos de Julia, hermana del niño. Aunque aparentemente los dos sucesos no tienen relación, no se descarta que exista un nexo. Con los hábiles interrogatorios y el acercamiento a la vida íntima de los personajes, ambos policías construyen pieza a pieza el telón de fondo de la verdadera historia. El flash de una imagen que surge con fuerza de la mente de Kincaid será la clave para descubrir el móvil que ha provocado el luctuoso hecho.

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Kincaid se encogió de hombros.

– Parece una suposición razonable. Pero sigo sin entender por qué merece la intervención de Scotland Yard.

– No se trata de cómo, sino de quién, señor Kincaid. Parece ser que el difunto señor Swann era el yerno de Sir Gerald Asherton, el director de orquesta, y de Dame Caroline Stowe, una cantante de reputación, según creo. -Viendo la cara de perplejidad de Kincaid continuó-. ¿No es amante de la ópera, señor Kincaid?

– ¿Y usted? -preguntó Kincaid antes de poder contener su involuntaria sorpresa, sabiendo que no debería haber juzgado los gustos culturales del hombre por su aspecto físico.

– Tengo algunos discos y la miro en la televisión, pero nunca he ido a una representación.

Los anchos campos en pendiente habían dado paso a colinas boscosas y ahora, a medida que la carretera subía, los árboles proliferaban.

– Estamos llegando a Chiltern Hills -dijo Makepeace-. Sir Gerald y Dame Caroline viven un poco más allá, cerca de Fingest. La casa se llama Badger’s End, aunque por su aspecto el nombre no le pega nada. -Salvó una curva muy cerrada tras la cual llegó otra bajada junto a un arroyo rocoso-. Por cierto, le hemos buscado alojamiento en un pub de Fingest, el Chequers. Tiene un jardín trasero, encantador en un día agradable. No es que vaya a tener demasiadas ocasiones de disfrutarlo -añadió, entrecerrando los ojos para ver el cielo que se oscurecía.

Ahora los árboles los rodeaban. Como si de un túnel se tratara, las hojas doradas y cobrizas formaban un arco y una colcha de hojas cubría el suelo. El cielo del atardecer seguía nublado. Sin embargo, debido a algún extraño efecto de la luz, las hojas parecían resplandecer de forma misteriosa, casi fosforescente. Kincaid se preguntó si este encantador efecto había dado lugar a la antigua idea de las «calles cubiertas de oro».

– ¿Me va a necesitar? -preguntó Makepeace, rompiendo el hechizo-. Pensaba que se traería refuerzos.

– Gemma vendrá esta noche. Estoy seguro de que hasta entonces podré arreglármelas. -Viendo la cara de incomprensión de Makepeace, añadió-: la sargento Gemma James.

– Mejor su gente que la de Thames Valley -dijo Makepeace en una respuesta que sonaba medio risa y medio gruñido-. Uno de mis jóvenes agentes cometió el error de llamar Lady Asherton a Dame Caroline. El ama de llaves se lo llevó a un lado y le echó una bronca que no olvidará. Le informó de que el título de Dame Caroline es suyo por derecho propio y precede a su título como esposa de Sir Gerald.

Kincaid sonrió.

– Trataré de no meter la pata. ¿Así que también hay un ama de llaves?

– Una tal señora Plumley. Y la viuda, la señora Julia Swann. -Makepeace lo miró de reojo, divertido, y continuó-. Piense lo que quiera. Parece ser que la señora Swann vive en Badger’s End con sus padres, no con su marido.

Antes de que Kincaid pudiera formular una pregunta, Makepeace levantó la mano y dijo:

– Mire. -Giraron a la izquierda y tomaron un sendero empinado, flanqueado por altos taludes y tan estrecho, que las zarzas y las raíces al descubierto rozaban los costados del coche. Había oscurecido de manera apreciable. Bajo los árboles todo era umbrío y estaba en sombras-. A su derecha tiene el valle de Wormsley, aunque sea difícil de ver. -Makepeace lo señaló y, por entre los árboles, Kincaid alcanzó a ver las ondulaciones de los campos en penumbra del valle-. Parece mentira que estemos a tan sólo sesenta kilómetros de Londres, ¿no cree, señor Kincaid? -añadió con orgullo de propietario.

Al llegar al punto más alto del camino Makepeace giró a la izquierda y se metió en la oscuridad del bosque de hayas. La pista continuaba suavemente en bajada y el grueso acolchado de hojas silenciaba las ruedas. Un par de cientos de metros más adelante tomaron una curva y Kincaid vio la casa. La piedra blanca brillaba bajo la oscuridad de los árboles y en las ventanas sin cortinas resplandecía acogedoramente la luz de las lámparas. Supo de inmediato a qué se había referido Makepeace respecto al nombre de la casa. Badger’s End implicaba cierta simplicidad rústica, llana, y esta casa, con sus lisas paredes blancas y sus ventanas y puertas en forma de arco, poseía una presencia elegante, casi eclesiástica.

Makepeace paró el coche en la suave alfombra de hojas, pero dejó el motor en marcha mientras rebuscaba en su bolsillo. Le dio una tarjeta a Kincaid.

– Me voy. Aquí está el número de la comisaría local. Yo estaré ocupado, pero si llama cuando haya terminado alguien lo vendrá a recoger.

Kincaid saludó con la mano mientras Makepeace se alejaba en el coche. Luego se quedó mirando la casa, mientras le invadía el silencio del bosque. Viuda apenada, suegros consternados, un imperativo para la discreción… no era exactamente la fórmula para una noche fácil, o un caso fácil. Tensó los hombros y empezó a caminar.

La puerta principal se abrió y la luz salió a recibirle.

* * *

– Soy Caroline Stowe. Me alegro de que haya venido.

Esta vez la mano que tomó la suya era pequeña y suave. Kincaid contempló la cara que lo miraba desde abajo.

– Duncan Kincaid. Scotland Yard. -Con la mano que tenía libre sacó sus credenciales del bolsillo interior de su chaqueta, pero ella las ignoró, todavía sujetando la mano del comisario entre las suyas.

Kincaid se sintió por un momento desconcertado. En su mente había asociado Dame y ópera con enorme . Caroline Stowe apenas superaba el metro y medio y, aunque su pequeño cuerpo ofrecía ciertas redondeces, de ninguna manera se la podía calificar de gruesa.

Su sorpresa debía de haber resultado obvia porque ella rió y dijo:

– No canto Wagner, señor Kincaid. Mi especialidad es el bel canto. Además, el tamaño no guarda relación con la potencia de la voz. Ésta tiene que ver, entre otras cosas, con el control de la respiración. -Soltó su mano-. Pase. Qué grosería por mi parte dejarlo en el umbral, como si fuera un aprendiz de fontanero.

Mientras ella cerraba la puerta, él miró a su alrededor con interés. Sobre una mesa auxiliar una lámpara iluminaba la entrada, proyectando sombras en el liso suelo de piedra gris. Las paredes eran de un verde grisáceo pálido y estaban desnudas excepto por una pocas acuarelas en marcos dorados que representaban unas voluptuosas mujeres mostrando los senos y tumbadas junto a unas ruinas románicas.

Caroline abrió la puerta de la derecha y se apartó, invitándolo con un gesto a que pasara.

Justo enfrente de la puerta, un fuego ardía en la chimenea. Encima de la repisa se vio a sí mismo, enmarcado en un elaborado espejo -pelo de color castaño, rebelde por la humedad, ojos ojerosos, su color imposible de distinguir desde el otro lado de la habitación. Por debajo de la altura de su hombro sólo era visible la oscura coronilla de Caroline.

Tuvo solamente un instante para hacerse una idea de la habitación. El mismo suelo de pizarra gris, suavizado aquí por unas cuantas alfombras diseminadas; muebles forrados de chintz, cómodos, ligeramente desgastados; un revoltijo de utensilios para té usados en una bandeja… todo eclipsado por un piano de media cola. Su oscura superficie reflejaba la luz de una pequeña lámpara y tras el teclado había una partitura abierta. El banco estaba retirado en ángulo, como si alguien hubiera acabado de tocar.

– Gerald, éste es el comisario Kincaid de Scotland Yard. -Caroline fue a situarse junto al hombre grande y arrugado que se levantaba del sofá-. Señor Kincaid, mi esposo, Sir Gerald Asherton.

– Es un placer conocerlo -dijo Kincaid, sintiendo que la respuesta era poco apropiada mientras la daba. Pero si Caroline insistía en tratar a su visita como si fuera un acontecimiento social, él le haría el juego durante un rato.

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