Christine Feehan - Fuego Ardiente

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Conner Vega, física y emocionalmente marcado por su pasado, ha vuelto al paisaje exuberante y exótico de la selva de Panamá; su lugar de nacimiento, y esperanzadoramente un lugar en el que escapar de la culpa que lo consume. Libre para vagar por fin, el leopardo en él anhela tomar el control, pero sabiendo lo peligroso que esto sería, Conner debe resistir.
Sin embargo, hay cuestiones más serias que tratar. Conner ha sido traído de regreso para un propósito específico: ayudar a salvar a su pueblo del mal que amenaza la existencia de este, y para vengar el brutal asesinato de su madre. Y esta vez piensa encargarse del asunto.

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Bajó la vista hasta su brazo. Él sufriría a causa de esto. En realidad eran pequeños rasguños. Estaba en camino de controlar a su felino. Pero su felina… suspiró. Había fallado en su intento por controlarla. Tal vez nunca más te deje salir . Pero era una falsa amenaza y ambas lo sabían. Ella deseaba a su leopardo. Estaba lista para aceptarla.

Después de que Conner le pusiera la intravenosa a Jeremiah, Rio se volvió hacia ella. Entró en su campo visual, sosteniendo una jeringa.

– Debo inyectarte esto en el trasero.

Eso logró captar su atención. Lo miró furiosa.

– Bueno, elige otro lugar. Pues te puedo asegurar que eso no va a suceder. - Algo de respaldo sería de ayuda, gatita. No voy a bajarme los pantalones frente a todos estos hombres. No me importa tu falta de pudor. Dios mío. De qué sirves si no ayudas a una chica cuando lo necesita. Adopta un aspecto de tipa dura o algo .

– No seas bebé. Todos tenemos que vacunarnos en el culo.

Lo miró con frialdad.

– Yo no. Inténtalo y perderás un ojo.

Felipe rió burlonamente. Marcos sonrió. Y hasta Leonardo intentó ocultar una sonrisa.

– Podemos hacerlo de la manera fácil o de la difícil. Haré que Leonardo te sostenga.

Enarcó una ceja. Su felina se agitó. Al fin .

– Estás enfadándo a mi gata -le dijo satisfecha-. Todavía no tengo mucha habilidad para mantenerla a raya.

– Yo la vacunaré más tarde -dijo Conner.

Su voz sonó tan neutral que Isabeau tuvo la seguridad de que a pesar de la situación de vida o muerte que se desarrollaba en el asiento trasero, él y Elijah habían intercambiado una rápida sonrisa. No le importaba que todos ellos estuvieran riéndose a su costa. Ella estaba fijando los límites. Rio le había puesto un arma en las manos, le había gritado, gritado y la había obligado a calmar a un leopardo al acecho. Ya había tenido suficiente de testosterona y de leopardos macho dominantes. Le dedicó a Rio la mirada furiosa más felina que pudo, retándolo a que lo intentara.

– Gatita -refunfuñó Rio en voz baja-. Vas a tener que contenerla.

– Yo lo haré -aseguró Conner.

– Puede intentar contenerme -murmuró Isabeau en rebeldía y sintió a su gata estirarse lánguidamente y sacar las garras.

Rio puso los ojos en blanco.

– Mujeres -dijo en voz baja.

Todos eran leopardos, por lo que era imposible que dejaran de oírlo.

– Hombres -respondió ella en voz baja de forma infantil.

– ¿Dónde esconderemos a Teresa? -preguntó Marcos-. Me siento responsable de ella.

– En algún lugar donde no la encuentren y desde donde no pueda ponerse en contacto con nadie -dijo Rio.

– Adán tiene un primo -dijo Conner- que no vive lejos del lugar al que nos dirigimos. Si no puedo persuadir al doctor de que nos ayude, podemos recurrir a él.

– ¿Cuánto conoces al doctor? -preguntó Rio.

– Bastante bien. Él y mi madre eran amigos. Jugaban al ajedrez. De hecho me enseñó a jugar al ajedrez. Nunca traicionaría a nuestra gente.

– Cambia de lugar conmigo -dijo Elijah, con voz fatigada.

Isabeau oyó crujidos en el asiento trasero.

– Por ese camino, Felipe -gritó Conner-. La tercera granja. Ahora que está retirado, ejerce la práctica en su domicilio.

La carretera estaba llena de profundos baches. Podía imaginarse a un leopardo eligiendo ese lugar para vivir. El bosque invadía las casas y las granjas estaban bien distanciadas una de otra, lo que otorgaba abundante intimidad. Pasaron dando botes frente a las dos primeras granjas, en ambas ocasiones salió alguien al porche para atestiguar que pasaban. Era evidente que los motivaba algo más que la curiosidad y ella se preguntó si también serían leopardos. Se dio cuenta de que volvía a ponerse nerviosa, o tal vez su ansiedad no había tenido oportunidad de disiparse. El hecho de que todos los hombres comprobaran sus armas y Rio le deslizara una pequeña Glock, no ayudó mucho.

– Tómala -siseó-. Solo por si acaso.

Descubrir la forma en que tenían que vivir estos hombres fue toda una revelación. Sabía que era lo que habían elegido y que ella también estaba optando al igual que ellos, porque ella elegía a Conner ahora y siempre. Tomó el arma y la comprobó para asegurarse que tenía el cargador lleno y el seguro puesto.

Elijah volvió a tomar el lugar de Conner para que éste pudiera ponerse un par de vaqueros antes de que Rio abriera la parte trasera del SUV. Se dirigieron hacia el porche juntos. Conner llamó a la puerta y aguardó. Pudo oír movimientos: a una, no, a dos personas. Una tenía el andar más pesado que la otra. La de andar más pesado se acercó a la puerta y la abrió, no sólo una rendija para espiar, sino más bien ampliamente, como dando la bienvenida.

– ¿Qué puedo hacer por…? -la voz se quebró al ver el cuerpo desgarrado de Conner-. Entra.

– Doctor, soy Conner Vega. ¿Me recuerda? Tengo a un muchacho en mal estado. En muy mal estado. Un ataque de leopardo. Necesitamos su ayuda.

El doctor no formuló preguntas sino que les hizo señas para que entraran al muchacho.

– Lo siento, Doc, pero debemos saber quién está en su casa -dijo Conner.

– Mi esposa Mary -respondió el doctor sin vacilar-. Tráelo dentro, Conner. Si es tan mortal como insinúas y tu amigo tiene que efectuar un registro, dile que se apresure.

Rio entró a la casa y Conner corrió de regreso al SUV, haciéndoles señas a los demás para que llevaran a Jeremiah. Isabeau se puso a la retaguardia para proteger a Elijah mientras llevaba a Jeremiah a la casa. Leonardo se quedó en el porche. Felipe y Marcos se fueron en el coche, llevándose a Teresa con ellos, presumiblemente hacia la casa del primo de Adán, pues sabían que allí el hombre de la tribu la cuidaría.

– Heridas punzantes en el cuello. Hemos estado respirando por él la mayor parte del tiempo -explicó Conner mientras Elijah tendía a Jeremiah en la mesa de la pequeña oficina del doctor.

Colgaron la bolsa de fluidos en el gancho y se apartaron para dejarle espacio al doctor.

– ¡Mary! -gritó el doctor-. Te necesito. Esto es más importante que tu comedia.

Ella entró, era una mujer pequeña con cabello cano y ojos risueños.

– Yo no miro comedias, vejestorio y tú lo sabes.

Le dio un golpe con un periódico enrollado cuando pasó junto a él, de camino hacia el fregadero donde se lavó las manos y se puso guantes.

– Sal de aquí, Conner. Pero no te vayas lejos. Eres el siguiente y luego la joven -ordenó el doctor gruñón-. Y no te pasees como sueles hacerlo. Siéntate antes de que te caigas. Hay café caliente en la cocina.

Mary los miró por encima del hombro.

– Y pan fresco debajo del paño de cocina -dijo antes de inclinarse sobre Jeremiah.

Conner los observó trabajar juntos fluidamente, casi sin hablarse, pasándose instrumentos uno a otro, el doctor gruñía y negaba con la cabeza ocasionalmente.

Isabeau enlazó los dedos con los de él y lo miró a la cara. Estaba exhausta y preocupada. Él le apretó la mano y tiró, saliendo de la habitación. Elijah los siguió renuentemente.

– ¿Es bueno? -preguntó.

Conner asintió.

– Todos los leopardos acudían a él. Puede que ahora esté retirado, pero sabe lo que hace. No lo dejará morir si existe la posibilidad de salvarlo. Su nombre es Abel Winters. Doctor Abel Winters. Vivió en nuestro pueblo durante un tiempo, pero se fue antes de que mi madre y yo lo hiciéramos. Obviamente era muy joven y probablemente fuera a estudiar. En realidad yo no lo recuerdo, porque era muy pequeño pero mi madre sí. Ella conocía a todo el mundo en nuestro pueblo.

Miró a su alrededor buscando una toalla que pudiera mojar para intentar limpiar algo de la sangre que lo cubría antes de sentarse

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