"Creo que vale la pena profundizar esto".
"Escríbelo, y veamos qué piensan. Langley tiene una cantidad de analistas interpretativos, algunos muy buenos".
"Hasta donde sabemos, Mohammed es el más importante de esa banda. Aquí está hablando de alguien que es superior a él. Debemos verificar quién es", dijo el joven Ryan con la mayor autoridad que pudo.
En cuanto a Wills, sabía que su compañero tenía razón. También, acababa de identificar en forma implícita el mayor problema del negocio de la inteligencia. Demasiado datos, demasiado poco tiempo para analizarlos. La mejor jugada sería fingir una pregunta de la CIA a la NSA y de la NSA a la CIA, en busca de algunas opiniones sobre este asunto en particular. Pero tenían que tener cuidado con eso. Se hacían millones de pedidos de datos, varias veces al día, y, debido a ese volumen, a nadie se le ocurría verificar la autenticidad de cada uno, pues a fin de cuentas, el enlace de comunicaciones era seguro, ¿verdad? Pero requerir los servicios de los analistas bien podía resultar en una llamada telefónica, lo cual requería tanto un número como una persona que atendiese el teléfono. Eso podía conducir a una filtración y las filtraciones eran lo único que el Campus no se podía permitir. De modo que las preguntas de esta naturaleza iban al piso superior. Tal vez dos veces al año. El Campus era un parásito en el cuerpo de la comunidad de inteligencia. No se suponía que tales criaturas tuviesen una boca para hablar, sino sólo para chupar sangre.
"Escribe tus ideas para Rick Bell, y él las discutirá con el senador", aconsejó Wills.
"Qué bien", gruñó Jack. Aún no había aprendido a ser paciente. Más importante, aún no había aprendido lo que es una burocracia. Hasta el Campus la tenía. Lo curioso es que si él hubiese sido un analista de nivel intermedio en Lanlgey, no habría necesitado más que tomar el teléfono, discar un número y hablar con la persona adecuada para suministrarle una opinión autorizada o lo más parecido a eso que hubiera. Pero esto no era Langley. De hecho, la CIA era muy buena para obtener y procesar información. Lo que no lograban resolver era cómo hacer algo efectivo con ésta. Jack escribió su solicitud y sus razones para hacerla, preguntándose qué resultaría de ello.
El Emir se tomó la noticia con calma. Uda había sido un subalterno útil, pero no importante. Tenía muchas fuentes de dinero para su operación. Era alto para ser árabe, no particularmente buen mozo, con nariz semita y piel cetrina. Su familia era distinguida y muy rica, aunque sus hermanos -eran nueve- controlaban la mayor parte de la fortuna familiar. Su casa en Riad era amplia y confortable, pero no era un palacio. Esos eran para la familia real, cuyos abundantes principitos se pavoneaban como si cada uno de ellos fuese rey en su tierra y protector de los Santos Lugares. Despreciaba en silencio a la familia real, a cuyos integrantes conocía bien, pero sus emociones estaban bien sepultadas dentro de su alma.
En su juventud, había sido más demostrativo. Se había vuelto al Islam al comienzo de su adolescencia, inspirado por un imán muy conservador, cuyas enseñanzas con el tiempo le causaron problemas, pero que había inspirado a toda una camada de seguidores e hijos espirituales. El Emir era simplemente el más inteligente de todos éstos. El también había voceado sus opiniones, con el resultado de que fue enviado a Inglaterra para educarse -en realidad, para alejado del país- pero en Inglaterra, además de aprender cómo era el mundo, había conocido una cosa totalmente novedosa. La libertad de palabra y de expresión. En Londres, ésta se practicaba sobre todo en Hyde Park Comer, una tradición de libre expresión que tenía una antigüedad de siglos, una suerte de válvula de escape para la población británica, que, como toda válvula de seguridad, meramente ventila los pensamientos problemáticos, que se dispersan en el aire en vez de echar raíz. En América, el equivalente eran los medios de prensa radicalizados. Pero lo que lo impactó tanto como si hubiera visto una nave llegada de Marte era que la gente pudiera cuestionar al gobierno en los términos que quería. Se había criado en una de las última monarquías absolutas del mundo, donde hasta la tierra del país pertenecía al rey y la ley era lo que el monarca reinante decía que era -ligada, si no explícitamente, sí en esencia al Corán y a la Sharia, la tradición legal islámica, que se remontaba al mismísimo profeta. El Islam no tenía Papa ni una auténtica jerarquía filosófica según la entienden otras religiones, por lo tanto tampoco un cánon de aplicación generalmente aceptado. Los chiitas y los sunnitas peleaban a menudo -siempre- respecto de ese tema, y aun dentro del Islam sunnita, los wahabíes -principal secta del reino- adherían a una muy severa versión del credo. Pero para el Emir esta aparente debilidad del Islam era su atributo más útil. Sólo le hacía falta convertir algunos musulmanes individuales a su sistema de creencias particular, lo cual era notablemente fácil, ya que no había que salir en busca de esas personas. Se hacían notar hasta el punto en que andaban voceando sus identidades.
Y la mayor parte de ellos eran personas educadas en Europa o en los Estados Unidos, donde su origen extranjero los hacía segregarse para poder contar con un cómodo lugar donde tener una identidad propia, de modo que construían sobre un cimiento de discriminación que había llevado a muchos de ellos a una ética revolucionaria. Ello era particularmente útil, dado que, en el ínterin, habían adquirido un conocimiento de la cultura del enemigo que era vital para herir los puntos más vulnerables de éste. Las conversiones religiosas de estos individuos habían sido, por así decido, inevitables. Una vez hecho esto, sólo era cuestión de identificar sus objetos de odio -es decir, las personas a quienes hacían responsables de su descontento juvenil- y decidir cómo eliminar a sus enemigos autogenerados, de a uno o mediante grandes golpes efectistas, atractivos para su sentido de lo teatral, más que para su escasa comprensión de lo real.
Y cuando triunfasen, el Emir, como lo llamaban sus seguidores, sería el nuevo mahdí, el árbitro final del movimiento islámico mundial. Pensaba lidiar con las disputas intrarreligiosas (por ejemplo, sunnitas contra chiítas) mediante una fatwa o pronunciamiento religioso de amplios alcances que llamara a la tolerancia. Ello les parecería admirable incluso a sus enemigos. Al fin y al cabo ¿no había una centena o más de sectas cristianas que habían prácticamente terminado con sus disputas internas? Hasta podía reservarse la posibilidad de ser tolerante hacia los judíos, aunque debía ahorrarse esa jugada para sus últimos años, una vez que ya estuviese establecido en la sede de su poder, probablemente un palacio de adecuada humildad en las afueras de la ciudad de La Meca. La humildad era una virtud útil para la cabeza de un movimiento religioso, pues como había afirmado el pagano Tucídides, antes incluso del Profeta, entre todas las manifestaciones de poder, la que más impresiona a los hombres es la mesura.
Ése era su mayor desafío, lo que quería lograr. Requeriría tiempo y paciencia, y su éxito no estaba garantizado. Era una pena que tuviera que valerse de fanáticos, cada uno de los cuales tenía su propio cerebro y sus propias y decididas opiniones. Era concebible que tales personas se rebelaran y pretendieran reemplazado con conceptos religiosos propios. Tal vez hasta creyeran en sus propias ideas -tal vez eran verdaderos fanáticos, como lo fue el propio profeta Mahoma, pero Mahoma, la bendición y la paz sean con él, había sido el más honorable de los hombres, y había combatido buena y honorablemente contra los paganos idólatras, mientras que sus esfuerzos se dirigían en particular a la comunidad de los Creyentes. ¿Era él, entonces, un hombre honorable? Una pregunta difícil. ¿Pero no necesitaba el Islam ser incorporado al mundo moderno, salir de la prisión de lo antiguo? ¿Quería Alá que quienes creían en El permanecieran para siempre en el siglo VII? Ciertamente no. Alguna vez, el Islam fue el centro de la erudición humana, una religión evolucionada y estudiosa que, desgraciadamente, había perdido el rumbo de la mano del gran Jan, y luego había sido oprimida por los infieles de Occidente. El Emir creía en el Santo Corán y en las enseñanzas de los imanes, pero no era ciego al mundo que lo rodeaba. Tampoco lo era a los hechos de la existencia humana. Quienes tenían poder, lo guardaban celosamente, y eso poco tenía que ver con la religión, porque el poder era una droga en sí mismo. y la gente necesitaba algo -o mejór alguien- para seguir si es que quería evolucionar. La libertad, según la idea europea y estadounidense, era demasiado caótica -también había aprendido eso en Hyde Park Comer. Tenía que haber orden. y él era el adecuado para proveerlo.
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