Karin Slaughter - Perseguidas

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Hay muchas formas de morir, pero unas son más aterradoras que otras… Un paseo por el bosque se convierte en algo siniestro para el jefe de policía Jeffrey Tolliver y la forense Sara Linton, cuando topan con el cuerpo de una joven. Las evidencias iniciales sugieren que ha sido asustada literalmente hasta la muerte. Pero cuando Sara comienza a hacer la autopsia, algo todavía más horripilante sale a la luz… Algo que incluso conmociona a Sara. La detective Lena Adams es llamada durante sus vacaciones para resolver el caso, y la pista pronto conduce al condado vecino, una comunidad aislada, y a un terrible secreto.
Aunque la policia lo ignora, no es la primera vez que ocurre, y quizá tampoco sea la última. Aquella desdichada joven, sepultada en vida no es sólo la víctima de un crimen atroz. Para su asesino es fruto de cumplir con su obligación. Abby Bennett merecía terminar así, y también las otras, perseguidas y condenadas a pagar el precio de sus actos.

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– Ah -exclamó Esther, sorprendiéndose cuando Lena entró en la cocina.

La mujer sostenía una foto y pareció dudar si enseñársela. Pero al fin se decidió y se la ofreció. Era de una niña de unos doce años, con dos largas trenzas castañas.

– ¿Abby? -preguntó Lena, y tuvo la certeza de que ésa era la chica que Jeffrey y Sara habían encontrado en el bosque.

Esther observó a Lena, como si intentara adivinarle el pensamiento. Por lo visto, prefirió permanecer en la ignorancia, porque enseguida le dio la espalda a Lena y volvió a su trabajo en la cocina.

– A Abby le encanta la limonada -comentó-. La toma muy dulce; a mí, en cambio, no me gusta con azúcar.

– A mí tampoco -dijo Lena, no porque fuera cierto, sino por complacer.

Se sentía nerviosa desde el instante en que puso los pies en esa casa. Como policía, había aprendido a confiar en sus primeras impresiones.

Esther partió un limón por la mitad y extrajo el zumo a mano con un exprimidor metálico. Ya iba por el sexto limón, y el cuenco debajo del exprimidor estaba casi lleno.

– ¿Puedo ayudarla? -preguntó Lena, pensando que las únicas bebidas que ella preparaba iban en sobres y solían mezclarse con una batidora.

– Ya casi he acabado -respondió Esther, y luego, como si hubiera insultado a Lena de algún modo, añadió en tono de disculpa-: La jarra está al lado de la cocina.

Lena se acercó al armario y sacó una gran jarra de cristal. Pesaba bastante y debía de ser antigua. Sosteniéndola con las dos manos, la llevó a la encimera.

– ¡Cuánta luz hay aquí! -comentó por decir algo.

Un gran tubo de neón colgaba del techo, pero no estaba encendido. Iluminaba la cocina el sol que entraba por tres ventanales en la pared del fregadero y por dos claraboyas alargadas encima de la mesa. Como el resto de la casa, la cocina era sencilla, y Lena sintió curiosidad por saber cómo era la gente que optaba por vivir con semejante austeridad.

Esther alzó la vista hacia el sol.

– Sí, resulta agradable, ¿verdad? La construyó el padre de Ephraim, desde los cimientos hasta el techo.

– ¿Cuánto hace que se casó?

– Veintidós años.

– ¿Abby es la mayor?

Sonrió mientras sacaba otro limón de la bolsa.

– Exacto.

– Al llegar hemos visto a dos chicos.

– Rebecca y Zeke -dijo Esther sin dejar de sonreír con orgullo-. Becca es mía. Zeke es de Lev y su difunta esposa.

– Conque dos chicas, ¿eh? -observó Lena, sintiéndose como una idiota-. Debe de ser una gran satisfacción para una madre.

Esther hizo rodar un limón por la tabla de cortar para ablandarlo.

– Sí -contestó, pero Lena percibió una vacilación en su voz.

Lena contempló el prado por la ventana. Vio unas cuantas vacas tumbadas bajo un árbol.

– Esa granja de enfrente… -empezó a decir.

– La cooperativa -interrumpió Esther-. Es donde conocí a Ephraim. Fue a trabajar allí… esto… debió de ser justo después de que mi padre iniciara la segunda fase de ampliación a mediados de los ochenta. Nos casamos y poco después vinimos a vivir aquí.

– Usted debía de tener más o menos la edad de Abby ahora -adivinó Lena.

Esther alzó la vista, como si no se le hubiese ocurrido.

– Sí -contestó-. Es verdad. Yo acababa de enamorarme y me había independizado. Tenía el mundo entero a mis pies.

Estrujó otro limón en el exprimidor.

– Ese hombre mayor con el que nos hemos encontrado -empezó a decir Lena-, Cole…

Esther sonrió.

– Está en la granja desde siempre. Mi padre lo conoce hace años.

Lena esperó a que dijera algo más, pero Esther calló. Como Lev, parecía reacia a dar información sobre Cole, y eso avivó aún más la curiosidad de Lena por ese hombre.

Se acordó de la pregunta que Lev había eludido poco antes y se le antojó que ése era un momento tan bueno como cualquier otro para repetirla.

– ¿Abby se ha fugado alguna vez?

– Ah, no, no es esa clase de chica.

– ¿Y cómo son las chicas que se fugan? -se interesó entonces Lena, preguntándose si Esther sabía que su hija estaba embarazada.

– Abby está muy unida a su familia. Nunca sería tan desconsiderada con nosotros.

– A veces a esa edad las chicas hacen cosas sin pensar en las consecuencias.

– Eso sería más propio de Becca -dijo Esther.

– ¿Rebecca se ha fugado?

En lugar de contestar a su pregunta, la mujer dijo:

– Abby nunca pasó por esa fase de rebeldía. En ese sentido se parece mucho a mí.

– ¿Y eso a qué se debe?

Esther iba a responder esta vez, pero cambió de parecer. Cogió la jarra y vertió en ella el zumo de limón. Se acercó al fregadero y, tras abrir el grifo, dejó correr el agua para que se enfriara.

Lena no sabía si la mujer era reticente por naturaleza o si veía la necesidad de censurar sus respuestas por temor a que su hermano se enterara de que había hablado más de la cuenta. Buscó una manera de sonsacarle información.

– Yo era la pequeña -dijo, cosa que era verdad, aunque sólo se llevaba un par de minutos con su hermana-. Y siempre me metía en líos.

Esther asintió, pero no dijo nada más.

– Cuesta aceptar que tus padres son personas de verdad -añadió Lena-. Te pasas la vida exigiéndoles que te traten como a un adulto, y en cambio no estás dispuesta a hacer eso mismo con ellos.

Esther miró por encima del hombro hacia el largo pasillo antes de decir:

– Rebecca se fugó el año pasado. Volvió al día siguiente, pero nos dio un buen susto.

– ¿Y Abby no ha desaparecido nunca? -repitió Lena.

Esther respondió casi en un susurro:

– A veces se iba a la granja sin decirnos nada.

– ¿Ahí enfrente?

– Sí, ahí al lado. Ahora que lo pienso, fue una tontería preocuparse. La granja es una prolongación de la casa. Abby no corría peligro. Sólo nos preocupamos a la hora de cenar, cuando no supimos nada de ella.

Lena se dio cuenta de que la mujer se refería a un día concreto y no a algo que pasara a menudo.

– ¿Abby se quedó allí a dormir?

– Con Lev y mi padre. Viven allí con Mary. Mi madre murió cuando yo tenía tres años.

– ¿Quién es Mary?

– Mi hermana mayor.

– ¿Mayor que Lev?

– Ah, no. Lev es el mayor. Luego viene Mary, después Rachel, Paul y finalmente yo.

– Menuda familia -se admiró Lena, pensando que la madre debió de morir de agotamiento.

– Mi padre fue hijo único y quiso tener muchos niños a su alrededor.

– ¿Su padre es el dueño de la granja?

– La familia posee gran parte de ella junto con otros inversores -respondió Esther mientras abría un armario y sacaba una bolsa de azúcar de un kilo-. Mi padre la fundó hace más de veinte años.

Lena intentó formular la siguiente pregunta con tacto.

– Creía que las cooperativas eran propiedad de los trabajadores.

– Todos los trabajadores tienen la oportunidad de invertir después de pasar dos años en la granja -explicó mientras medía una taza de azúcar.

– ¿De dónde vienen estos trabajadores?

– De Atlanta en su gran mayoría. -Revolvió la limonada con una cuchara de madera para mezclar el azúcar-. Algunos están de paso, en busca de unos meses de soledad. Otros quieren un estilo de vida distinto y deciden quedarse. Los llamamos «almas», porque parecen almas perdidas. -Una sonrisa irónica asomó a sus labios-. No soy una ingenua. Algunos se esconden descaradamente de la ley. Por eso siempre vacilamos antes de llamar a la policía. Lo que queremos es ayudarlos, no esconderlos, pero algunos huyen de cónyuges o padres que los maltratan. No podemos proteger sólo a las personas con las que estamos de acuerdo. O todo o nada.

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