Antes de salir del linde de árboles, examiné cuidadosamente la extensión del claro. Lo último que necesitaba era caer en una especie de trampa feérica. Pero no vi nada extraordinario, salvo quizá un ligero temblor en el aire. Justo en el centro del claro. El extraño punto (si es que mis ojos no me engañaban) flotaba a la altura de las rodillas. Tenía la forma de un pequeño círculo irregular de unos cuarenta centímetros de diámetro. Y justo en ese punto el aire parecía distorsionarse, adoptando el matiz de una ilusión óptica. ¿Sería porque desprendía calor?
Me arrodillé sobre los hierbajos a un metro escaso de la distorsión. Intenté pincharlo ligeramente con un largo trozo de cristal.
Solté el objeto y se desvaneció. Volví a contraer los dedos y di un grito de sorpresa.
Había deducido algo. No estaba muy segura de qué. Si alguna vez había dudado de la palabra de Claude, ahí estaba la viva prueba de que decía la verdad. Con mucho cuidado, me acerqué un poco más a la anomalía.
– Hola, Niall -saludé-. Si me estás escuchando, si estás ahí, te echo de menos.
Por supuesto, no hubo respuesta.
– Tengo muchos problemas, pero imagino que tú también -dije, aunque no pretendía sonar quejica-. No sé cómo os desenvolvéis las hadas en mi mundo. ¿Camináis junto a nosotros, pero invisibles? ¿O es que tenéis todo un mundo aparte, como la Atlántida? -Era una conversación un poco lamentable y solitaria-. Bueno, será mejor que vuelva a casa antes de que anochezca. Si me necesitas, ven a verme. Te echo de menos -repetí.
No pasó nada.
Con una sensación a caballo entre la felicidad por haber encontrado el portal y la decepción por no conseguir resultado alguno, deshice camino a casa por el bosque. Bob y Amelia habían terminado sus tareas mágicas en el jardín y Bob había encendido la parrilla. Se disponían a hacer unos filetes. A pesar de haber tomado helado con Remy y Hunter, me sentí incapaz de rechazar un filete a la parrilla embadurnado con la salsa secreta de Bob. Amelia estaba cortando patatas para envolverlas en papel de plata y cocinarlas junto a los filetes en la parrilla. Me sentía encantada. Me ofrecí a hacer unos calabacines.
La casa tenía un aire más seguro. Más feliz.
Mientras comíamos, Amelia nos contó anécdotas de su trabajo en la tienda de magia y Bob se desató lo suficiente como para imitar a sus compañeros más extravagantes del salón de belleza unisex donde trabajaba. La peluquera a la que Bob había sustituido se había desanimado tanto por las complicaciones de la vida en la Nueva Orleans posterior al Katrina , que había hecho las maletas y se había ido a Miami. Bob había conseguido el trabajo tras ser la primera persona cualificada en pasar por la puerta después de que su antecesora hiciera lo mismo a la inversa. En respuesta a mi pregunta de si había sido por casualidad, Bob se limitó a sonreír. De vez en cuando podía atisbar un destello de qué fascinaba a Amelia en ese chico, quien, por otra parte, parecía un escuálido vendedor de enciclopedias con el pelo áspero. Le comenté lo de Immanuel y su corte de pelo de urgencia y me dijo que su colega había hecho un trabajo maravilloso.
– Bueno, ¿ya habéis terminado de reforzar las protecciones? -pregunté ansiosa, procurando que el cambio de tema resultase natural.
– Y tanto -señaló Amelia cortando otro trozo de carne-. Ahora son incluso mejores. Ni un dragón podría atravesarlas. Nadie que quiera hacerte daño podrá pasar.
– Entonces, si el dragón fuese amistoso -contesté medio en broma, y ella me dio un golpecito con el tenedor.
– Por lo que dicen por ahí, esas cosas no existen -aseguró Amelia-. Claro que yo nunca he visto uno.
– Claro. -No sabía si sentirme curiosa o aliviada.
– Amelia tiene una sorpresa para ti -indicó Bob.
– ¿Sí? -Intenté sonar más relajada de cómo me sentía.
– He encontrado la cura -dijo, orgullosa y tímida a partes iguales-. Me refiero a lo que me pediste cuando me fui. Seguí buscando una manera de romper el vínculo de sangre. He encontrado una.
– ¿Cómo? -Intentaba que no se me saltasen los nervios.
– Primero le pregunté a Octavia. Ella no lo sabía porque no está especializada en magia vampírica, pero mandó un correo electrónico a un par de sus viejas amigas de otras asambleas y le ayudaron a buscar. Llevó su tiempo y se encontraron con algunos callejones sin salida, pero al final dieron con un conjuro que no requiere la muerte de uno de los vinculados.
– Estoy aturdida -dije, y era la absoluta verdad.
– ¿Quieres que lo lance esta noche?
– ¿Quieres decir ahora mismo?
– Sí, después de cenar. – Amelia parecía un poco menos contenta ya que no había obtenido la respuesta que había esperado. Bob pasaba la mirada de Amelia a mí; también parecía dubitativo. Esperaba que me hubiese mostrado encantada y efusiva, y no era lo que estaba presenciando.
– No sé. -Posé el tenedor-. ¿Le hará daño a Eric?
– Si es que algo puede hacer daño a un vampiro tan antiguo -dijo-. En serio, Sook, ¿por qué te preocupas por él?
– Le quiero -confesé. Los dos se me quedaron mirando.
– ¿De verdad? -preguntó Amelia con escasa voz.
– Te lo dije antes de que te fueras, Amelia.
– Supongo que no quise creerte. ¿Segura que seguirás sintiendo lo mismo cuando se haya disuelto el vínculo?
– Es lo que quiero averiguar.
Asintió.
– Tienes que saberlo. Y tienes que liberarte de él.
El sol acababa de ocultarse y podía sentir cómo se despertaba Eric. Su presencia me acompañaba como una sombra: familiar, irritante, reconfortante, intrusivo. Todo a la vez.
– Si puedes hacerlo ahora mismo -dije-. Antes de que pierda el valor.
– De hecho, es el mejor momento del día para hacerlo -apuntó-. La caída del sol. Cuando termina el día. Los finales, en general. Tiene sentido. – Amelia fue corriendo al dormitorio. Regresó al cabo de dos minutos con un sobre y tres pequeños tarros: tarros de gelatina en un anaquel de cromo, como los que usan las camareras de los bares para poner el desayuno. Los tarros estaban medio llenos de una mezcla de hierbas. Amelia se había puesto un delantal. Noté que guardaba objetos en uno de los bolsillos.
– Muy bien -dijo, pasándole el sobre a Bob, que extrajo el papel y lo ojeó rápidamente, frunciendo el ceño de su estrecho rostro.
– Fuera, en el jardín -sugirió él, y los tres dejamos la cocina, cruzamos el porche trasero y fuimos al jardín, dejándonos envolver una vez más por el olor a carne hecha al pasar junto a la vieja parrilla. Amelia me situó en un punto, a Bob en otro y luego hizo lo propio con los tarros de gelatina. Bob y yo teníamos cada uno un tarro a los pies, detrás de nosotros, y había otro donde se colocaría ella. Habíamos formado un triángulo. No hice ninguna pregunta. De todos modos, probablemente no habría creído ninguna de las respuestas. Nos entregó a Bob y a mí una cajetilla de cerillas a cada uno y ella se quedó con otra.
– Cuando os lo diga, prended fuego a vuestras hierbas. Después, caminad en sentido contrario a las agujas del reloj alrededor del tarro, tres veces -indicó -. Parad en vuestro puesto a la tercera. Entonces diremos las palabras. Bob, ¿las has memorizado? Sookie necesitará tu papel.
Bob volvió a echar un vistazo a las palabras, asintió y me entregó el papel. Apenas veía las letras gracias a las luces de seguridad. La noche se nos echaba encima por momentos.
– ¿Listos? -preguntó Amelia secamente. Parecía cada vez mayor a medida que se apagaba la tarde.
Asentí preguntándome si estaba siendo sincera.
– Sí- dijo Bob. I
– Pues volveos y encended el fuego -instruyó Amelia. Obedecí su mandato como un robot. Estaba muerta de miedo, y no acababa de saber por qué exactamente. Eso era lo que deseaba hacer. Mi cerilla prendió y la solté en el tarro de gelatina. Las hierbas produjeron una llamarada, soltando un fuerte olor, y los tres nos erguimos de nuevo para dar las tres vueltas en sentido contrario a las agujas del reloj.
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