– Muy bien -dijo Jaime cuando la puse al tanto-. Aquí cerquita hay un bar, calle abajo, que tiene la cocina abierta hasta la medianoche. Os veo allí en media hora. Si seguís trabajando, me haréis esperar. Y cuando me dejan sola en un bar, suelo hacer algunos disparates. No lo olvidéis.
* * *
Efectivamente hicimos esperar a Jaime quince minutos, pero sólo porque Lucas tuvo otra idea que quería aclarar inmediatamente. La Camarilla tenía fotos por satélite de Miami. Tal vez con ellas tendríamos más suerte a la hora de identificar la configuración de los edificios que Faye había descrito. El cuartel general de los Cortez nos quedaba de camino, de modo que nos detuvimos allí, y en menos de veinte minutos obtuvimos copias de las fotografías.
A pesar de su amenaza, Jaime no había provocado ningún escándalo en el bar. Por otra parte, no estaba sola. Cuando vi que había otra figura sentada a su mesa, pensé de inmediato en un hombre, pero enseguida advertí que era Cassandra. Lucas, Jaime y yo pedimos la cena, mientras Cassandra daba cuenta de su vino.
Jaime había insistido en que Lucas no examinara las fotografías mientras comíamos, pero en cuanto retiraron los platos, las puso encima de la mesa. Traté de ayudar, pero sólo teníamos una lupa, y los detalles eran demasiado pequeños como para advertirlos a simple vista, de modo que me dejé convencer por Jaime y pedimos un trago.
Con las copas a medias, Cassandra salió con su comentario inoportuno sobre la célebre nigromante, y Jaime, ni corta ni perezosa, le respondió trayendo a colación su tema favorito.
– No estoy muerta -dijo Cassandra separando apenas sus dientes apretados para que lo que decía fuese comprensible.
– ¿Quieres que pongamos a prueba esa teoría? Digamos que encuentras a un tipo tirado en el suelo, y no estás segura de si está vivo o muerto. ¿Cómo te aseguras? Hay tres modos. Los latidos cardíacos, el pulso y la respiración. A ver, Cass, déjame tu muñeca, déjame tomarte el pulso.
Cassandra la miró con enojo y tomó un trago de vino.
– No veo ninguna condensación en esa copa, Cass. Algo me dice que no respiras.
La copa de Cassandra golpeó la superficie de la mesa.
– No estoy muerta.
– Vaya, me recuerdas esa escena cómica de Monty Python. ¿La habéis visto? Están recogiendo a las víctimas de la peste y una dice, una y otra vez: «Todavía no he muerto». Igual que tú, Cassandra, bueno, excepto que tenía acento británico. -Jaime bebió un sorbo-. De cualquier manera, no veo cuál es el problema. Parece que estás viva. ¡Ay, amiga!, los zombis, ésa sí que es una horrible vida después de la muerte.
– Hablando de zombis -empecé a decir, ansiosa de terminar con el tema-. He oído que no sé que nigromante de Hollywood ha resucitado a un verdadero zombi para esa película, a ver, ¿cómo se llamaba?
– ¿La noche de los muertos vivientes? -respondió Lucas.
Su pierna tocó la mía por debajo de la mesa. La primavera anterior habíamos tratado de olvidarnos de un día horrible viendo esa película, antes de pasar a mejores métodos de distracción. Ésa fue nuestra primera noche juntos. Nos miramos y sonreímos los dos, tras lo cual volvió Lucas a su trabajo.
– No, ésa no -dije-. Algo más reciente.
– Ya he oído ese rumor -dijo Jaime-. Bonita historia, pero no es verdad. El único muerto viviente en Hollywood es Clint Eastwood.
Escupí sin querer lo que estaba bebiendo. Jaime me golpeó la espalda y rió.
– Bueno, estoy bromeando. Pero en cierto modo lo parece, ¿no es así? Ese hombre no ha envejecido bien.
– Yo no diría eso -murmuró Cassandra.
– Bueno, yo sí -dijo Jaime-. Y lo que quiero saber es por qué en todas esas malditas películas siempre le ponen de compañera a alguna chiquilla romántica que no tiene ni la mitad de años que tiene él, sino la cuarta parte.
– ¿Celosa? -dijo Cassandra.
– ¡Bah! -dijo Jaime-. Sí, como si yo quisiera andar caminando por ahí con un chico de dieciocho años prendido del brazo. No me opongo a un poco de diversión, pero hay que mantener la dignidad. Ésa es mi regla: tipos que no me lleven más de una década o que no sean más de cinco años más jóvenes. Todo ese tema de las pumas es tan… -Se estremeció y puso cara de disgusto.
– ¿Pumas? -dijo Lucas, levantando los ojos de las fotografías.
– Mujeres que salen con hombres mucho más jóvenes -dije.
– ¿Por qué me miras, Paige? -dijo Cassandra.
– Yo no estaba…
– Difícilmente puedo salir con hombres de mi edad, ¿no te parece? -añadió Cassandra.
Jaime rió.
– Te has apuntado un tanto, Cass. ¿Qué edad tenías cuando morís…, cambiaste? Apostaría a que más o menos mi edad.
– Cuarenta y cinco.
Jaime asintió con la cabeza.
– Si yo pudiera dejar de envejecer a una edad, sería la que tengo ahora. Sé que la mayoría de las mujeres…, vamos, la mayoría de las personas, pensarían en los veinte, tal vez los treinta, pero a mí me gustan los cuarenta. Tienes la experiencia, pero el cuerpo está todavía en perfecto estado de funcionamiento. Una maravillosa edad para una mujer.
Levantó su copa.
– ¡Entérate, Clint!
Pedimos otra ronda de copas, conversamos un poco más, y volvimos a nuestro hotel.
* * *
Cuando estábamos en el avión habíamos quedado con Benicio para desayunar al día siguiente, y así comentar los avances del caso. Ahora que teníamos una pista firme, nos parecía fatal perder el tiempo en algo tan trivial como comer. Pero cuando Lucas sugirió que necesitábamos comenzar nuestra jornada bien temprano, Benicio se ofreció a encontrarse con nosotros en nuestro hotel y desayunar a las seis, asegurándonos que su visita sería corta. No había mucho que pudiéramos decir a ese respecto.
Cuando llegamos al restaurante, Troy se introdujo en él antes que nosotros. Se aproximó a la camarera, le dijo algo en voz baja y le puso en la mano un billete doblado. Un minuto después, la camarera volvió y nos llevó al patio. Nuestra mesa estaba en el rincón más apartado. Las tres mesas más próximas exhibían tarjetas que decían reservada. Supuse que para eso había sido la propina extra, para garantizarnos privacidad. Dado que el restaurante estaba casi vacío a esa hora, se trataba de una petición que se podía satisfacer con facilidad. Troy y Morris se sentaron en la mesa más próxima. Una vez que pedimos lo que queríamos, le pregunté a Benicio si no era posible proporcionarle una enfermera bruja a Faye.
– Un hechizo que la calme, ¿eh? -dijo, mientras desplegaba su servilleta.
– Yo nunca pude hacer funcionar ese hechizo. ¿Crees que ella podría ayudar a los otros residentes, también?
Dudé antes de responder, no porque no estuviese lista para esa pregunta, sino porque el pensamiento de que Benicio Cortez practicara la magia de las brujas…, bueno, me bastaba para dejarme momentáneamente muda.
– Ehm, sí -dije-. Pienso que sí. Por supuesto que sólo se trata de una suposición bien fundamentada. Habría que ponerla a prueba en contacto con los demás residentes.
Expresó su acuerdo con un movimiento de cabeza.
– Entonces contrataré a una bruja a media jornada para Faye, y si puede ayudar también a los demás, el empleo será de jornada completa. Ahora bien, mis contactos con la comunidad de las brujas son, como podrás imaginar, escasos. Podemos discutirlo más adelante, pero voy a necesitar tu ayuda para hallar a alguna persona verdaderamente cualificada…
– Estoy seguro de que puedes hacerlo sin la ayuda de Paige, papá -dijo Lucas-. Las brujas están solicitando empleos en las camarillas todo el tiempo. Recursos Humanos podría proporcionarte todos los nombres que precises para contactar con ellas.
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