Jeffrey Archer - La falsificación

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¿Por qué una anciana es asesinada en su mansión de Inglaterra la madrugada del 11 de septiembre de 2001?
¿Por qué un exitoso banquero de Nueva York no se sorprende al recibir por correo la oreja de una vieja dama?
¿Por qué un prestigioso abogado trabaja para un único cliente sin cobrar honorarios?
¿Por qué una joven ejecutiva roba un Van Gogh si no es una ladrona?
¿Por qué una brillante licenciada trabaja como secretaria después de heredar una fortuna?
¿Por qué una atleta cobra un millón de dólares por cumplir una misión?
¿Por qué una aristócrata estaría dispuesta a matar si sabe que pasará el resto de su vida en prisión?
¿Por qué un magnate japonés del acero va a dar una fuerte suma de dinero a una mujer a la que no conoce?
¿Por qué un experto agente del FBI tiene que averiguar cuál es la conexión entre estas ocho personas aparentemente sin relación entre ellas?
Las respuestas a todas estas preguntas las da esta absorbente novela: en ella, una conspiración internacional, cuyo objetivo es uno de los lienzos más valiosos del mundo, introduce al lector en el mercado negro del arte, desde Nueva York hasta Londres, desde Bucarest hasta Tokio, tras las huellas de falsificadores y asesinos a sueldo, en un relato cuya lectura no da tregua.

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– No es difícil saber qué contiene -opinó Jack-. ¿Adónde se dirigió la camioneta?

– Entregaron el cuadro en la sede de la casa de subastas en el West End.

– ¿Y Petrescu?

– Viajó en la camioneta. Cuando el vehículo llegó a Bond Street, dos conserjes descargaron el cuadro y la doctora los siguió al interior del edificio.

– ¿Cuánto tardó en salir?

– Veinte minutos. En esta ocasión estaba sola, si bien portaba el embalaje rojo. Petrescu llamó a un taxi, colocó el cuadro en el asiento trasero y fue entonces cuando desaparecieron.

– ¿Desaparecieron? -El tono de Jack fue en aumento-. ¿Qué significa que desaparecieron?

– De momento no tenemos muchos agentes disponibles -reconoció Joe-. Casi todos trabajan sin descanso para identificar a los grupos terroristas que podrían haber participado en los ataques del martes.

– Entendido -aceptó Jack y se sosegó.

– Pocas horas después volvimos a encontrarla.

– ¿Dónde?

– En el aeropuerto de Gatwick. No olvide que una rubia atractiva que acarrea una caja roja suele llamar la atención en medio del gentío.

– Al agente Roberts se le habría escapado -comentó Jack y llamó a un taxi.

– ¿Al agente Roberts? -preguntó Joe.

– Se lo explicaré otro día -repuso el jefe y subió al taxi-. ¿Adónde se dirigía?

– A Bucarest.

– ¿Por qué querría trasladar a Bucarest un Van Gogh de valor incalculable? -quiso saber Jack.

– Me juego la cabeza a que cumplía instrucciones de Fenston. Al fin y al cabo, es la ciudad natal de ambos y no creo que exista lugar más adecuado para esconder el cuadro.

– En ese caso, ¿para qué envió a Leapman a Londres si no era necesario que recogiese el autorretrato?

– Supongo que como cortina de humo, lo cual también explicaría los motivos por los que Fenston asistió al funeral de Petrescu, cuando sabe perfectamente que está viva y que sigue trabajando para él.

– Existe otra alternativa que no podemos descartar.

– Jefe, ¿de qué se trata?

– De que Petrescu ya no trabaje para Fenston y haya robado el Van Gogh.

– ¿Cree que correría semejantes riesgos sabiendo que Fenston no dudaría en perseguirla?

– No estoy seguro y solo tengo una manera de averiguarlo.

Jack apretó el botón rojo del teléfono y dio al taxista una dirección del West Side.

Fenston apagó el magnetófono y frunció el ceño. Acababan de escuchar la cinta por tercera vez.

– ¿Cuándo echaremos a la muy zorra? -se limitó a preguntar Leapman.

– No prescindiremos de sus servicios mientras sea la única persona que puede conducirnos al autorretrato -respondió Fenston.

Leapman frunció el entrecejo.

– ¿Has captado lo único que tiene importancia en esa conversación? -inquirió y Fenston enarcó una ceja-. Me refiero a «Me voy». -Fenston no abrió la boca-. Si hubiese empleado el verbo volver y dicho «Vuelvo a casa», se habría referido a Nueva York.

– Pero como empleó el verbo ir, solo se podía referir a Bucarest.

Jack se apoltronó en el asiento del taxi e intentó deducir cuál sería el siguiente movimiento de Petrescu. Aún no había decidido si era una delincuente profesional o una aficionada de tomo y lomo. ¿Qué función desempeñaba Tina en esa ecuación? ¿Era posible que Fenston, Leapman, Petrescu y Forster estuviesen conchabados? En ese caso, ¿por qué Leapman solo estuvo unas horas en Londres antes de emprender el regreso a Nueva York?

Ciertamente, no se había encontrado con Petrescu ni regresado a la Gran Manzana con el cuadro.

En el supuesto de que hubiera decidido moverse por su cuenta, Petrescu tenía que saber que solo era cuestión de tiempo que Fenston diese con ella. Jack no tuvo más remedio que reconocer que ahora la doctora iba por libre y que no parecía saber hasta qué punto corría peligro.

Lo que más lo desconcertaba era la razón por la cual la experta en arte robaría una obra valorada en muchos millones cuando no podía albergar la menor ilusión de deshacerse de una pieza tan conocida sin que cualquiera de sus antiguos colegas se enterase. El mundo del arte era muy pequeño y la cantidad de personas que podían disponer de esas cifras se reducía incluso más. Aunque lo consiguiera, ¿qué haría con el dinero? Intentara donde intentase esconderlo, el FBI rastrearía semejante cantidad en cuestión de horas, sobre todo después de los acontecimientos del martes. No tenía sentido.

Si Petrescu llevaba su audaz jugada hasta la conclusión más evidente, Fenston se llevaría una desagradable sorpresa e indudablemente reaccionaría de acuerdo con su forma de ser.

Cuando el taxi se internó por Central Park, Jack intentó encontrarle sentido a cuanto había sucedido en los últimos días. Incluso se preguntó si después del 11-S lo apartarían del caso Fenston, pero Macy insistió en que no todos los agentes debían investigar pistas terroristas mientras otros delincuentes seguían asesinando y se salían con la suya.

No le había resultado difícil conseguir una orden de registro mientras la experta en arte figuraba en la lista de desaparecidos. Al fin y al cabo, era imprescindible hablar con sus parientes y amigos para averiguar si se había puesto en contacto con ellos. Jack también había planteado al juez la posibilidad remota de que la doctora Petrescu estuviese encerrada en su apartamento e intentara recuperarse de esa experiencia sobrecogedora. El juez firmó la orden sin hacer demasiadas preguntas y manifestó el deseo de que la encontrasen, deseo que ese día tuvo que manifestar varias veces.

Sam se había puesto a llorar desconsoladamente ante la mera mención del nombre de Anna, pero dijo a Jack que lo ayudaría en todo lo que pudiera, lo acompañó al apartamento e incluso abrió la puerta.

Jack deambuló por el piso pequeño y ordenado mientras Sam esperaba en el pasillo. No averiguó mucho más de lo que ya sabía. La libreta de direcciones confirmó el número de teléfono del tío de Anna en Danville y en un sobre figuraban las señas de su madre en Bucarest. Tal vez la única sorpresa fue el pequeño dibujo de Picasso que colgaba en el pasillo y que el artista había firmado a lápiz. El agente del FBI estudió al matador y al toro y llegó a la conclusión de que no se trataba de una reproducción. Le costó creer que Anna lo hubiese robado y colgado en el pasillo para que lo admirasen. ¿Acaso ese dibujo era una gratificación de Fenston por haberlo ayudado a conseguir el Van Gogh? En ese caso, al menos explicaría lo que la experta en arte se proponía. A continuación entró en el dormitorio y vio la única pista que confirmaba que la noche del 11-S Tina había estado en el apartamento. Junto a la cama de Anna había un reloj y Jack miró que hora marcaba: las 8.46.

Regresó a la sala y echó un vistazo a la foto que había en una esquina del escritorio. Supuso que era Anna con sus padres. Abrió un archivador y encontró un fajo de cartas que no pudo leer. La mayoría estaba firmada por «mamá», aunque una o dos llevaban la rúbrica de «Anton». Jack se preguntó si era un pariente o un amigo. Volvió a mirar la foto y le resultó imposible abstenerse de pensar que, si la conociera, su madre invitaría a Anna a probar su guiso irlandés.

– ¡Maldita sea! -exclamó Jack lo suficientemente alto como para que el taxista lo oyese.

– ¿Qué pasa?

– Me he olvidado de llamar a mi madre.

– Entonces tiene un problema grave -aseguró el taxista-. Lo sé porque también soy irlandés.

Jack se preguntó si resultaba tan evidente. Tendría que haber llamado a su madre para avisarle que no podría acudir a la «noche del guiso irlandés», en la que solía reunirse con sus progenitores para celebrar la superioridad de la raza gaélica por encima del resto de las criaturas de Dios. Tampoco lo ayudaba ser hijo único. Debería tratar de acordarse de llamarla desde Londres.

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