Jeffrey Archer - La falsificación

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¿Por qué una anciana es asesinada en su mansión de Inglaterra la madrugada del 11 de septiembre de 2001?
¿Por qué un exitoso banquero de Nueva York no se sorprende al recibir por correo la oreja de una vieja dama?
¿Por qué un prestigioso abogado trabaja para un único cliente sin cobrar honorarios?
¿Por qué una joven ejecutiva roba un Van Gogh si no es una ladrona?
¿Por qué una brillante licenciada trabaja como secretaria después de heredar una fortuna?
¿Por qué una atleta cobra un millón de dólares por cumplir una misión?
¿Por qué una aristócrata estaría dispuesta a matar si sabe que pasará el resto de su vida en prisión?
¿Por qué un magnate japonés del acero va a dar una fuerte suma de dinero a una mujer a la que no conoce?
¿Por qué un experto agente del FBI tiene que averiguar cuál es la conexión entre estas ocho personas aparentemente sin relación entre ellas?
Las respuestas a todas estas preguntas las da esta absorbente novela: en ella, una conspiración internacional, cuyo objetivo es uno de los lienzos más valiosos del mundo, introduce al lector en el mercado negro del arte, desde Nueva York hasta Londres, desde Bucarest hasta Tokio, tras las huellas de falsificadores y asesinos a sueldo, en un relato cuya lectura no da tregua.

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Si Ruth hubiese mirado hacia el aparato, quizá hubiese visto el rostro sonriente de Anna en una de las ventanillas de la parte de atrás del avión. Pero no lo hizo.

Se apeó del coche y fue a reunirse con el aduanero. Ya le había informado previamente que deseaba transferir una pintura de un vuelo que llegaba a otro que lo llevaría a su destino final. El aduanero la había escuchado aburrido, y se preguntó por qué había escogido a un funcionario de su rango para hacer algo rutinario, hasta que se le dijo, en confianza, el valor de la pintura. La junta de ascensos se reuniría dentro de tres semanas. Si cometía algún error en este sencillo trámite, ya podría olvidarse del nuevo galón de plata que le había prometido a su esposa que ella le cosería en la manga antes de acabar el mes. Por no hablar del aumento de salario.

En cuanto abrieron la bodega, ambos se acercaron, pero solo el aduanero se dirigió al jefe de los operarios.

– Hay a bordo una caja de madera roja -leyó la hoja-, de noventa por sesenta centímetros y unos quince de alto. Lleva estampado el sello de Art Locations a ambos lados, y el número cuarenta y siete escrito en las cuatro esquinas. Quiero que la descarguen antes que todo lo demás.

El jefe le transmitió la orden a dos de sus hombres que entraron en las profundidades de la bodega. Cuando salieron, Anna ya caminaba hacia el control de pasaportes.

– Es esa -dijo Ruth, al ver la caja roja que traían los dos hombres.

El aduanero asintió. Se adelantó un toro, el operario movió los controles, sacó la caja de la bodega y la bajó lentamente hasta el suelo. El funcionario leyó el manifiesto y verificó los sellos y los números.

– Todo parece estar en orden, señora Parish. Si tiene la bondad de firmar aquí…

Ruth firmó el formulario, pero no consiguió leer la firma en el manifiesto original. El aduanero no perdió de vista al toro mientras llevaba la caja hasta la furgoneta de Art Location, donde dos de los empleados de Ruth la cargaron.

– Tendré que acompañarlo hasta el avión en el que saldrá, señora Parish, para confirmar que el paquete ha sido cargado para su destino final. Hasta entonces no podré firmarle el certificado de salida.

– Por supuesto -respondió Ruth, que hacía este mismo trámite dos o tres veces cada día.

Anna llegó a la zona de equipajes en el momento en que la furgoneta blindada comenzaba el complicado recorrido desde la terminal tres a la terminal cuatro. El conductor aparcó junto al avión de United Airlines que era el siguiente en salir hacia Nueva York.

La furgoneta permaneció en la pista durante más de una hora antes de que abrieran la bodega. Para entonces Ruth sabía con pelos y señales la vida del aduanero, e incluso la escuela a la que enviaría a su tercer hijo si le daban el ascenso. Después Ruth presenció la operación inversa. Abrieron la puerta trasera del vehículo, colocaron la caja en el toro, la llevaron hasta la puerta de la bodega, la subieron y dos operarios la recogieron para llevársela a las entrañas del avión.

El aduanero firmó las tres copias de los documentos y se despidió de Ruth antes de regresar a su despacho. En circunstancias normales, Ruth también hubiese vuelto a su oficina, archivado los documentos, escuchado los mensajes, y después hubiese dado por concluida la jornada. Sin embargo, la situación distaba mucho de ser la habitual. Continuó sentada en el coche y esperó hasta que cargaron todo el equipaje de los pasajeros y cerraron las puertas de la bodega. Tampoco se movió mientras el avión se dirigía hacia la cabecera de la pista norte. Esperó hasta ver que las ruedas se despegaban de la pista antes de llamar a Leapman a Nueva York. El mensaje era claro y breve: «El paquete va de camino».

Jack estaba intrigado. Había visto a Anna en el vestíbulo de llegadas donde había cambiado unos cuantos dólares en Travelex y luego se había sumado a la larga cola en la parada de taxis. El taxi de Jack ya estaba aparcado al otro lado, con las maletas guardadas y el motor en marcha, esperando ver pasar el taxi de la joven.

– ¿Adónde vamos, jefe? -preguntó el taxista.

– No estoy seguro -admitió Jack-, pero apostaría que a la terminal de carga.

Lo lógico era que Anna se dirigiese directamente a la terminal para recoger la caja que el viejo había despachado en Bucarest.

Pero se equivocó. En vez de girar a la derecha, donde el gran indicador azul señalaba la salida de la terminal, el taxi de Anna dobló a la izquierda y continuó hacia el oeste por la M25.

– No va a la terminal de carga, jefe. ¿Por cuál apuesta ahora? ¿Gatwick?

– Entonces, ¿qué hay en la caja? -preguntó Jack.

– No tengo idea, señor.

– Soy un estúpido.

– No me arriesgaría a dar una opinión al respecto, señor, pero me ayudaría si supiese adónde vamos.

Jack se echó a reír.

– Creo que a Wentworth.

– Muy bien, jefe.

Jack intentó relajarse, pero cada vez que miraba por la ventanilla trasera hubiese jurado que otro taxi negro los seguía. Había una silueta borrosa en el asiento trasero. ¿Por qué continuaba persiguiendo a Anna, cuando la pintura se encontraba en la terminal de carga?

Cuando el taxista salió de la M25 y siguió por la carretera a Wenworth, el vehículo que Jack había creído que los seguía continuó en dirección a Gatwick.

– Después de todo, jefe, no es estúpido, porque parece que sí va a Wentworth.

– No seré estúpido, pero sí paranoico -reconoció Jack.

– Tendrá que decidirse, señor -añadió el conductor, cuando el taxi de Anna cruzó la entrada de Wentworth Hall y desapareció por el camino de coches de la finca-. ¿Quiere que la siga, jefe?

– No, pero necesito encontrar un hotel donde pasar la noche. ¿Sabe de alguno?

– Cuando se juega el torneo de golf llevo a muchos de mis clientes al Wentworth Arms. Seguramente tendrán una habitación en esta época del año.

– Pues vayamos a averiguarlo.

– Muy bien.

Jack se reclinó en el asiento y marcó un número en el móvil.

– Embajada de Estados Unidos.

– Con Tom Crasanti, por favor.

40

Krantz abrió los ojos; lo primero que sintió fue un dolor agudo en el hombro derecho. Consiguió levantar la cabeza de la almohada un par de centímetros mientras intentaba hacerse una idea de la pequeña habitación de paredes blancas sin ningún adorno y solo lo mínimo imprescindible: una cama, una mesa, una silla, una sábana, una manta y un orinal. No podía ser otra cosa que un hospital, pero no privado, porque el cuarto no tenía ventanas, ni flores, ni frutas, ni tarjetas de visitas y sí una puerta con barrotes.

Hizo un esfuerzo por recordar qué le había sucedido. Recordaba hasta el momento en que el taxista le apuntaba con un arma al corazón, y nada más. Apenas si había tenido tiempo de girarse -dos centímetros como mucho- antes de que la bala le atravesara el hombro. Nadie había conseguido antes acercarse tanto. La segunda bala se perdió en el aire, pero para entonces él le había dado un segundo de margen, tiempo más que suficiente para degollarlo. Tenía que ser un profesional, quizá un antiguo policía, posiblemente un soldado. Luego había perdido el conocimiento.

Jack alquiló una habitación por una noche en el Wentworth Arms, y reservó una mesa para cenar a las ocho. Después de ducharse y cambiarse, no pensaba más que disfrutar de un chuletón bien grande y jugoso.

No acababa de estar del todo tranquilo, por más que Anna se encontrase bien resguardada en Wentworth Hall: bien podía suceder que Pelopaja estuviese rondando por algún lugar cercano. Ya le había pedido a Tom que advirtiese a la policía local mientras él continuaba con su propia vigilancia.

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