Karin Slaughter - Perseguidas

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Hay muchas formas de morir, pero unas son más aterradoras que otras… Un paseo por el bosque se convierte en algo siniestro para el jefe de policía Jeffrey Tolliver y la forense Sara Linton, cuando topan con el cuerpo de una joven. Las evidencias iniciales sugieren que ha sido asustada literalmente hasta la muerte. Pero cuando Sara comienza a hacer la autopsia, algo todavía más horripilante sale a la luz… Algo que incluso conmociona a Sara. La detective Lena Adams es llamada durante sus vacaciones para resolver el caso, y la pista pronto conduce al condado vecino, una comunidad aislada, y a un terrible secreto.
Aunque la policia lo ignora, no es la primera vez que ocurre, y quizá tampoco sea la última. Aquella desdichada joven, sepultada en vida no es sólo la víctima de un crimen atroz. Para su asesino es fruto de cumplir con su obligación. Abby Bennett merecía terminar así, y también las otras, perseguidas y condenadas a pagar el precio de sus actos.

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La noche anterior Ethan la había localizado en su casa tras sonsacarle a Hank su paradero. Lena le había contado el verdadero motivo de su regreso, que Jeffrey la había llamado para pedirle que volviera, y preparó el terreno para verlo poco en los días siguientes diciéndole que tenía que concentrarse en el caso. Ethan era listo, quizá más que Lena en muchos aspectos, y cada vez que percibía que ella empezaba a distanciarse, decía las palabras adecuadas para que tuviera la sensación de que podía elegir. Por teléfono, con una voz suave como la seda, le había dicho que hiciera lo que le pareciese más oportuno y que lo llamase cuando pudiera. Lena no sabía hasta qué punto tomarlo al pie de la letra, hasta dónde llegaba la cuerda que tenía al cuello. ¿Por qué era tan débil en todo lo que se refería a él? ¿Cuándo había adquirido Ethan el poder que tenía sobre ella? Debía tomar medidas para echarlo de su vida. Tenía que haber una manera mejor que ésa de vivir.

Lena dobló hacia Sanders Street y, al notar una ráfaga de aire frío que agitaba las hojas, metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. Había entrado en el cuerpo de policía del condado de Grant quince años antes para estar cerca de su hermana. Sibyl trabajaba en la sección de ciencias de la universidad, donde había tenido una carrera muy prometedora hasta que segaron su vida. Lena no podía decir lo mismo de sus propias oportunidades profesionales. Unos meses atrás había hecho lo que diplomáticamente suele llamarse un «paréntesis» en el cuerpo para trabajar en la universidad durante un tiempo antes de decidir volver a encauzar su vida. Jeffrey había tenido la generosidad de permitirle recuperar su antiguo empleo, pero ella sabía que algunos de sus otros compañeros la veían con resentimiento.

No se lo echaba en cara. Visto desde fuera, debía de dar la impresión de que Lena lo tenía todo muy fácil, pero viéndolo desde dentro, ella sabía que no era así. Habían transcurrido casi tres años desde la violación. Tenía aún profundas cicatrices en los pies y las manos de cuando su agresor la clavó al suelo. El verdadero dolor no empezó hasta que la liberaron.

Pero de algún modo, las cosas empezaban a ser más llevaderas. Ahora podía entrar en una habitación vacía sin sentir que se le erizaba el vello de la nuca. Ya no tenía ataques de pánico cuando se quedaba sola en su casa. A veces despertaba y se pasaba media mañana sin acordarse de lo sucedido.

Debía reconocer que Nan Thomas era una de las razones por las que su vida empezaba a ser más llevadera. Cuando Sibyl las presentó, Lena la detestó a primera vista. No es que Sibyl no hubiera tenido otras amantes, pero en el caso de Nan percibió algo de permanente. Lena incluso había dejado de hablarse con su hermana durante un tiempo cuando las dos mujeres se fueron a vivir juntas. Como tantas otras cosas, Lena ahora lo lamentaba, y Sibyl ya no estaba para oír sus disculpas. Lena suponía que podía disculparse con Nan, pero cada vez que se lo planteaba, no le salían las palabras.

Vivir con Nan era como intentar aprender la letra de una canción conocida. Uno primero se dice que esta vez prestará atención de verdad, pero al cabo de tres versos se olvida de sus intenciones y se deja llevar por el ritmo familiar de la música. Después de seis meses de compartir la casa, Lena tan sólo conocía detalles superficiales sobre la vida de la bibliotecaria. A Nan le encantaban los animales pese a sus graves alergias; le gustaba el ganchillo, y los viernes y los sábados por la noche se dedicaba a leer. Cantaba en la ducha y por la mañana, antes de ir a trabajar, tomaba té verde en un tazón azul que había sido de Sibyl. Siempre llevaba las gruesas gafas manchadas de huellas, pero era muy exigente con la ropa, por más que en general los colores de sus vestidos fuesen más propios de un huevo de Pascua que de una mujer de treinta y seis años. Como el padre de Lena y Sibyl, el de Nan había sido policía. Aún vivía, pero Lena no lo había conocido ni lo había oído siquiera llamar por teléfono. De hecho, las únicas veces que sonaba el teléfono en la casa acostumbraba a ser Ethan, que llamaba a Lena.

Cuando Lena entró en el camino de acceso a la casa, el Corolla marrón de Nan estaba aparcado detrás de su Celica. Lena consultó el reloj para ver cuánto tiempo llevaba paseando. Jeffrey le había dado la mañana libre para compensarla por el día anterior, y a ella le apetecía pasar un rato sola. Por lo común, Nan volvía a casa a la hora de comer, pero eran sólo poco más de las nueve.

Lena cogió el Grant Observer del jardín y echó una ojeada a los titulares mientras se dirigía a la puerta. Una tostadora se había incendiado en alguna casa el sábado por la noche y habían tenido que llamar a los bomberos. Dos alumnos del instituto Robert E. Lee habían quedado en segundo y quinto lugar en un concurso de matemáticas del estado. No se mencionaba a la chica desaparecida que habían encontrado en el bosque. Probablemente la edición ya estaba cerrada cuando Jeffrey y Sara se habían encontrado con la tumba. Sin duda la noticia aparecería en primera plana al día siguiente. Quizás el periódico los ayudaría a localizar a la familia de la chica.

Mientras abría la puerta, leyó la noticia del incendio causado por la tostadora, sin entender por qué se necesitaron dieciséis bomberos voluntarios para sofocarlo. Percibiendo una presencia distinta en la habitación, alzó la vista y, atónita, vio a Nan sentada en una silla enfrente de Greg Mitchell, el antiguo novio de Lena. Habían vivido juntos durante tres años hasta que Greg se hartó de su mal genio. Hizo las maletas y se marchó cuando ella estaba en el trabajo -una maniobra cobarde aunque, en retrospectiva, comprensible-, dejando una breve nota en la nevera. Tan breve que recordaba cada palabra. «Te quiero pero no aguanto más. Greg.»

En los siete años transcurridos desde entonces habían hablado en total dos veces, las dos por teléfono, y las dos conversaciones terminaron cuando Lena colgó sin que Greg pudiera decir más que: «Soy yo».

– Lee -dijo Nan, casi gritando, y se puso en pie al instante, como si la hubieran sorprendido con las manos en la masa.

– Hola -consiguió decir Lena, y se le atragantó la palabra.

Se había llevado el periódico al pecho como si necesitase protección. Y quizá fuera así.

En el sofá, al lado de Greg, había una mujer más o menos de la edad de Lena. Tenía la piel aceitunada y el cabello castaño recogido en una cola suelta. En sus buenos días, podía pasar por prima lejana de Lena, una de las parientes feas de la rama de Hank. Ese día, sentada junto a Greg, la chica tenía más bien pinta de puta. Lena sintió cierta satisfacción al ver que Greg se conformaba con una réplica de calidad inferior, pero aun así tuvo que contener una punzada de celos.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó. Greg pareció desconcertado, y ella, procurando suavizar su tono, aclaró-: Quiero decir, aquí, en el pueblo. ¿Cómo es que has vuelto?

– Esto… Mmm… -Una sonrisa abochornada se dibujó en su rostro. Quizás esperaba que ella lo golpease con el periódico. No sería la primera vez. Señalándose el tobillo, explicó-: Me he roto la tibia y el peroné. -Lena vio un bastón entre el sofá y la chica-. He vuelto a casa por un tiempo para que mi madre me cuide.

Lena sabía que su madre vivía a dos manzanas. El corazón le dio un extraño vuelco al preguntarse cuánto tiempo llevaba él allí. Tras devanarse los sesos buscando algo que decir, se conformó con preguntar:

– ¿Y ella cómo está? Tu madre.

– Tan cascarrabias como siempre.

Tenía los ojos de un azul diáfano, en contraste con el cabello negro azabache. Lo llevaba más largo, o tal vez se le había pasado cortárselo. Greg se olvidaba continuamente de cosas como ésas, siempre colgado horas y horas delante del ordenador programando aunque la casa se viniera abajo. Eso había sido motivo de discusión permanente. Todo era motivo de discusión permanente. Ella nunca se rendía, nunca cedía ni un ápice en nada. La sacaba de quicio y, aunque había llegado a odiarlo a muerte, era posiblemente el único hombre a quien había amado de verdad.

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