No había sabido que era adoptada hasta después de que su leopardo hubiera arañado la cara de Conner. Instintivamente sus dedos fueron a la cara del felino. Había cuatro surcos profundos allí. Acarició con pequeñas caricias las cuatro cicatrices. De algún modo estaba refugiada de la lluvia por las anchas hojas de arriba, pero de vez en cuando unas pocas gotas caían en un hilito constante por la espalda. Se retorció incómodamente.
Instantáneamente el leopardo se levantó. Sentándose, era más alto que ella. Su cara ancha y fuerte. Levantó la mirada a los árboles circundantes como si los estudiara antes de volverse a ella de nuevo. Esperó mientras ella se ponía lentamente de pie. Ella sabía que él quería que dejara el suelo y subiera a los árboles, una reacción instintiva del leopardo.
– Podemos volver a la cabaña y sentarnos en el porche -sugirió apresuradamente.
Estaba un poco nerviosa rodeada por la absoluta oscuridad, esos ojos dorados resplandecían sobre ella. Y no quería ver a ningún insecto viniendo hacia ella en enjambres. En la mayor parte, los mosquitos y otros bichos que picaban o mordían mantenían la distancia, pero siempre había enjambres de hormigas a los que enfrentarse. Nunca lo admitiría en voz alta, después de todo, la profesión que había escogido la mantenía en la selva tropical, pero las hormigas en particular, le provocaban pesadillas. Era bastante cómico estar ahí de pie con los dedos enterrados en la piel de un leopardo y rastrear la vegetación agitada en busca de hormigas.
Isabeau tomó un paso tentativo hacia la cabaña. Siempre había tenido un sentido de la orientación asombroso, incluso en el interior de la selva tropical, aunque nunca entraba sin un guía, pero ahora se sentía más segura. Dio otro paso lento, el corazón le martilleaba con fuerza, deseando que él la siguiera. El leopardo se movió a su lado, manteniendo el cuello bajo la palma y su cuerpo contra la pierna mientras se movían juntos por la espesa maleza.
Queriendo mantener la mente fija de Conner en ella y lejos de la pérdida de su madre, Isabeau siguió hablando.
– Cuando era niña, recuerdo que mi padre solía intentar llevarme a esos parques donde tienen montañas rusas y yo los odiaba. Era muy aventurera, así que él nunca pudo comprender porqué no me gustaba ese movimiento. Cada vez que montaba en una de ellas, algo dentro de mí se volvía loco. Debe haber sido mi gata, pero por supuesto en aquel momento no lo sabía. -Suspiró-. Adivino que no sabía muchas cosas entonces.
Caminaron entre los árboles. Podía oír el latido salvaje de su corazón. Iba a contárselo y traicionar a su padre aún más. Pero se lo debía.
– Le conté a tu madre lo de la montaña rusa y lo de los hombres con los que mi padre siempre se reunía en los parques. -Podía oír el temblor en su voz, pero no lo podía controlar y supo que Conner lo podía oír también, especialmente con las orejas sensibles del leopardo.
Bajo la mano, los músculos se tensaron pero él no rompió la zancada. Siguió andando con ella y eso le dio el valor de confesar.
– Nunca puse atención a los hombres con los que se encontraba a menudo, porque no me gustaban. Había algo acerca de su olor. -Curvó los dedos más profundamente en la piel-. Podía oler cosas a kilómetros. Me volvía loca. Esos hombres se le acercaban cuando tomábamos un helado. Papá siempre me llevaba a ese puesto y los mismos dos hombres se encontraban con él y le entregaban un paquete. Él les daba un sobre. Era una niña, Conner y no me di cuenta, ni siquiera pregunté, que le pagaban por algo, o que la razón de que esos hombres olieran mal era porque hacían algo malo.
No se había dado cuenta de cuán fácil sería, el alivio que era poder contarlo. En su forma de leopardo, no tenía que enfrentarse a los ardientes ojos y saber que él estaba juzgándola. De niña, no había sospechado en que estaba metido su padre, pero como mujer adulta, debería haber sido capaz de encajar las piezas del puzzle. Debería haberlo sabido: todos los signos estaban allí, sólo que no había abierto los ojos.
– Lo hizo por mí -dijo suavemente, odiando la verdad-. Quería el dinero para mí. -La garganta le ardía. Su padre era médico, dedicado a salvar vidas. Había jurado salvar otras, pero les había vendido información a un grupo de terroristas, información que llevó al secuestro y muertes de muchas personas con el paso de los años.
El leopardo empujó la cabeza más cerca de ella, acariciándole el muslo con la nariz como si la consolara. Estaba agradecida de que Conner no cambiara a su forma humana. Necesitaba decir esto y era mucho más fácil hablar con el leopardo allí en la oscuridad. Tomó otro aliento y levantó la cara a la lluvia limpiadora. Las gotas eran más lentas, más niebla espesa que lluvia, pero se sentía bien sobre la cara abrasadora.
– Sé que será difícil que lo creas, pero mi padre era un buen hombre. No sé qué sucedió, porqué pensó que necesitaríamos esa clase de dinero manchado de sangre. Hizo bastante dinero como médico. Después de que muriera, lo heredé todo. Repasé sus libros con cuidado.
Tropezó con una pequeña rama oculta en lo profundo de las capas de hojas y la vegetación en podredumbre. El felino se movió fluidamente delante de ella, evitando que cayera al suelo. Ella tuvo que agarrar puñados de piel para mantenerse erguida, curvando los dedos en el pellejo. Por un momento enterró la cara en el cuello, frotando la cara mojada en la gruesa piel. Asombraba sentirse tan cómoda con el animal cuando el hombre la volvía loca por dentro. Dio una pequeña risa de auto desaprobación.
– Quizá deberías permanecer como leopardo.
Sintió que el gran felino se tensaba, los músculos se flexionaron mientras la cabeza subía en alerta. Abrió la boca en un gruñido silencioso, mostrando los dientes, los ojos ardiendo. Ella miró en esa dirección, de vuelta hacia la cabaña. No podía ver ni oír nada en absoluto, pero confiaba en los sentidos del animal y retrocedió detrás de él. Esperaron en silencio y luego Elijah salió de los árboles.
– Rio me ha enviado -dijo apresuradamente-. Estaba preocupado porque tu mujer se metiera en problemas. -Se paró bruscamente en el momento que vio al leopardo agachado, pero parecía relajado.
Isabeau trató de colocarse por delante. Era guapo. Intrigante incluso. La misma aura peligrosa que rodeaba a Conner le envolvía también y parecía vagamente familiar. Un hombre como Elijah era dificil de olvidar, pero no recordaba a nadie más que hubiera asaltado el complejo a donde su padre había ido para advertir a sus amigos. Por lo que ella sabía, este hombre podía ser el que disparó a su padre.
– Estoy bien. Le encontré sin problemas -contestó.
– Ya lo veo. -Elijah le estudió la cara-. Yo no le disparé, a tu padre, quiero decir. No le disparé.
Ella tragó con fuerza, pero no mordió el anzuelo.
– Eso es lo que te preguntabas. Lo habría hecho sin vacilación -admitió honestamente-, para salvar la vida de Conner, pero no fui el primero en entrar. Me pregunto qué hacías allí.
Ella se quedó rígida Nadie había pensado en hacerle esa pregunta. Ni una persona. Ni siquiera Conner antes de que le arañara la cara. Ella había estado tan conmocionada, tan traumatizada, pero aún entonces, había esperado la pregunta, preguntándose cómo la contestaría. Ahora, aquí en la selva con la niebla cubriéndola y un leopardo apretándose contra las piernas, lo supo.
– Estaba preocupada por la manera en que mi padre había estado comportándose. No era racional. Sabía que estaba trastornado, pero se había vuelto reservado y… -Las palabras se desvanecieron, dándose cuenta de lo que le había enviado a seguirle. Había olido sus mentiras. El recuerdo la atravesó rápidamente, el estómago reaccionó, revolviéndose con la bilis, como había hecho cuando siguió a su padre por las calles de la ciudad y luego por el sendero del río, más y más profundo a la selva tropical de Borneo. El corazón se le había hundido en el pecho y había sabido que no estaba yendo a una urgencia médica.
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