Se movía con la gracia ágil y fluida de un felino cazando en la selva, combinando potencia y coordinación. Emma, con sus piernas más cortas, se vio forzada a correr para igualar su larga y pausada zancada. Él bajó la mirada hacia su cabeza inclinada, sus ojos brillaron como el oro, y deliberadamente ralentizó su paso para acomodarse al de ella. Reteniendo casualmente la posesión de su brazo, dejó caer su sombrero de ala en una silla mientras atravesaban la sala de estar de la familia.
– ¿Era Susan Hindman la que vi arriba? -preguntó abruptamente, soltándola cuando entraron en la cocina-. Miraba a hurtadillas sobre el pasamano y me hacía ojitos.
Emma asintió, frotando distraídamente las marcas de los dedos en su brazo.
– Se queda con nosotros mientras su padre está en Londres. Él me lo pidió inmediatamente después de que te fueras. No pensé que te importara. Su institutriz, Dana Anderson, la trajo con un caballero que dijeron que era su tutor, un tal Harold Givens. -A Jake no le gustaban los desconocidos en el rancho.
– ¿Qué te ha estado contando? -Las marcadas facciones de Jake reflejaban tozudez y dureza. Se veía formidable. Aun así, extendió la mano para tomar el brazo de ella con la palma de su mano, su toque era tierno mientras examinaba en su piel las marcas de dedos. Las yemas de sus dedos rozaron las marcas con una caricia, su lento roce enviaba un hormigueo de excitación por sus terminaciones nerviosas a través de su cuerpo.
Ella apartó su mano porque él parecía como si fuera a besarla, y su pulso comenzó a martillar con fuerza, primero en su garganta, luego en sus senos, y finalmente en su centro más femenino. El color alcanzó su cuello. Era muy humillante perder el control de su cuerpo cuando nunca le había ocurrido antes. Él no podía saberlo. Ella no podía delatarse ante su mirada aguda e inquisitiva.
– Lo siento, tienes la piel muy delicada, cariño. Siempre lo olvido. ¿Qué te dijo Susan? -insistió.
Ella se encogió de hombros ligeramente, ignorando las sensaciones extrañas que su cercanía le provocaba.
– Sólo cháchara de chicas. -Ella mantuvo su voz equilibrada pero su toque la había alteraba tanto que no podía enfrentar su mirada.
Él suspiró, sin que sus ojos dorados se apartaran de su cara.
– Dios mío, estoy cansado. Han sido dos largas semanas. ¿Has hecho algo de café?
Ella le dedicó una rápida sonrisa.
– Por supuesto, ya sabes que siempre lo hago. ¿Quieres comer? -Ella le dio una taza humeante. Él parecía cansado, su pelo estaba despeinado y revuelto, justo como a ella más le gustaba.
Él negó con la cabeza.
– El café es genial. He estado soñando con tu café. ¿Dónde están los monstruitos?
– Jugando arriba. Me sorprende que no estén ya aquí abajo. No han debido de oírte entrar. -Ella le observó echar a un lado su abrigo y hundirse en una de las sillas de la cocina. Inconscientemente, Emma extendió la mano y apartó un mechón revoltoso en su frente.
Él inclinó la silla, sus ojos dorados fijos en el pulso palpitante en el hueco de la garganta de ella. Ella se movió con una curiosa, delicada y femenina retirada. Una sonrisa torcida tocó su boca. Él deliberadamente permitió a sus ojos una exploración perezosa del cuerpo suave y curvilíneo.
– ¿Los niños han sido buenos?
– Siempre son buenos, aunque te echaron de menos, si eso es lo que preguntas. -Emma se sirvió una taza de café y se apoyó contra el fregadero, a una pequeña pero relativamente segura distancia de él.
– ¿Y tú qué? ¿Me echaste menos? -Su voz era un susurro suave, como un roce de dedos por su piel.
Un ligero rubor coloreó su cara. Ella adoraba el sonido de su voz.
– Por supuesto que te eché de menos. Siempre te añoro. -Y lo hacía, tan arrogante y mandón como era-. Esperaba que volvieras hoy a casa.
– ¿Por qué hoy? -Él tomó otro sorbo de café con una sonrisa apreciativa-. Esto es mejor que el oro. De verdad que echo de menos tu café cuando estoy fuera.
– Es tu cumpleaños.
Jake entrecerró sus ojos, sentándose más derecho, observando a Emma cruzar la habitación hacia las alacenas de la pared. Ella tuvo que estirarse, poniéndose de puntillas, pero logró bajar un paquete grande y plano. Él intentó no reaccionar, tensándose, para no levantarse y salir. Era un regalo de cumpleaños, no era gran cosa, y de ningún modo podía decirle que no lo quería, no sabía qué hacer con ello. Las pequeñas bondades eran demasiado duras de aceptar. Ella tenía una mirada en su cara que era un regalo de cumpleaños en sí misma, y más de lo que él alguna vez pudiera desear.
Emma había hecho de su casa un hogar. Ella siempre iba más allá, siempre mostrándole de muchas formas que él era importante para ella. Como ahora. Colocó su taza de café sobre la mesa, temiendo que sus manos temblaran y le delataran. Debería haberse percatado de que ella recordaría que dos años atrás, cuando ella estuvo en el hospital, se lo había dicho. Apenas era consciente de algo, angustiada y asustada, pero ella recordaba un detalle tan trivial como su cumpleaños.
Ella había insistido en celebrar el cumpleaños de Kyle, pero eso era diferente, muy diferente bajo el punto de vista de él. Se levantó, el leopardo en él inquieto ante su repentino estado de alerta, con la adrenalina extendiéndose por sus venas.
– Lo hice para ti.
Joshua había informado sobre el viaje de ella hasta el pueblo. Él había considerado enviar unos guardaespaldas con ella, hombres que ella no sabría que estaban allí para protegerla. Esta era la razón. Este paquete que ella le tendía. Lo tomó de su mano, asombrado por su peso. Ella parecía ansiosa.
– La gran pregunta -bromeó ella, apoyándose alternativamente de un pie al otro-. ¿Qué le compra una al hombre que lo tiene todo?
Él colocó el paquete sobre la mesa, pasando su mano sobre el fino papel, las yemas de sus dedos absorbiendo la textura. Su primer regalo de cumpleaños. Una parte de él todavía no confiaba en el sentimiento y quería correr, pero otra parte quería saborear el momento, para prolongar la anticipación de ver lo que ella tenía sólo para él.
Él tomó aliento, lo expulsó y arrancó de un tirón el papel. Su propia cara lo miraba, medio hombre, medio leopardo. El poder del leopardo estaba en los ojos dorados, enfocados y clavados en él desde cualquier ángulo. La pintura era asombrosa, y captaba la quietud y un misterio salvaje e indómito. Más que eso, el pintor parecía conocer el tema, cada línea, cada curva, la fuerza y la lejanía, aunque cada pincelada transmitía una caricia, una mano cariñosa.
Él no podía hablar, sus cuerdas vocales estaban paralizadas. ¿Lo sabía ella? No era una imagen del cambio mismo, más bien un cuadro de una personalidad cambiante. Éste no era el trabajo de un aficionado, aunque había una cierta crudeza en la pintura. Ella era buena. Más que buena.
– No tienes que colgarlo si no te gusta, Jake. Te gustan tanto los leopardos. Siempre te veo tocando la escultura de bronce que tienes al lado de la escalera. Y tu oficina tiene unas pinturas y esculturas asombrosas de leopardos. Pensé que te gustaría…
Los dedos de él se curvaron alrededor de su nuca, atrayéndola hacia él, puso el pulgar bajo su barbilla, forzándola a elevar el rostro hacia su boca descendente.
Emma se aterrorizó, observando sus ojos amenazantes justo antes de sentir su aliento. Su corazón se estremeció. Los labios de él eran como terciopelo suave, firme, tan caliente e insistente. Alas de mariposa revolotearon en su estómago. Su lengua acariciada las comisuras de la boca de ella y Emma no pudo detener el suspiro que se le escapó. Él metió su otra mano entre el pelo de ella, dirigiendo su cabeza, moviéndola hacia el ángulo perfecto para darle acceso.
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