Charlaine Harris - El Día del Juicio Mortal

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El juicio final está en camino, y Sookie Stackhouse tiene una habilidad especial para situarse en medio de los problemas; en particular cuando es testigo del ataque con bombas incendiarias al Merlotte’s, el bar donde trabaja. Dado que Sam Merlotte es conocido por su doble naturaleza. Las sospechas inmediatamente recaen sobre los cambiantes de la zona. Sookie tiene otra opinión, pero antes de que pueda investigar surge algo aún más peligroso.
El amante de Sookie, Eric Northman, y su “niña” Pamela están tramando algo en secreto. Sea lo que sea, parecen decididos a mantener a Sookie al margen. Pero Sookie está igual de decidida a descubrir que está ocurriendo. No puede permanecer de brazos cruzados cuando tanto su trabajo como su vida amorosa están amenazados. Sin embargo, cuanto más progresa en sus investigaciones, más consciente es de que la situación es más mortal de lo que nunca hubiera podido imaginar.

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– Fuerte -dije con urgencia-. Sí, sí, sí…

– ¿Es esto lo bastante fuerte?

Y lancé un grito echando la cabeza hacia atrás.

– Vamos, Eric -insté cuando los calambres postreros aún se abrían paso por mi cuerpo-. ¡Vamos! -Y me moví más rápido de lo que jamás hubiera imaginado ser capaz.

– ¡Sookie! -boqueó, y me propinó un último e intenso empujón seguido de un sonido que hubiese identificado como una manifestación primitiva de dolor, de no saber lo que estábamos haciendo.

Fue magnífico, agotador y absolutamente excelente.

Nos quedamos en el columpio al menos media hora, recuperándonos, enfriándonos, aferrados el uno al otro. Me sentía tan feliz y relajada que no quería moverme, pero tenía que entrar en casa para lavarme y ponerme algo de ropa con las costuras intactas. Eric sólo se había soltado el botón de los pantalones y podría mantenerlos en su sitio gracias al cinturón, que había conseguido desabrocharse antes de entrar en la fase de arrancarnos las prendas. Su cremallera aún funcionaba.

Mientras me recomponía, él se calentó una botella de sangre, sacó una bolsa de hielo y me preparó un vaso de té helado. Aplicó la bolsa de hielo él mismo mientras yo me recostaba en el sofá. «Hice bien en romper el vínculo», pensé. Y era todo un alivio saber cómo se sentía Eric, aunque aún albergaba cierto temor de que dicho alivio no fuese el sentimiento más correcto.

Durante unos minutos hablamos de pequeñas cosas. Me cepilló el pelo, que estaba terriblemente enmarañado, y yo le cepillé el suyo (como los monos que, según tengo entendido, se acicalan mutuamente). Cuando conseguí que su melena estuviese suave y brillante, puso mis piernas sobre su regazo. Su mano las recorría arriba y abajo, de mis shorts a los dedos de los pies, una y otra vez.

– ¿Te ha dicho algo Víctor? -No tenía muchas ganas de reabrir la conversación de lo que había hecho, aunque era innegable que habíamos abierto nuestro reencuentro con toda una explosión.

– Nada sobre el vínculo, así que todavía no lo sabe. Lo habría tenido al teléfono inmediatamente. – Eric apoyó la cabeza sobre el respaldo del sofá, sus ojos azules entrecerrados. Relajación postcoital.

Todo un alivio.

– ¿Cómo está Miriam? ¿Se ha recuperado?

– Se ha recuperado de las drogas que le administró Víctor, pero no se siente mejor físicamente. Pam está más desesperada de lo que nunca la he visto.

– ¿Su relación surgió con calma y dulzura? Porque no tenía la menor idea hasta que Immanuel me habló de ella.

– Pam no suele preocuparse por nadie tanto como por Miriam -indicó. Giró la cabeza lentamente y se encontró con mi mirada-. Yo lo descubrí cuando me pidió que le diese tiempo libre para visitarla en el hospital. Le dio su sangre, única razón por la que Miriam aún está viva.

– ¿La sangre de vampiro no puede curarla?

– Nuestra sangre es buena para curar heridas abiertas -explicó Eric-. Con las enfermedades, puede aliviar, pero raramente cura.

– ¿Por qué?

Eric se encogió de hombros.

– Estoy seguro de que uno de vuestros científicos tendría una teoría, pero no es mi caso. Y como algunas personas se vuelven locas cuando toman nuestra sangre, el riesgo es considerable. Era más feliz cuando las propiedades de nuestra sangre eran un secreto, pero supongo que hay secretos que no pueden mantenerse para siempre. A Víctor le trae ciertamente sin cuidado la supervivencia de Miriam o el hecho de que Pam nunca haya solicitado crear una vampira convertida antes. Después de todos estos años de servicio, es lo mínimo que se merece.

– ¿Victor no se lo permite sólo para fastidiarla?

Eric asintió.

– Esgrime una mierda de excusa sobre el exceso de vampiros en el área, cuando lo cierto es que no ando muy sobrado. El caso es que Victor nos bloqueará todo lo que pueda, durante todo el tiempo posible, con la esperanza de que yo haga algo poco juicioso, dándole una excusa para relevarme o matarme.

– Pero Felipe no permitiría que eso pasase.

Me subió sobre su regazo y me apretó contra su frío pecho. Su camisa aún estaba desabrochada.

– Si estuviese sobre el terreno, Felipe fallaría a favor de Pam, pero estoy seguro de que quiere mantenerse al margen de la situación tanto como pueda. Es lo que yo haría. Ha colocado a Rita la Roja en Arkansas, y nunca ha gobernado; sabe que Victor ansia ser designado regente de Luisiana, en vez de rey, y él está bastante ocupado en Las Vegas, que gestiona con una plantilla escuálida desde que ha repartido a su gente por dos Estados. No se había consolidado un imperio tan grande desde hacía siglos, y cuando se hizo la población no era más que una fracción de la actual.

– Entonces ¿Felipe aún controla todo Nevada?

– Por ahora sí.

– Eso suena un poco ominoso.

– Cuando los líderes se extienden demasiado, atraen a los tiburones a ver si pueden llevarse un bocado.

Una imagen mental desagradable.

– ¿Qué tiburones? ¿Alguno que yo conozca?

Eric apartó la mirada.

– Otros dos monarcas de Zeus. La reina de Oklahoma y el rey de Arizona.

Los vampiros habían dividido Estados Unidos en cuatro territorios, todos ellos bautizados según antiguas deidades. Pretencioso, ¿eh? Yo vivía en el territorio de Amón, en el reino de Luisiana.

– A veces desearía que sólo fueses un vampiro del montón -dije sin pensar-. Ojalá no fueses sheriff ni nada.

– Quieres decir que ojalá fuese como Bill.

Ay.

– No, porque él tampoco es del montón -solté-. Tiene esa base de datos y ha aprendido mucho sobre informática. Se ha reinventado a sí mismo. Supongo que desearía que te parecieses más a… Maxwell.

Maxwell era un hombre de negocios. Llevaba trajes. Se presentaba a su trabajo en el club sin entusiasmo y extendía sus colmillos sin el drama que habían ido a buscar los turistas. Era aburrido, lo llevaba escrito en la cara, aunque, de vez en cuando, tenía la impresión de que su vida personal era más exótica. Pero tampoco me interesaba averiguar más de lo necesario al respecto. Eric puso los ojos en blanco.

– Por supuesto, puedo parecerme mucho a él. Para empezar, deja que lleve encima siempre una calculadora y duerma al personal con cosas como las «rentas vitalicias variables», o lo que demonios hable.

– Ya te he entendido, señor Sutileza -bromeé. El paquete de hielo había cumplido con su cometido. Lo quité de la zona felizmente afectada y lo dejé sobre la mesa.

Era la conversación más relajada que habíamos tenido en la vida.

– ¿No es divertido? -dije, intentando que Eric admitiese que había hecho lo correcto, aunque de la forma errónea.

– Sí, muy divertido. Hasta que Victor te pille y te deje seca, diciendo: «Pero, ¡Eric, no tenía ningún vínculo contigo, así que supuse que ya no la querrías!». A continuación te convertiría en contra de tu voluntad y yo debería contemplar cómo sufres vinculada a él durante el resto de tu vida. Y la mía.

– Tú sí que sabes hacer que una chica se sienta especial – dije.

– Te quiero -afirmó como si recordase un hecho doloroso-. Y esta situación con Pam tiene que terminar. Si Miriam muere, Pam podría decidir marcharse y yo no podría detenerla. De hecho, no debería. Aunque es muy útil.

– Sientes afecto por ella -dije-. Vamos, Eric, la quieres. Es tu vampira convertida.

– Sí, le tengo mucho afecto -admitió-. Elegí muy bien. Tú fuiste mi otra gran elección.

– Ésa es una de las cosas más bonitas que nadie me ha dicho -constaté con un nudo en la garganta.

– ¡No te pongas a llorar! -Hizo un gesto con la mano delante de su cara, como si quisiera desterrar las lágrimas.

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