¿Era lo que estaba haciendo algo pernicioso para una cristiana? Probablemente sí. Por otra parte, jamás se me había ocurrido preguntarle al ministro metodista si tenía algún lugar sagrado para cortar vínculos de sangre entre una mujer y un vampiro.
Cuando dimos las tres vueltas y nos paramos, Amelia se sacó una pelota de cordón rojo del delantal. Agarró un extremo y pasó la pelota a Bob, quien cogió otra porción y me pasó la pelota a mí. Hice lo mismo y devolví la pelota a Amelia, ya que eso parecía lo que se esperaba de mí. Sostuve el hilo con una mano mientras aferraba el papel con la otra. Era más complicado de lo que había esperado. Amelia también había traído un par de tijeras, que sacó igualmente del bolsillo del delantal.
Amelia, que no había dejado de canturrear en ningún momento, apuntó hacia mí y después hacia Bob para indicar que debíamos unirnos a ella. Observé el papel, recité una serie de palabras para las cuales no hallé ningún sentido y se acabó.
Nos quedamos en silencio mientras las pequeñas llamas de los tarros se extinguían y la noche terminaba de asentarse.
– Corta -dijo Amelia pasándome las tijeras-. Y hazlo con toda tu voluntad.
Con una sensación de ridículo y miedo, pero segura de que era lo que tenía que hacer, corté el hilo rojo.
Y perdí a Eric.
Ya no estaba ahí.
Amelia enrolló el hilo cortado y me lo entregó. Para mi sorpresa, estaba sonriendo; tenía un aire fiero y triunfal. Cogí la porción de hilo automáticamente, proyectando todos mis sentidos hacia Eric. Nada.
Sentí un acceso de pánico. No era del todo puro: había algo de alivio, cosa que esperaba. También había dolor. Tan pronto como me asegurase de que estaba bien, de que no había sufrido daño alguno, sabía que me relajaría y sentiría el éxito del conjuro en toda su extensión.
El teléfono sonó en casa y salí corriendo hacia la puerta trasera.
– ¿Estás ahí? -me dijo-. ¿Estás ahí? ¿Estás bien?
– Eric -contesté, pronunciando su nombre con un suspiro entrecortado-. ¡Me alegro tanto de que estés bien! Porque lo estás, ¿verdad?
– ¿Qué has hecho?
– Amelia encontró la manera de romper el vínculo.
Se produjo un largo silencio. Antes, podía saber si Eric estaba ansioso, furioso o pensativo. Ahora sólo podía imaginarlo. Finalmente habló:
– Sookie, el matrimonio te otorga cierta protección, pero el vínculo era lo importante.
– ¿Qué?
– Ya me has oído. Estoy furioso contigo. -Sabía que lo decía muy en serio.
– Ven aquí – rogué.
– No. Si veo a Amelia, le partiré el cuello. -También decía eso en serio -. Siempre ha querido que te deshicieras de mí.
– Pero… -empecé a decir, sin saber muy bien cómo terminar la frase.
– Te veré cuando recupere el control de mí mismo -dijo, y colgó.
Debí haberlo visto venir, me dije a mí misma por décima o vigésima vez. Me había precipitado hacia algo para lo que debería haberme preparado. Al menos debería haber llamado a Eric para advertirle de lo que estaba a punto de pasar. Pero temía que me convenciera para no hacerlo y tenía que saber cuáles eran mis verdaderos sentimientos hacia él. En ese preciso momento, los verdaderos sentimientos de Eric hacía mí eran de enfado. Tenía un inmenso cabreo. Y, por un lado no lo culpaba.
Se suponía que estábamos enamorados, y eso implicaba que debíamos consultarnos las cosas mutuamente, ¿no? Por otra parte, podía contar con los dedos de la mano las veces que Eric me había consultado, y me sobraban dedos. De una mano. Así que, a ratos, lo criticaba por esa reacción. Por supuesto, él nunca me habría dejado hacerlo y nunca habría sabido algo que debía saber.
Así que me encontré meciéndome de un pie a otro mentalmente, llegado el momento de decidir si había hecho lo correcto.
Pero no conseguía salir de mi espiral de descontento y preocupación, independientemente de sobre qué pie me sostuviera.
Bob y Amelia estaban manteniendo un debate en su habitación, tras el cual decidieron quedarse un día más para «ver qué pasa». Sabía que Amelia estaba preocupada. Pensaba que debía haberme presentado la idea con más sosiego antes de convencerme para llevarla a cabo. Bob pensaba que las dos éramos tontas, pero tuvo el tino de no decirlo. No obstante, no podía evitar pensarlo, y si bien no era un emisor tan claro como Amelia, podía oírlo.
Fui a trabajar al día siguiente, pero estaba tan distraída, me sentía tan desdichada y el volumen de trabajo era tan escaso que Sam me dejó irme a casa temprano. India me dio una amable palmada en el hombro y me recomendó que me lo tomase con calma, un concepto que me costaba mucho interiorizar.
Esa noche, Eric se presentó una hora después del anochecer. Vino en coche para que no nos pillase por sorpresa. Tenía ganas de verlo y pensaba que había tenido tiempo suficiente para tranquilizarse. Después de la cena, propuse a Bob y Amelia que fuesen a ver una película a Clarice.
– ¿Seguro que estás bien? -preguntó Amelia-. Porque estamos dispuestos a quedarnos contigo si crees que sigue enfadado. – Ya no quedaba rastro de su anterior complacencia.
– No sé cómo se siente -admití, y la idea aún me daba un poco de vértigo-. Pero sé que vendrá esta noche. Probablemente sea mejor que no os vea para que no se enfade aún más.
Bob se encrespó un poco ante el comentario, pero Amelia asintió, comprensiva.
– Espero que me sigas considerando tu amiga -dijo y, por una vez, no vi venir sus pensamientos -. Quiero decir que creo que te he fastidiado, pero no era mi intención. Pretendía liberarte.
– Lo comprendo y te sigo considerando una de mis mejores amigas -contesté lo más tranquilizadoramente que pude. Si era tan débil como para acceder a los impulsos de Amelia sin rechistar, el problema era mío.
Estaba sentada a solas en el porche delantero, sumida en esa melancolía que te hace recordar todos tus errores y olvidar los aciertos, cuando vi el destello de las luces del coche de Eric emerger por el camino.
No pude prever que titubearía antes de salir del coche.
– ¿Sigues enfadado? -le interrogué, conteniendo el llanto. Llorar habría sido una cobardía, e intentaba imprimirme un poco de fuerza desde el espinazo.
– ¿Aún me quieres? -preguntó él.
– Tú primero. -Infantil.
– No estoy enfadado -admitió-. Al menos ya no. Al menos no ahora mismo. Debí haberte animado a que buscases una manera de romper el vínculo, y de hecho tenemos un ritual para ello. Debería habértelo ofrecido. Temía que sin él acabaríamos separándonos, ya porque no quisieras verte arrastrada a mis problemas o porque Víctor descubriera que eras vulnerable. Si decidiera pasar por alto nuestro matrimonio, sin el vínculo no sabría si te encuentras en peligro.
– Yo debí preguntarte qué pensabas, o al menos advertirte de lo que íbamos a hacer -reconocí. Inspiré profundamente-. Te quiero, desde mi independencia.
De repente estaba en el porche, junto a mí. Me abrazó y me besó en los labios, el cuello, los hombros. Me elevó sobre el suelo lo suficiente para que su boca pudiera hallar mis pechos a través de la camiseta y el sujetador.
Emití un quejido apagado y rodeé su tronco con las piernas. Me apreté contra su cuerpo con todas mis fuerzas. A Eric le gustaba el sexo al estilo mono.
– Te voy a arrancar la ropa -me advirtió.
– Vale.
Y mantuvo su palabra. Tras unos minutos excitantes, dijo:
– También me arrancaré la mía.
– Claro -farfullé antes de morderle el lóbulo de la oreja. Lanzó un gruñido. El sexo con Eric no tenía nada de civilizado.
Oí más rasgados y finalmente ya no hubo nada entre Eric y yo. Estaba dentro de mí, muy profundamente, y se tambaleó hacia atrás, hasta el columpio del porche, que empezó a moverse erráticamente. Tras el primer instante de sorpresa, aprovechamos su inercia. Seguimos meciéndonos hasta sentir la creciente tensión, la sensación previa al éxtasis, la inminente liberación.
Читать дальше