Karin Slaughter - Perseguidas

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Hay muchas formas de morir, pero unas son más aterradoras que otras… Un paseo por el bosque se convierte en algo siniestro para el jefe de policía Jeffrey Tolliver y la forense Sara Linton, cuando topan con el cuerpo de una joven. Las evidencias iniciales sugieren que ha sido asustada literalmente hasta la muerte. Pero cuando Sara comienza a hacer la autopsia, algo todavía más horripilante sale a la luz… Algo que incluso conmociona a Sara. La detective Lena Adams es llamada durante sus vacaciones para resolver el caso, y la pista pronto conduce al condado vecino, una comunidad aislada, y a un terrible secreto.
Aunque la policia lo ignora, no es la primera vez que ocurre, y quizá tampoco sea la última. Aquella desdichada joven, sepultada en vida no es sólo la víctima de un crimen atroz. Para su asesino es fruto de cumplir con su obligación. Abby Bennett merecía terminar así, y también las otras, perseguidas y condenadas a pagar el precio de sus actos.

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Lena estaba tan absorta en sus pensamientos que el teléfono sonó varias veces antes de que Nan preguntase a voz en grito:

– ¿No vas a cogerlo?

Lena descolgó el auricular sólo un segundo antes de que saltase el contestador.

– ¿Sí?

– Lena -dijo Jeffrey-. Sé que te di la mañana libre…

El alivio la invadió como un rayo de sol.

– ¿Cuándo me necesitas?

– Estoy delante de tu casa.

Lena se acercó a la ventana y vio su coche patrulla blanco.

– Dame un minuto para cambiarme.

Reclinada en el asiento del acompañante, Lena contemplaba el paisaje mientras Jeffrey conducía por una carretera de grava en los aledaños del pueblo. El condado de Grant se componía de tres municipios: Heartsdale, Madison y Avondale. Heartsdale, sede del Instituto de Tecnología de Grant, era la joya del condado, y con sus enormes mansiones anteriores a la guerra y casas de cuentos de hadas, desde luego lo parecía. En comparación, Madison era un pueblucho, una versión de segunda de lo que debería ser una población, y Avondale, desde que el ejército había cerrado la base militar, era directamente el culo del mundo. Lena y Jeffrey tuvieron la mala suerte de que la llamada viniera de Avondale. Todos los policías que Lena conocía temían las llamadas de esa parte del condado, donde a causa de la pobreza y los odios el pueblo entero parecía una olla a punto de romper a hervir.

– ¿Has acudido alguna vez a una llamada tan lejos? -preguntó Jeffrey.

– Ni siquiera sabía que aquí hubiera casas.

– No las había la última vez que pasé. -Jeffrey le entregó una carpeta; encima, sujeto con un clip, había un papel que contenía las indicaciones-. ¿Qué carretera tenemos que coger?

– La de Plymouth -leyó ella. En el margen superior había un nombre-. ¿Ephraim Bennett?

– El padre, por lo visto.

Jeffrey aminoró la velocidad para poder leer un cartel con el rótulo desdibujado. Era gris y verde con letras blancas, pero tenía algo de casero, como si lo hubiesen hecho con material de bricolaje.

– Nina Street -leyó ella, preguntándose cuándo se habían construido todas aquellas carreteras.

Después de trabajar con la policía de carreteras durante casi diez años, Lena pensaba que conocía el condado mejor que nadie. Al mirar alrededor, se sintió como si estuviera en territorio extranjero.

– ¿Seguimos en Grant? -preguntó ella.

– Justo en el límite -contestó él-. El condado de Catoogah está a la izquierda y Grant a la derecha.

Volvió a reducir la marcha al pasar junto a otro cartel.

– Pinta Street -informó ella-. ¿Quién fue el primero en atender la llamada?

– Ed Pelham -contestó Jeffrey, casi escupiendo el nombre. La superficie del condado de Catoogah no llegaba a la mitad de la de Grant y sólo tenía un sheriff y cuatro ayudantes. El año anterior, Joe Smith, el afable abuelo que había ocupado el cargo de sheriff durante treinta años, había caído fulminado por un infarto durante un discurso inaugural en el club Rotario, desencadenando una feroz carrera política entre dos de sus ayudantes. El resultado de las elecciones había sido tan ajustado que, conforme a las leyes del condado, el ganador se decidió lanzando una moneda al aire tres veces. Ed Pelham había accedido al puesto con el apodo de «El cincuenta centavos», y las dos monedas de veinticinco que le abrieron el camino no fueron la única razón; su valía también tuvo que ver con que era tan vago como afortunado, pues no tenía ningún reparo en dejar que otros hicieran el trabajo por él siempre y cuando él llevara el sombrero de ala ancha y recogiera la paga.

– Uno de sus ayudantes recibió la llamada anoche -explicó Jeffrey-. Pero él no la ha comunicado hasta esta mañana, al darse cuenta de que no entraba en su jurisdicción.

– ¿Te ha telefoneado Ed?

– Ha telefoneado a la familia y le ha dicho que tenía que ponerse en contacto con nosotros.

– Un encanto -dijo ella-. ¿Sabía algo de nuestra desconocida?

Jeffrey fue más diplomático de lo que habría sido Lena.

– Aunque se le estuviera quemando el culo, ese soplapollas no se enteraría de nada.

Lena soltó una risotada.

– ¿Quién es Lev?

– ¿Cómo?

– El nombre apuntado aquí abajo -explicó ella, mostrándole el papel-. Has escrito «Lev» y lo has subrayado.

– Ah -contestó Jeffrey, obviamente sin prestarle la menor atención mientras aminoraba para leer otro cartel.

– Santa Marla -leyó Lena, reconociendo los nombres de las naos por la clase de historia del instituto-. ¿Y aquí quién vive? ¿Un puñado de peregrinos?

– Los peregrinos vinieron en el Mayflower.

– Ah -dijo Lena.

Por algo la psicologa del instituto le había dicho que la universidad no era apta para todo el mundo.

– Colón capitaneó la Niña, la Pinta y la Santa Marla.

– Ya. -Percibió la mirada de Jeffrey, que debía de pensar que ella no tenía nada en la cabeza-. Colón.

Por suerte, Jeffrey cambió de tema.

– Lev es el que nos ha llamado esta mañana -aclaró Jeffrey, y volvió a acelerar. Los neumáticos despidieron grava hacia atrás y Lena, por el retrovisor lateral, vio formarse una polvareda-. Es el tío. He devuelto la llamada y he hablado con el padre.

– Conque el tío, ¿eh?

– Sí -respondió Jeffrey-. A ése no le quitaremos el ojo de encima. -Frenó hasta detener el coche en una cerrada curva a la izquierda después de la cual la carretera quedaba cortada.

– Plymouth -dijo Lena, señalando un estrecho camino de tierra a la derecha.

Jeffrey dio marcha atrás para poder girar sin caer en una zanja.

– He introducido sus nombres en el ordenador.

– ¿Algún resultado?

– El padre tiene una multa por exceso de velocidad en Atlanta de hace dos días.

– Una buena coartada.

– Atlanta no está tan lejos -comentó él-. ¿A quién demonios se le ocurre vivir aquí?

– A mí no -contestó Lena.

Miró los ondulados prados por la ventanilla. Las vacas pacían y un par de caballos galopaban a lo lejos como salidos de una película. Para algunos, aquello sería parte del paraíso, pero Lena necesitaba algo más que pasarse el día mirando a las vacas.

– ¿Cuándo llegó aquí todo esto? -preguntó Jeffrey.

Lena miró hacia el lado opuesto de la carretera y vio extensas tierras de labranza, hilera tras hilera de plantas.

– ¿Son cacahuetes? -preguntó ella.

– Me parecen un poco altos para eso.

– ¿Qué más se cultiva aquí?

– Republicanos y paro -contestó él-. Esto debe de ser algún tipo de explotación agrícola. Nadie podría permitirse cultivar una superficie como ésta por su cuenta.

– Ahí está.

Lena señaló un cartel al final de un camino de acceso serpenteante que conducía a una serie de edificios. En elegantes letras doradas se leía: COOPERATIVA DE SOJA DE CULTIVOS SAGRADOS. Debajo, en letras más pequeñas, rezaba: FUNDADA EN 1984.

– ¿Esto va de hippies? -preguntó Lena.

– A saber -contestó Jeffrey, y subió la ventanilla al percibir una vaharada de olor a estiércol en el coche-. Me horrorizaría tener que vivir cerca de aquí.

Lena vio un enorme granero de aspecto moderno y delante un grupo de al menos cincuenta trabajadores. Debían de estar haciendo un descanso.

– Por lo visto, la soja es un buen negocio.

Jeffrey redujo la marcha hasta detenerse en medio del camino.

– ¿Saldrá este sitio en el mapa?

Lena abrió la guantera y sacó el plano por hojas del condado de Grant e inmediaciones. Mientras pasaba las páginas, buscando Avondale, Jeffrey dejó escapar una maldición y se dirigió hacia la granja. Una de las cosas que le gustaban a Lena de su comisario era que no temía pedir indicaciones. Greg era igual; siempre era Lena quien decía que debían seguir un par de kilómetros más por si tenían suerte y encontraban el lugar que buscaban.

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