Jeffrey Archer - La falsificación

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¿Por qué una anciana es asesinada en su mansión de Inglaterra la madrugada del 11 de septiembre de 2001?
¿Por qué un exitoso banquero de Nueva York no se sorprende al recibir por correo la oreja de una vieja dama?
¿Por qué un prestigioso abogado trabaja para un único cliente sin cobrar honorarios?
¿Por qué una joven ejecutiva roba un Van Gogh si no es una ladrona?
¿Por qué una brillante licenciada trabaja como secretaria después de heredar una fortuna?
¿Por qué una atleta cobra un millón de dólares por cumplir una misión?
¿Por qué una aristócrata estaría dispuesta a matar si sabe que pasará el resto de su vida en prisión?
¿Por qué un magnate japonés del acero va a dar una fuerte suma de dinero a una mujer a la que no conoce?
¿Por qué un experto agente del FBI tiene que averiguar cuál es la conexión entre estas ocho personas aparentemente sin relación entre ellas?
Las respuestas a todas estas preguntas las da esta absorbente novela: en ella, una conspiración internacional, cuyo objetivo es uno de los lienzos más valiosos del mundo, introduce al lector en el mercado negro del arte, desde Nueva York hasta Londres, desde Bucarest hasta Tokio, tras las huellas de falsificadores y asesinos a sueldo, en un relato cuya lectura no da tregua.

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Dos minutos y cuarenta segundos después entró en el apartamento. No tardó en localizar los tres teléfonos. El primero estaba en la sala, en el escritorio, debajo de una reproducción de una Marilyn Monroe de Warhol. El segundo estaba en la mesilla de noche, junto a una foto. El intruso observó a la mujer del centro de la foto. Estaba junto a dos hombres tan parecidos entre sí que sin duda eran padre e hijo.

El tercer teléfono se encontraba en la cocina. El hombre miró la puerta de la nevera y sonrió, ya que ambos eran forofos del equipo de rugby de los 49ers.

Seis minutos y nueve segundos después salió al pasillo, bajó la escalera y franqueó la puerta de entrada.

Había terminado el trabajo en menos de diez minutos y sus honorarios ascendían a mil dólares, más o menos lo mismo que cobraba un cirujano.

Anna fue la última pasajera en abordar el autobús de la Greyhound que a las tres en punto salía para Niagara Falls.

Dos horas después el autobús paró en la orilla occidental del lago Ontario. Anna fue la primera en descender y, sin detenerse a contemplar los edificios de Mies van der Rohe que dominan el perfil de Toronto, hizo señas al primer taxi que se cruzó en su camino.

– Por favor, al aeropuerto. Necesito llegar lo más rápido posible.

– ¿A qué terminal? -preguntó el taxista.

Anna titubeó.

– A Europa.

– Entonces es la terminal tres -añadió el taxista, arrancó y preguntó-: ¿De dónde es?

– De Boston -respondió Anna, que no quería hablar de Nueva York.

– Lo que ha ocurrido en Nueva York es terrible -añadió el taxista-. Es uno de esos momentos históricos en los que todo el mundo se acuerda exactamente de dónde estaba. Yo estaba en el taxi y lo oí por la radio. ¿Y usted?

– Yo estaba en la Torre Norte -replicó Anna.

El taxista se dijo que reconocía a los listillos nada más verlos.

Tardaron poco más de veinticinco minutos en recorrer los veintisiete kilómetros que separan Bay Street del aeropuerto internacional Lester B. Pearson y durante el trayecto el taxista no pronunció una sola palabra. Cuando paró en la entrada de la terminal tres, Anna pagó la carrera y entró rápidamente. Consultó la pantalla de salidas en el momento en el que el reloj digital marcó las 17.28.

El último vuelo a Heathrow acababa de cerrar las puertas. Anna maldijo para sus adentros. Repasó la lista de ciudades a las que había vuelos esa tarde: Tel Aviv, Bangkok, Hong Kong, Sidney, Amsterdam… ¡Amsterdam! Anna llegó a la conclusión de que era lo más adecuado y leyó en la pantalla que el vuelo 692 de KLM partía a las 18.00 por la puerta C31 y que en ese momento se procedía al embarque de pasajeros.

Anna corrió hasta el mostrador de la KLM y preguntó al empleado, sin siquiera darle tiempo a que levantase la cabeza:

– ¿Todavía estoy a tiempo de coger el vuelo a Amsterdam?

El hombre dejó de contar billetes de vuelo.

– Sí, pero tendrá que darse prisa porque están a punto de cerrar la puerta.

– ¿Queda libre un asiento de ventanilla?

– De ventanilla, de pasillo, de centro, lo que quiera.

– ¿Por qué hay tanto sitio?

– Por lo visto, hoy no hay mucha gente con ganas de coger un avión… y no precisamente porque sea trece.

– El aeropuerto Kennedy ha reconfirmado nuestro espacio reservado para mañana a las siete y veinte -informó Leapman.

– Me alegro -afirmó Fenston-. Llámame en cuanto el avión despegue. ¿A qué hora llegarás a Heathrow?

– Alrededor de las siete. La furgoneta de Art Locations esperará en la pista y subirán el cuadro a bordo. Bastó con que triplicaras los honorarios para que se pusiesen las pilas.

– ¿Cuándo regresarás?

– Supongo que llegaré a la hora de desayunar de la mañana siguiente.

– ¿Hay noticias de Petrescu?

– No -replicó Leapman-. De momento Tina solo ha recibido una llamada y fue de un hombre.

– ¿No se sabe nada de…?

En ese momento entró Tina.

– Va de camino a Amsterdam -aseguró Joe.

– ¿A Amsterdam? -repitió Jack y tamborileó los dedos sobre el escritorio.

– Sí, se le escapó el último vuelo a Heathrow.

– En ese caso, mañana por la mañana cogerá el primer vuelo a Londres.

– Ya hemos destacado un agente en Heathrow -informó Joe-. ¿Quiere que apostemos hombres en otras partes?

– Sí, en Gatwick y Stansted -replicó Jack.

– Si lo que dice es correcto, la doctora llegará a Londres unas horas antes que Karl Leapman.

– ¿A qué se refiere? -inquirió Jack.

– Han reservado un hueco para el jet privado de Fenston, que despegará del aeropuerto Kennedy mañana a las siete y veinte. Leapman es el único pasajero.

– En ese caso, lo más probable es que hayan quedado para verse. Llame al agente Crasanti a la embajada de Londres y pídale que destaque agentes adicionales en los tres aeropuertos. Quiero saber qué trama exactamente ese par.

– No estaremos en nuestra jurisdicción -puntualizó Joe-. Si los británicos se enteran, por no hablar de que lo sepa la CIA…

– En los tres aeropuertos -repitió Jack y colgó.

La puerta se cerró segundos después de que Anna subiese al avión. La azafata la acompañó a su asiento y le pidió que se abrochase el cinturón, ya que estaban a punto de despegar. Anna se alegró al ver que los demás asientos estaban vacíos y en cuanto autorizaron a quitarse los cinturones subió los reposabrazos, se tumbó, se tapó con dos mantas y apoyó la cabeza en una almohada de verdad. Dormía incluso antes de que el avión alcanzase la velocidad de crucero.

Alguien le hizo una ligera presión en el hombro. Anna maldijo para sus adentros. Se había olvidado de decir que no quería cenar. Miró a la azafata y parpadeó soñolienta.

– Gracias, pero no quiero cenar -dijo con firmeza y cerró nuevamente los ojos.

– Lo siento, pero tengo que pedirle que se siente y se abroche el cinturón -explicó amablemente la azafata-. Aterrizaremos dentro de veinte minutos. Si quiere ajustar el reloj a la hora local, en Amsterdam son las seis y cincuenta y cinco.

14 S

22

Leapman estaba despierto mucho antes de que llegase la hora en la que la limusina pasaría a buscarlo. No era precisamente el mejor día para quedarse dormido.

Abandonó la cama y se dirigió al cuarto de baño. Por muy minuciosamente que se afeitara, Leapman sabía que antes de acostarse tendría sombras en la barbilla. En un puente de tres días podría dejarse barba. Se duchó y se afeitó, pero no se tomó la molestia de desayunar. La camarera del jet privado del banco le serviría café con cruasanes. Llegó a la conclusión de que ningún habitante de ese destartalado bloque de apartamentos de un barrio tan poco elegante se creería que un par de horas más tarde Leapman sería el único pasajero de un Gulfstream V que volaba hacia Londres.

Echó un vistazo al armario medio vacío y escogió el último traje que había comprado, su camisa preferida y una corbata que estaba a punto de estrenar. No le apetecía que el piloto fuese mejor vestido.

Leapman se acercó a la ventana, aguardó la llegada de la limusina y se dio cuenta de que su pisito no era mucho mejor que la celda en la que había pasado cuatro años. Miró calle Cuarenta y tres abajo mientras la llamativa limusina se detenía junto al bordillo.

Leapman se aposentó en el asiento trasero del vehículo y no cruzó palabra con el chófer, que mantuvo abierta la portezuela. Al igual que Fenston, el abogado pulsó el botón del reposabrazos y vio la pantalla de cristal gris humo que subió y lo separó del chófer. Durante las veinticuatro horas siguientes viviría en otro mundo.

Cuarenta y cinco minutos después la limusina abandonó la autopista Van Wyck y cogió la salida que conducía al aeropuerto Kennedy. El chófer atravesó una entrada que pocos pasajeros conocen y se detuvo junto a una pequeña terminal que solo utilizan los privilegiados que vuelan en sus propios aviones. Leapman se apeó de la limusina y lo condujeron a una sala privada, donde lo aguardaba el comandante del Gulfstream V de Fenston Finance.

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