Jeffrey Archer - La falsificación

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¿Por qué una anciana es asesinada en su mansión de Inglaterra la madrugada del 11 de septiembre de 2001?
¿Por qué un exitoso banquero de Nueva York no se sorprende al recibir por correo la oreja de una vieja dama?
¿Por qué un prestigioso abogado trabaja para un único cliente sin cobrar honorarios?
¿Por qué una joven ejecutiva roba un Van Gogh si no es una ladrona?
¿Por qué una brillante licenciada trabaja como secretaria después de heredar una fortuna?
¿Por qué una atleta cobra un millón de dólares por cumplir una misión?
¿Por qué una aristócrata estaría dispuesta a matar si sabe que pasará el resto de su vida en prisión?
¿Por qué un magnate japonés del acero va a dar una fuerte suma de dinero a una mujer a la que no conoce?
¿Por qué un experto agente del FBI tiene que averiguar cuál es la conexión entre estas ocho personas aparentemente sin relación entre ellas?
Las respuestas a todas estas preguntas las da esta absorbente novela: en ella, una conspiración internacional, cuyo objetivo es uno de los lienzos más valiosos del mundo, introduce al lector en el mercado negro del arte, desde Nueva York hasta Londres, desde Bucarest hasta Tokio, tras las huellas de falsificadores y asesinos a sueldo, en un relato cuya lectura no da tregua.

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Anton miró a su público. El asiento al final de la segunda fila ya no estaba ocupado.

Anna llegó a Koskies unos minutos antes de la hora convenida. Solo un estudiante muy atento hubiese advertido que el profesor se había apartado por unos momentos de su guión para hacerle saber el lugar y la hora donde se encontrarían. Ella no había pasado por alto el miedo en los ojos de Anton, algo que solo es obvio para aquellos que han tenido que sobrevivir en un estado dictatorial.

Echó una ojeada al lugar. No había cambiado desde su época de estudiante. Las mismas mesas y sillas de plástico y probablemente el mismo vino peleón. No era el lugar de encuentro habitual para un profesor de perspectiva y una marchante de arte neoyorquina. Pidió dos copas de tinto de la casa.

Recordó con cariño las veladas en Koskies, que entonces le parecían fantásticas, donde pasaba horas hablando con los amigos de las virtudes de Constantin Brancusi, U2, Tom Cruise y John Lennon, y tenía que masticar regaliz en el camino de regreso a casa para que su madre no descubriese que había bebido y fumado. Su padre siempre lo sabía; le guiñaba un ojo y le señalaba la habitación donde se encontraba su madre.

También recordó la primera vez que Anton y ella fueron a la cama juntos. Hacía tanto frío que no se habían quitado los abrigos, y cuando acabó, Anna se preguntó si se molestaría en hacerlo de nuevo. Al parecer nadie le había explicado a Anton que quizá la mujer podía tardar un poco más en tener un orgasmo.

Miró al hombre alto que se acercaba a la mesa. Por un momento no tuvo claro que fuese Anton. Vestía un abrigo del ejército que le venía enorme, una bufanda enrollada al cuello, y una gorra de piel con orejeras. El atuendo ideal para el invierno neoyorquino, pensó de inmediato.

Anton se sentó a la mesa y se quitó la gorra, pero nada más. Sabía que el único radiador en funcionamiento se encontraba en el otro extremo del local.

– ¿Tienes la pintura? -preguntó Anna, ansiosa por saberlo.

– Sí. No ha salido de mi estudio en todo el tiempo que has estado fuera, a pesar de que incluso el menos observador de mis estudiantes se hubiese dado cuenta de que no era mi estilo habitual. -Anton bebió un sorbo de vino-. Debo confesar que me alegraré mucho cuando te la lleves. Estuve en la cárcel por menos, y no he dormido en los últimos cuatro días. Hasta mi esposa sospecha que hay algo que no va bien.

– Lo siento mucho -dijo Anna, mientras Anton liaba un cigarrillo-. No tendría que haberte expuesto a tanto peligro, y para colmo, aún tengo que pedirte otro favor. -Anton la miró asustado, pero esperó a escuchar cuál era el favor-. Mencionaste que tenías ocho mil dólares del dinero de mi madre ocultos en la casa.

– Sí, la mayoría de los rumanos ocultan el dinero debajo de los colchones, por si acaso se produce un cambio de gobierno en medio de la noche. -Anton encendió el cigarrillo.

– Necesito un préstamo. Devolveré el dinero tan pronto como regrese a Nueva York.

– Es tu dinero, Anna, puedes llevártelo todo.

– No, es de mi madre, pero no se lo digas porque pensará que tengo problemas económicos y comenzará a vender los muebles.

– Pero estás metida en algún lío, ¿no? -dijo Anton, sin reírle la gracia.

– No mientras tenga la pintura.

– ¿Quieres que la guarde un día más? -Bebió otro sorbo.

– Es muy amable de tu parte, pero eso solamente serviría para que ninguno de los dos podamos dormir en paz. Creo que ha llegado el momento de descargarte de toda la responsabilidad.

Anna se levantó. No había probado el vino.

Anton se acabó la copa, apagó la colilla en el cenicero y dejó unas monedas en la mesa. Se encasquetó la gorra y siguió a Anna. Ella no pudo recordar cuándo había sido la última vez que habían salido juntos de Koskies. Miró a un lado y otro de la calle antes de reunirse con Anton, que cuchicheaba con Sergei.

– ¿Tendrás tiempo para visitar a tu madre? -le preguntó Anton.

– No mientras alguien vigile mis movimientos.

– No veo a nadie -dijo Anton.

– No se ve, se nota. -Anna hizo una pausa-. Me había hecho la ilusión de que había conseguido despistarlo.

– Pues no -afirmó Sergei y arrancó.

Realizaron en silencio el corto trayecto hasta la casa de Anton. Sergei detuvo el coche delante de la entrada, y Anna se apresuró a seguir a Anton al interior de la casa. Subieron la escalera hasta el ático. Anna escuchó la música de Sibelius que llegaba desde el piso de abajo; era obvio que él no quería presentarle a su esposa.

Entraron en una habitación donde se amontonaban las telas. Su mirada se dirigió de inmediato a la pintura de Van Gogh con la oreja izquierda vendada, metida en la caja roja abierta, con el marco original.

– La mejor manera de esconderla -comentó con una sonrisa-. Ahora solo me tengo que ocupar de que acabe en las manos correctas.

Al no escuchar ninguna respuesta de Anton se volvió. El profesor estaba de rodillas en el otro extremo de la habitación, ocupado en levantar una de las tablas del suelo. Metió la mano en el agujero y saco un sobre abultado que se guardó en un bolsillo interior del abrigo. Después se acercó a la caja roja, colocó la tapa y comenzó a clavar los clavos. Por la manera que los clavaba era obvio que quería deshacerse de la pintura cuanto antes. En cuanto colocó el último, levantó la caja y, sin decir palabra, salió del ático y bajó la escalera.

Anna le abrió la puerta principal para que Anton saliera con la caja. Se alegró al ver que Sergei los esperaba con la tapa del maletero abierta. Anton colocó la caja en el maletero y se frotó las manos, una demostración de su placer al verse liberado por fin del compromiso. Sergei cerró el maletero y fue a sentarse al volante.

Anton sacó el sobre del bolsillo y se lo dio a Anna.

– Muchas gracias -dijo ella, antes de entregarle a su vez otro sobre, pero que no estaba dirigido a su amigo.

El profesor leyó el nombre del destinatario y sonrió.

– Me encargaré de que ella lo reciba. No sé en qué estás metida -añadió-, pero espero que salga bien.

La besó en las mejillas y se apresuró a entrar en la casa.

– ¿Dónde pasarás la noche? -preguntó Sergei cuando ella se sentó a su lado.

Anna se lo dijo.

21 S

38

Anna abrió los ojos y vio a Sergei, que fumaba un cigarrillo sentado en el capó del coche. Se desperezó, parpadeó un par de veces y se frotó los ojos. Era la primera vez que dormía en el asiento trasero de un coche; algo muchísimo más cómodo que la caja de una furgoneta en algún lugar camino de la frontera canadiense, sin nadie que la protegiese. Salió del coche y dio unos pasos para estirar las piernas. La caja roja seguía en el maletero.

– Buenos días -dijo Sergei-. ¿Has dormido bien?

– Por lo que parece, mucho mejor que tú -contestó Anna, con una sonrisa.

– Después de veinte años en el ejército, dormir es un lujo. Ven, desayuna conmigo. -Abrió la puerta del conductor y sacó de debajo del asiento una fiambrera y un termo. En la fiambrera había dos panecillos, un huevo duro, un trozo de queso, un par de tomates y una naranja.

– ¿De dónde ha salido todo esto? -preguntó Anna mientras pelaba la naranja.

– De la cena de anoche, preparada por mi querida esposa.

– ¿Cómo le explicarás que anoche no volvieras a casa?

– Le diré la verdad -respondió Sergei-. Pasé la noche con una mujer hermosa. -Anna se sonrojó-. Claro que mucho me temo que soy demasiado viejo como para que me crea. ¿Qué toca hacer ahora? ¿Robar un banco?

– Solo si sabes de alguno que tenga cincuenta millones de dólares en calderilla -contestó Anna de muy buen humor-. De lo contrario, tendré que meter eso -señaló la caja- en la bodega del primer avión a Londres, así que necesito averiguar a qué hora abre la oficina de cargas.

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