Tom Clancy - Los dientes del tigre

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"Si le vas a patear el trasero al tigre, más vale que tengas un plan para enfrentarte a sus dientes."
Tom Clancy. Durante la era del terrorismo global, donde cualquiera puede acceder tanto a un fusil Kalashnikov como a algunas fatales nociones de química, o simplemente está dispuesto a morir por una "causa justa", las antiguas reglas ya no corren.
Por más organizaciones gubernamentales creadas ad hoc, las únicas efectivas son las rápidas y ágiles, libres de supervisión y restricciones y fuera del sistema.
En un anónimo edificio suburbano, una empresa invierte con éxito en acciones, bonos y divisas pero, tras la fachada financiera, de lo que se ocupa en realidad es de identificar y localizar amenazas terroristas para eliminarlas del modo que sea.
Instalado con la venia del presidente norteamericano, "el Campus" recluta a tres nuevos talentos: el agente del FBI Dominic Caruso, su hermano Brian, combatiente en Afganistán, y Jack Ryan Jr., que ha crecido rodeado de intrigas mientras su padre llegaba a la Casa Blanca.
La frenética trama de Los dientes del tigre obligará a Jack a deshacerse de sus conocimientos sobre espionaje y operaciones de inteligencia para enfrentarse a un mundo que se ha vuelto mucho más peligroso, poblado por fanáticos islámicos y narcotraficantes colombianos.
El genio de Tom Clancy para las historias amplias y absorbentes lo ha convertido en uno de los narradores más destacados de la actualidad. Su nueva novela supera las marcas anteriores.

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"Sigue adelante. No se supone que deba ser fácil ni divertido".

"A la orden, señor". Había aprendido eso de los infantes de marina de la Casa Blanca. Cada tanto, hasta se lo decían a él, hasta que su padre lo notó y terminó de inmediato con la práctica. Jack regresó a su computadora. Hacía sus anotaciones en papel blanco rayado, sólo porque así le resultaba más fácil, luego las transfería a otro archivo digital por la tarde. Mientras escribía, notó que Tony dejaba la habitación y se dirigía al piso superior.

Una vez que llegó allí, Wills le dijo a Rick Bell: "Ese chico tiene buen ojo".

"Ah sí?" Era un poquito pronto para hablar de los resultados del novato, fuera quien fuese su padre, pensó Bell.

"Lo puse tras los pasos de un joven saudita que vive en Londres, se llama Uda bm Sali, administra los intereses de su familia. Los británicos lo vigilan sin mucho rigor, porque una vez telefoneó a alguien que Es interesa".

"y Junior dio con un par de cientos de miles que no tienen justificación".

"¿Cuán sólido es eso?"

"Tendremos que poner a uno de los de siempre a investigado, pero, sabes… el chico tiene la clase de olfato que hace falta".

"¿Tal vez Dave Cunningham?" Era un contador forense que antes de unirse al Campus trabajaba en el Departamento de Justicia, División Crimen Organizado. De casi sesenta años, el olfato de Dave para los números era legendario. El departamento de finanzas del Campus lo empleaba más bien para actividades "convencionales". Se habría desempeñado bien en Wall Street, pero le gustaba atrapar mala gente. En el Campus, podía dedicarse a esa vocación sin preocuparse por las leyes de retiro gubernamentales.

"Sí, yo lo escogería a Dave", asintió Tony.

"Bien, copiemos los archivos de la computadora de Jack en la de Dave y veamos que conclusión saca". "De acuerdo, Rick. ¿Viste el informe de interceptación de la NSA ayer?"

"Si. Me llamó la atención", respondió Bell alzando la mirada. Desde hacía tres días, el tráfico de mensajes de fuentes que los servicios de inteligencia del gobierno encontraban interesantes había disminuido un diecisiete por ciento y dos fuentes particularmente interesantes habían callado del todo. Cuando el tráfico de radio de una unidad militar disminuye, suele tratarse del silencio de radio previo a una operación de combate. Esa era la clase de cosas que ponía nerviosa a la gente de inteligencia de señales. Casi nunca significaba nada más que una fluctuación aleatoria de las operaciones, pero había concluido en algo real el suficiente número de veces como para que pusiera un poquito nerviosos a los agentes de señales.

"Alguna idea?", preguntó Wills.

Bell meneó la cabeza. "Dejé de ser supersticioso hace unos diez años".

Estaba claro que Tony Wills no diría: "Rick, ya llegó nuestra hora. Hace tiempo que esperamos". "Entiendo a qué te refieres, pero no podemos manejamos así en este lugar".

"Rick, esto es como presenciar un juego de béisbol: puede que desde asientos preferenciales, pero así y todo no podemos metemos en el campo de juego cuando nos parece"

"Para hacer qué?, ¿matar al árbitro?", preguntó Bell.

"No, sólo al tipo que tiene la intención de acertarle un pelotazo en la cara al bateador".

"Paciencia, Tony, paciencia".

"Qué virtud difícil de aprender, ¿no?", a pesar de toda su experiencia, Wills nunca la había adquirido.

"Crees que estás impaciente? ¿Qué te crees que le ocurre a Gerry?"

"Sí, Rick, lo sé". Se puso de pie. "Nos vemos, amigo".

No habían visto ni un ser humano ni un auto ni un helicóptero. Estaba claro que no había nada valioso allí. Ni petróleo ni oro ni siquiera cobre. Nada que mereciera ser vigilado o protegido. La caminata sólo había sido lo suficientemente ardua como para resultar saludable. Esta parte de los Estados Unidos bien podía haber sido el Cuadrante Vacío de Arabia Saudita, el Rub'al Jali, donde hasta a un sufrido camello del desierto le costaría sobrevivir.

Pero estaba claro que la caminata había terminado. Cuando llegaron a la cima de una pequeña loma vieron cinco vehículos, rodeados de grupos de hombres que hablaban entre sí.

"Ajá", dijo Ricardo, "ya están aquí. Excelente". Podía librarse de los lentos extranjeros y seguir con su trabajo. Se detuvo y dejó que sus clientes lo alcanzaran.

"Éste es nuestro destino?", preguntó Mustafá, esperando que así fuera. Había sido una caminata fácil, mucho más de lo esperado.

"Ésos son mis amigos. Los llevarán a Las Cruces. Allí podrán ver cómo seguir viaje".

"¿Y tú?", preguntó Mustafá.

"Me vuelvo a casa con mi familia", respondió Ricardo. ¿No eran las cosas así de simples? ¿Ese tipo no tendría familia?

Sólo hizo falta andar diez minutos más. Ricardo subió al primer subutilitario tras estrecharles las manos a todos. Eran bastante amistosos, aunque en forma cautelosa. Llevarlos hasta ahí podía haber resultado más difícil, pero el tráfico de inmigrantes ilegales era mucho más intenso en Arizona y California y era allí donde la Patrulla de Fronteras de los Estados Unidos tenía a la mayor parte de su personal. Los gringos, como todo el mundo, tendían a centrar su atención donde había más problemas, pero tal vez eso no fuera la actitud más previsora. Tarde o temprano terminarían por darse cuenta de que aquí también se cruzaba ilegalmente la frontera. Cierto que no en forma muy espectacular. Cuando eso ocurriera, tendría que encontrar otra forma de ganarse la vida. De todas formas, le había ido bien durante esos últimos siete años -lo suficiente como para instalar un pequeño negocio y criar a sus niños en un tipo de trabajo más legítimo.

Miró cómo el grupo subía al vehículo y cómo éste se alejaba. También él se dirigió a Las Cruces, luego giró al sur, a la 1-10 que llevaba a El Paso. Hacía tiempo que ya no se preguntaba qué hacían sus clientes en los Estados Unidos. Suponía que seguramente no se dedicarían a ser jardineros ni albañiles, pero le habían pagado diez mil dólares en dinero norteamericano. De modo que, para alguien eran importantes… para él, no.

CAPÍTULO 10 Destinos

Para Mustafá y sus amigos, el camino a Las Cruces fue un recreo sorprendentemente bienvenido y, aunque no lo demostraran, era obvio que ahora reinaba la excitación. Estaban en los Estados Unidos. Estaban cerca de la gente a la que tenían intención de matar. De algún modo, su misión estaba más cerca de llegar a término. Ya no debían recorrer un mero puñado de kilómetros sino seguir una mágica línea invisible. Estaban en la casa del Gran Satán. Aquí estaban los que habían hecho llover la muerte sobre su hogar y sobre todos los fieles del mundo musulmán, los que apoyaban a Israel en forma tan servil.

En Deming, giraron al este hacia Las Cruces. Faltaban cien kilómetros para su próxima parada intermedia sobre la 1-10. Había carteles que anunciaban moteles y lugares donde comer, atracciones turísticas, tanto rutinarias como inconcebibles, más tierra ondulante y horizontes que seguían pareciendo distantes por más que el auto devorara distancias a una invariable velocidad de ciento diez kilómetros por hora.

Como antes, el conductor parecía mexicano y se mantenía en silencio. Nadie decía nada, el conductor porque no tenía ganas, los pasajeros porque hablaban inglés con un acento que aquel podía notar. De este modo sólo recordaría haber llevado a unas personas por un camino de tierra en el sur de Nuevo México y desde allí haberlos llevado a otro lugar.

Debía ser más difícil para los demás de la partida, pensó Mustafá. Debían confiar en que él sabía qué estaba haciendo. Era el comandante de la misión, el jefe de una banda de guerreros que estaba a punto de dividirse en cuatro secciones que ya nunca se reunirían. La misión había sido planeada meticulosamente. De aquí en más, casi no se comunicarían y cuando lo hicieran, sería vía computadora. Funcionarían en forma independiente, pero con una agenda simple y convergiendo en un único objetivo. Este plan conmocionaría a los Estados Unidos como nunca nadie lo había hecho, se dijo Mustafá mirando una camioneta que pasaba junto a ellos. Padre y madre y al parecer dos niños, uno que parecía tener unos cuatro años, otro más pequeño, tal vez de un año y medio. Todos infieles. Objetivos.

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