Tom Clancy - Los dientes del tigre

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"Si le vas a patear el trasero al tigre, más vale que tengas un plan para enfrentarte a sus dientes."
Tom Clancy. Durante la era del terrorismo global, donde cualquiera puede acceder tanto a un fusil Kalashnikov como a algunas fatales nociones de química, o simplemente está dispuesto a morir por una "causa justa", las antiguas reglas ya no corren.
Por más organizaciones gubernamentales creadas ad hoc, las únicas efectivas son las rápidas y ágiles, libres de supervisión y restricciones y fuera del sistema.
En un anónimo edificio suburbano, una empresa invierte con éxito en acciones, bonos y divisas pero, tras la fachada financiera, de lo que se ocupa en realidad es de identificar y localizar amenazas terroristas para eliminarlas del modo que sea.
Instalado con la venia del presidente norteamericano, "el Campus" recluta a tres nuevos talentos: el agente del FBI Dominic Caruso, su hermano Brian, combatiente en Afganistán, y Jack Ryan Jr., que ha crecido rodeado de intrigas mientras su padre llegaba a la Casa Blanca.
La frenética trama de Los dientes del tigre obligará a Jack a deshacerse de sus conocimientos sobre espionaje y operaciones de inteligencia para enfrentarse a un mundo que se ha vuelto mucho más peligroso, poblado por fanáticos islámicos y narcotraficantes colombianos.
El genio de Tom Clancy para las historias amplias y absorbentes lo ha convertido en uno de los narradores más destacados de la actualidad. Su nueva novela supera las marcas anteriores.

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Por supuesto que el plan de operaciones estaba escrito, en tipo Geneva de catorce puntos, sobre simple papel blanco. Cuatro copias. Una para cada jefe de equipo. Los otros datos estaban en los archivos de las computadoras que cada uno de los hombres llevaba en sus bolsos de mano, junto a camisas de recambio, ropa interior limpia y poco más. No necesitarían mucho, y el plan era dejar tras ellos la menor cantidad posible de datos para confundir aún más a los norteamericanos.

La idea bastó para producirle una delgada sonrisa dedicada al paisaje que pasaba por la ventanilla. Mustafá encendió un cigarrillo -sólo le quedaban tres- y aspiró hondo el humo de tabaco mientras el aire acondicionado soplaba aire fresco sobre él. Tras ellos, el sol se ocultaba. Su siguiente -y último- alto sería en la oscuridad, lo cual, le pareció, demostraba buen planificación táctica. Sabía que sólo sería así por casualidad, pero justamente eso demostraba que el propio Alá aprobaba el plan. Así debía ser. Al fin y al cabo, trabajaban para El.

Otra aburrida jornada de trabajo, pensó Jack mientras se dirigía a su auto. Una de las cosas malas del Campus era que no podía discutirlo con nadie. Nadie tenía autorización para conocer esas cosas, aunque aún no quedaba claro por qué esto era así. Claro que podía hablar del tema con su papá -por definición, el Presidente tenía acceso a todo, y los ex presidentes tenían el mismo nivel de acceso a la información, si no según la ley, al menos sí según la costumbre. Pero no, no podía hacerlo. A papi no le gustaría su nuevo empleo. Papi podía hacer una llamada de teléfono y joderlo todo, y Jack había probado lo suficiente como para que su apetito continuara abierto por al menos unos meses más. Aun así, haber podido conversar informalmente con alguien que supiera que estaba sería una bendición. Sólo alguien que dijera, sí, esto es importante y, sí, realmente contribuyes a la causa de la Verdad, la Justicia y el Sistema de los Estados Unidos.

¿Contaba realmente lo que él hiciera? El mundo era como era, y él no podría cambiarlo mucho. Ni su padre, con todo el poder que tuvo a su disposición, lo logró. ¿Cuánto podría lograr él, que en cierto modo era un príncipe heredero? Pero si algún día las piezas de este mundo roto llegaran a unirse, sería porque lo haría alguien a quien no le importara si era o no una tarea imposible. Probablemente alguien demasiado joven y estúpido como para saber que las cosas imposibles son… imposibles. Pero ni su padre ni su madre creían en ese término, y así lo habían educado. Sally pronto se graduaría en la escuela médica y comenzaría a cursar oncología -la especialidad médica que su madre lamentaba no haber seguido- y le decía a quien quisiera escucharla que ella estaría presente el día que el dragón del cáncer fuese finalmente muerto de una vez por todas. Así que creer que algo era imposible no era parte del credo Ryan. Aún no sabía cómo hacerlo, pero siempre se podía aprender, ¿no? Y era inteligente y había tenido una buena educación y tener un considerable fondo de inversiones de su propiedad garantizaba que podía seguir su camino sin temor a morir de hambre si ofendía a quien no debía. Esa era la más importante de las libertades que le legó su padre y John Patrick Ryan Ir. era lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de la importancia que tenía – aunque no tanto como para comprender la responsabilidad que conllevaba esa libertad.

En vez de cocinarse la cena, esa noche decidieron ir a una parrilla local. Estaba colmada de alumnos de la Universidad de Virginia. Se notaba, todos parecían brillantes, pero menos de lo que se creían, y todos hablaban demasiado alto, mostrando un exceso de confianza en sí mismos. Esa era una de las ventajas de ser niños -aunque a ellos habrían detestado que se los llamase así-, chicos cuyas necesidades aún eran cubiertas por amantes padres, aunque desde una cómoda distancia. Para los hermanos Caruso, era un humorístico recordatorio de cómo habían sido ellos hasta pocos años atrás, antes de que el entrenamiento y la experiencia en el mundo real los transformaran. Aún no estaban seguros de qué era aquello en que habían sido transformados. Lo que había parecido tan simple desde la facultad se había hecho infinitamente complejo una vez que dejaron el vientre académico. Al fin y al cabo, el mundo no era digital, era una realidad analógica, siempre desprolija, donde siempre quedaban cabos sueltos que no podían atarse como cordones de zapatos, de modo que cada paso imprudente podía significar un tropezón y una caída. y la cautela sólo llegaba con la experiencia -con unos pocos tropezones y caídas que dolían, y que sólo cuando dolían de veras dejaban una lección que se recordaba. Esas lecciones habían llegado pronto para los hermanos. No tan pronto como Es llegaron a generaciones anteriores, pero así y todo lo suficientemente rápido para comprender las consecuencias de equivocarse en un mundo que nunca supo perdonar.

"Buen lugar", juzgó Brian mientras comía su filete mignon.

"Es difícil arruinar un buen trozo de carne, por más malo que sea el cocinero". Era evidente que la parrilla tenía un cocinero, no un chef, pero las papas fritas que venían con el bife no estaban mal para tratarse de carbohidratos casi crudos y se notaba que el brócoli estaba recién descongelado, pensó Dominic.

"Realmente, debería cuidar más de lo que como", dijo el mayor de infantería de marina.

"Disfruta mientras puedas. Aún no hemos cumplido los treinta, ¿no?"

Esto los hizo reír. "Antes parecía un número tremendamente grande, ¿verdad?"

"El comienzo de la vejez. Ah, sí. Bueno, pero eres muy joven para tener rango de mayor, ¿o no?"

Aldo se encogió de hombros. "Supongo que sí. A mi jefe le caigo bien, y tenía muy buenos hombres a mis órdenes. Pero nunca logré que me agradaran las raciones de combate. Te mantienen con vida, pero no puedo decir más que eso. A mi artillero le encantaban, decía que eran mejores que las que había tenido que comer a lo largo de su carrera en el Cuerpo."

"En el Buró, uno tiende a sobrevivir a base de Dunkin' Donuts y, bueno, yo creo que hacen lo que debe ser el mejor café industrial de los Estados Unidos. Es difícil mantenerse en línea con esa dieta.

"No estás en mal estado físico para guerrero de escritorio, Enzo", observó Brian con considerable generosidad. A veces, al finalizar la carrera matutina, su hermano parecía a punto de desplomarse. Pero para un infante de marina, una carrera de cinco kilómetros era como tomarse el café de la mañana, algo para abrir los ojos. "Aún me gustaría saber para qué nos estamos entrenando", dijo Aldo tras otro bocado.

"Hermano, nos estamos entrenando para matar gente, eso es todo lo que necesitas saber. Acercamos sin que nos vean, y huir sin que nos noten.

"Con pistolas?", replicó Brian, dubitativo. "Un poco ruidosas y no tan seguras como un fusil. En mi equipo de Afganistán, tenía un francotirador. Eliminó a algunos enemigos a una distancia de casi un kilómetro Y medio. Usaba un fusil Barrett.50, grandote, como un Rifle Automático Browning que hubiera tomado esteroides. Dispara las calibre 50, como la ametralladora pesada Ma Deuce. Precisa como ella sola, y buena para impactos definitivos, ¿sabes? Es un poco difícil quedar en pie con un agujero de un centímetro de diámetro en el cuerpo". Especialmente dado que su francotirador, el cabo Alan Roberts, un muchacho negro de Detroit prefería tirar a la cabeza y un tiro de calibre 50 en la cabeza realmente cumple con su cometido.

"Bueno, tal vez sea con silenciador. El disparo de un arma de mano se puede amortiguar bastante bien".

"Las vi. Practicamos con ellas en la Escuela de Reconocimiento, pero son terriblemente abultadas para llevar bajo un traje, además de que hay que sacadas, quedarse quieto y apuntadas a la cabeza de tu objetivo. No creo que matemos mucha gente con pistola, Enzo, a no ser que nos envíen a la Escuela James Bond a tomar unos cursos de magia".

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