En cierto momento Victoria le había comentado a Anna que la casa tenía sesenta y siete habitaciones, catorce de las cuales eran dormitorios de huéspedes. El que ella había utilizado en la primera planta, conocido como la habitación Van Gogh, tenía más o menos el mismo tamaño que su apartamento de Nueva York.
Al acercarse a la mole, Anna reparó en que el estandarte con el escudo familiar, izado en la torre este, ondeaba a media asta. Detuvo el coche y se preguntó cuál de los numerosos parientes entrados en años de Victoria había fallecido.
La puerta de roble macizo se abrió incluso antes de que Anna terminase de subir la escalinata. Anheló fervientemente que Victoria estuviera en casa y que Fenston desconociese que se encontraba en Inglaterra.
– Buenos días, señora -saludó el mayordomo-. ¿En qué puedo ayudarla?
Anna quedó tan sorprendida por el tono formal de Andrews que le habría gustado preguntarle si no la reconocía. Durante su estancia en la mansión, el mayordomo se había mostrado muy amistoso. Anna se hizo eco de su actitud formal.
– Necesito hablar urgentemente con lady Victoria.
– Me temo que no es posible, pero veré si la señora está libre -respondió Andrews-. Espero que tenga la amabilidad de esperar aquí mientras consulto a la señora.
Anna no sabía qué había querido decir Andrews cuando aseguró que no era posible, aunque averiguaría si la señora…
Mientras aguardaba en la entrada contempló el retrato de lady Catherine Wentworth, pintado por Gainsborough. Recordaba cada cuadro de la casa y dirigió la mirada hacia su preferido, situado en lo alto de la escalera, un Romney de La señora Siddons como Porcia. Se volvió hacia la puerta de la sala y vio el cuadro de Stubbs titulado Actaeon, ganador del derby, el caballo preferido de sir Harry Wentworth, que aún seguía perfectamente en su departamento de las cuadras. Si se regía por sus consejos, como mínimo Victoria salvaría el resto de la colección.
El mayordomo regresó con el mismo paso mesurado con el que se había alejado.
– La señora la recibirá… si tiene la amabilidad de reunirse con ella en el salón.
Andrews hizo una ligera inclinación y la condujo a través de la entrada.
Anna intentó concentrarse en su plan de seis puntos, pero sabía que ante todo debía explicar por qué había llegado a la cita con cuarenta y ocho horas de retraso, aunque estaba segura de que Victoria se había enterado de los horrores del martes e incluso de que se sorprendería al comprobar que había sobrevivido.
Al entrar en el salón, la experta en arte avistó a Victoria cabizbaja, vestida de luto riguroso, sentada en el sofá y con un perro labrador de tono chocolate tumbado a sus pies. No recordaba que Victoria tuviese perros y la sorprendió que la inglesa no se incorporara de un salto y la saludase con su calidez habitual. Victoria alzó la cabeza y Anna dejó escapar una exclamación de sorpresa cuando Arabella Wentworth la miró fríamente. En esa fracción de segundo la doctora comprendió los motivos por los que el estandarte familiar ondeaba a media asta. Permaneció en silencio mientras intentaba asimilar la certeza de que no volvería a ver a Victoria y de que tendría que convencer a su hermana, a la que hasta entonces jamás había visto. Anna ni siquiera recordaba su nombre. La imagen refleja no se incorporó del sofá ni extendió la mano.
– Doctora Petrescu, ¿quiere una taza de té? -preguntó Arabella con tono tan distante que daba la sensación de que esperaba que la respuesta fuese negativa.
– No, gracias -repuso Anna y continuó de pie-. ¿Me permite preguntar cómo murió Victoria? -inquirió quedamente.
– Me figuré que ya lo sabía -replicó Arabella con acritud.
– No sé de qué está hablando -reconoció Anna.
– En ese caso, ¿por qué está aquí? ¿No ha venido a buscar el resto de los objetos de plata de la familia?
– He venido a aconsejar a Victoria que no permita que se lleven el Van Gogh sin darme la oportunidad de…
– Se llevaron el cuadro el martes -la interrumpió Arabella e hizo una pausa-. Ni siquiera tuvieron la decencia de esperar a que se celebrase el funeral.
– Intenté llamar, pero no me proporcionaron el número. Si hubiera logrado comunicarme… -masculló Anna de forma incomprensible y de pronto añadió-: Ahora es demasiado tarde.
– ¿Para qué es demasiado tarde?
– Envié a Victoria una copia de mi informe, en el que le recomendaba que…
– Es verdad, he leído su informe, pero tiene razón, ya es demasiado tarde. Mi nuevo abogado me ha advertido que es posible que pasen varios años antes de aclarar las cuestiones hereditarias, pero para entonces ya lo habremos perdido todo.
– Probablemente ese fue el motivo por el que no querían que viajase a Inglaterra y me reuniera personalmente con Victoria -apostilló Anna sin dar más explicaciones.
– No comprendo qué quiere decir -reconoció Arabella y estudió con más atención a Anna.
– El martes Fenston me despidió por haber enviado a Victoria una copia de mi informe.
– Victoria lo leyó -aseguró Arabella con tono bajo-. Tengo una carta en la que confirma que pensaba seguir sus consejos, pero la escribió antes de sufrir una muerte cruel.
– ¿Cómo falleció? -inquirió Anna con gran delicadeza.
– La asesinaron de manera infame y cobarde -contestó Arabella. Hizo una pausa, miró a Anna a los ojos y acotó-: No me cabe la menor duda de que el señor Fenston le proporcionará todos los detalles. -Como no se le ocurrió nada que decir, Anna inclinó la cabeza y pensó que su plan de seis puntos se había ido al garete. Fenston había ganado la partida-. Mi querida Victoria era muy confiada y supongo que demasiado ingenua. Nadie merece ser tratado de esa forma, menos aún una persona tan afable como mi dulce hermana.
– Lo siento profundamente -afirmó Anna-. No lo sabía. Le ruego que me crea. No tenía ni la más remota idea.
Arabella contempló el jardín a través de la ventana y guardó silencio unos instantes. Se volvió temblorosa y miró a Anna.
– La creo -aseguró Arabella-. En un primer momento supuse que era usted la responsable de esta espantosa pantomima. -Volvió a hacer una pausa-. Ahora me doy cuenta de que estaba equivocada pero, por desgracia, es demasiado tarde y ya no podemos hacer nada.
– Yo no estaría tan segura -opinó Anna y miró a Arabella con impetuosa determinación-. Claro que para hacer algo tengo que pedirle que confíe en mí tanto como Victoria.
– ¿A qué se refiere cuando dice que confíe en usted?
– Deme la oportunidad de demostrarle que no soy responsable de la muerte de su hermana.
– ¿Y cómo se propone lograrlo?
– Recuperando el Van Gogh.
– Le he dicho que ya se han llevado el cuadro.
– Lo sé -confirmó Anna-, pero aún tiene que estar en Inglaterra, ya que Fenston ha enviado a Leapman a recogerlo. -Anna consultó el reloj-. Dentro de pocas horas aterrizará en Heathrow.
– Aunque consiguiera hacerse con el cuadro, ¿cómo se resolvería el problema?
Anna perfiló su plan y le agradó ver que, de vez en cuando, Arabella asentía. Finalmente añadió:
– Necesito su apoyo porque, de lo contrario, lo que me propongo podría conducirme a la cárcel.
Arabella guardó silencio unos segundos y por último declaró:
– Es usted una joven valiente. Me pregunto si sabe hasta qué punto es valerosa. Por otro lado, si está dispuesta a correr semejantes riesgos, yo también lo haré y la respaldaré hasta las últimas consecuencias.
Anna sonrió e inquirió:
– ¿Puede decirme quién recogió el Van Gogh?
Arabella abandonó el sofá y cruzó el salón hasta el escritorio. El perro la siguió. Cogió una tarjeta comercial y leyó:
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