Jeffrey Archer - La falsificación

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¿Por qué una anciana es asesinada en su mansión de Inglaterra la madrugada del 11 de septiembre de 2001?
¿Por qué un exitoso banquero de Nueva York no se sorprende al recibir por correo la oreja de una vieja dama?
¿Por qué un prestigioso abogado trabaja para un único cliente sin cobrar honorarios?
¿Por qué una joven ejecutiva roba un Van Gogh si no es una ladrona?
¿Por qué una brillante licenciada trabaja como secretaria después de heredar una fortuna?
¿Por qué una atleta cobra un millón de dólares por cumplir una misión?
¿Por qué una aristócrata estaría dispuesta a matar si sabe que pasará el resto de su vida en prisión?
¿Por qué un magnate japonés del acero va a dar una fuerte suma de dinero a una mujer a la que no conoce?
¿Por qué un experto agente del FBI tiene que averiguar cuál es la conexión entre estas ocho personas aparentemente sin relación entre ellas?
Las respuestas a todas estas preguntas las da esta absorbente novela: en ella, una conspiración internacional, cuyo objetivo es uno de los lienzos más valiosos del mundo, introduce al lector en el mercado negro del arte, desde Nueva York hasta Londres, desde Bucarest hasta Tokio, tras las huellas de falsificadores y asesinos a sueldo, en un relato cuya lectura no da tregua.

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Ruth apareció por fin a las 15.22 y preguntó a la recepcionista:

– ¿Algún mensaje?

– No -repuso la joven-, pero una mujer la espera.

Anna contuvo el aliento cuando Ruth se volvió.

– ¡Anna! -exclamó-. ¡No te imaginas cuánto me alegro de verte! -La doctora Petrescu había salvado el primer obstáculo-. No sabía si seguirías ocupándote de este encargo después de la tragedia vivida en Nueva York. -Superado el segundo-. Sobre todo si tenemos en cuenta que tu jefe me dijo que el señor Leapman vendría personalmente a recoger el cuadro. -Acababa de saltar el tercero. Nadie había comunicado a Ruth que estaba desaparecida y presuntamente muerta-. Estás un poco pálida. ¿Te encuentras bien?

– Estoy bien -confirmó Anna, tropezó con el cuarto obstáculo y se dio cuenta de que seguía en pie, aunque lo cierto es que tenía que salvar seis vallas más para llegar a la meta.

– ¿Dónde estabas el once de septiembre? -inquirió Ruth, preocupada-. Nos temimos lo peor. Se lo habría preguntado al señor Fenston, pero jamás da la posibilidad de abrir la boca.

– En una subasta en Amsterdam, pero anoche Karl Leapman me telefoneó y me pidió que volase a Londres y comprobara que todo estaba a punto para que, cuando llegue, nos limitemos a cargar el cuadro en el avión.

– Estamos más que preparados -declaró Ruth tercamente-. De todas maneras, te llevaré al depósito para que lo veas con tus propios ojos. Espera un poco. Tengo que averiguar si me han llamado y decirle a mi secretaria adónde voy.

Ansiosa, Anna deambuló de un extremo a otro de la recepción y se preguntó si Ruth telefonearía a Nueva York para contrastar sus explicaciones. ¿Por qué iba a hacerlo? Hasta entonces Ruth siempre había tratado con ella.

Ruth regresó en un par de minutos.

– Esto acaba de llegar -afirmó y entregó a Anna un correo electrónico. A la experta en arte se le encogió el corazón-. Es la confirmación de que el señor Leapman aterrizará esta tarde entre las siete y las siete y media. Pretende que lo esperemos en la pista y estemos a punto para cargar el cuadro, ya que desea emprender el regreso en menos de una hora.

– Muy típico de Leapman -comentó Anna.

– En ese caso, será mejor que nos pongamos en marcha -propuso Ruth y echó a andar hacia la puerta.

La doctora Petrescu asintió, salió del edificio y ocupó el asiento del acompañante del Range Rover de Ruth.

– Lo que le ha sucedido a lady Victoria es espantoso -añadió Ruth, dio la vuelta y condujo hacia el extremo sur de la terminal de carga-. La prensa se ha puesto las botas con la historia de ese asesinato… criminal misterioso, el cuello cortado con un cuchillo de cocina y la policía que sigue sin detener a nadie.

Anna permaneció en silencio y las palabras «cuello cortado» y «criminal misterioso» resonaron en su cerebro. Se preguntó si ese era el motivo por el que Arabella le había dicho que la consideraba valiente.

Ruth frenó frente a un edificio de cemento, de aspecto anodino, que en el pasado Anna había visitado varias veces. La experta en arte consultó la hora: las 15.40.

Ruth mostró el pase de seguridad al guardia, que se apresuró a abrir la puerta de seguridad, de diez centímetros de grosor. Las acompañó por un largo pasillo de cemento gris que para Anna era igual a un búnker. Se detuvo junto a otra puerta de seguridad que disponía de teclado digital. Ruth esperó a que el guardia se apartase y marcó un número de seis dígitos. Abrió la pesada puerta y entraron en una habitación cuadrada de cemento. El termómetro de la pared marcaba veinte grados.

La estancia estaba revestida de estanterías de madera llenas de cuadros que aguardaban su traslado a diversas zonas del mundo. Todos estaban embalados en las distintivas cajas rojas de Art Locations. Ruth repasó el inventario antes de cruzar la estancia y dirigirse a una hilera de estanterías. Tocó una caja con el número 47 escrito en las cuatro esquinas.

Deseosa de ganar tiempo, Anna se acercó lentamente. Echó un vistazo al inventario: número 47, Vincent Van Gogh, Autorretrato con la oreja vendada, 60 por 46 centímetros.

– Me parece que está todo en orden -comentó Anna en el preciso momento en el que el guardia reapareció en la puerta.

– Señora Parish, lamento molestarla, pero afuera hay dos agentes de seguridad de Sotheby's y dicen que han recibido instrucciones de recoger un Van Gogh para someterlo a tasación.

– ¿Sabías algo de esto? -inquirió Ruth y se volvió para mirar a Anna.

– Sí, claro -respondió la doctora Petrescu sin pestañear-. Por cuestiones de seguros, el presidente me ha pedido que haga tasar el Van Gogh antes de que viaje a Nueva York. Solo lo necesitan una hora y lo devolverán inmediatamente.

– El señor Leapman no lo mencionó. Tampoco figura en su correo electrónico.

– Si quieres que te sea sincera, Leapman es un inculto de tomo y lomo que no distingue a Van Gogh de Van Morrison. -Anna se tomó un respiro. En condiciones normales jamás corría riesgos, pero no podía permitir que Ruth llamase a Fenston para comprobarlo-. Si te queda alguna duda, ¿por qué no llamas a Nueva York y hablas con Fenston? Así quedará todo aclarado.

La experta en arte esperó atacada de los nervios mientras Ruth analizaba su propuesta.

– ¿Y aguantar otra bronca? No, gracias, te tomo la palabra. ¿Asumirás la responsabilidad de firmar la orden de salida?

– Por descontado. No es más que mi deber fiduciario en tanto funcionaria del banco -replicó Anna con la esperanza de que sus palabras sonasen suficientemente pomposas.

– ¿También explicarás el cambio de planes al señor Leapman?

– No será necesario. El cuadro estará de vuelta mucho antes de que el avión aterrice.

Ruth se mostró aliviada y se dirigió al guardia:

– Es el número cuarenta y siete.

Ambas acompañaron al guardia mientras recogía el paquete rojo de la estantería y lo trasladaba a la camioneta blindada de Sotheby's.

– Firme aquí -pidió el conductor.

Anna se adelantó y firmó el documento de salida.

– ¿Cuándo devolverán el cuadro? -preguntó Ruth al conductor.

– No me han dicho nada de…

– He pedido a Mark Poltimore que lo devuelva dentro de dos horas -intervino Anna.

– Más nos vale que esté aquí antes de que el señor Leapman aterrice, ya que no me gustaría enemistarme con ese hombre.

– ¿Te quedarás más tranquila si acompaño la obra a Sotheby's? -inquirió Anna inocentemente-. Tal vez pueda acelerar la tasación.

– ¿Estás dispuesta a hacerlo? -quiso saber Ruth.

– Dadas las circunstancias, supongo que es lo más sensato -replicó Anna; subió a la parte delantera de la camioneta y se sentó entre ambos transportistas.

Ruth la despidió con la mano mientras la camioneta franqueaba la puerta del perímetro y se unía al tráfico de última hora de la tarde que se dirigía a Londres.

24

El jet para ejecutivos Gulfstream V de Bryce Fenston se posó en Heathrow a las 19.22. Ruth estaba en la pista, a punto para saludar al representante del banco. Ya había avisado a la aduana de todos los detalles pertinentes a fin de que completasen el papeleo en cuanto Anna regresase.

Durante la última hora, Ruth había dedicado cada vez más tiempo a vigilar la verja principal y a desear que reapareciese la camioneta blindada. Había telefoneado a Sotheby's y la secretaria le había asegurado que el cuadro había llegado. Desde entonces habían transcurrido más de dos horas. Tal vez debería haber llamado a Nueva York para confirmar las palabras de Anna, pero tampoco tenía demasiado sentido poner en duda lo que decía uno de sus clientes más fiables. Ruth se concentró en el jet y decidió guardar silencio. Al fin y al cabo, estaba segura de que Anna se presentaría en cuestión de minutos.

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