Camino del aeropuerto, en el Rolls-Royce del Alto Comisionado, Henry refirió a sir David las últimas noticias sobre el proyecto de la piscina. El Alto Comisionado sonrió.
– Bien hecho, Henry -dijo-. Confiemos en que tengas tanta suerte con el ministro como con Bill Paterson.
Los dos hombres aguardaban en la pista del aeropuerto de St. George, con los dos metros de alfombra roja ya colocados, cuando el Boing 727 aterrizó. Como era raro que aterrizara más de un avión diario en St. George, y como solo había una pista, «Aeropuerto Internacional» era, en opinión de Henry, un término desacertado.
El ministro resultó ser un tipo bastante cordial, e insistió en que todos debían llamarle Will. Aseguró a sir David que había esperado con impaciencia el momento de visitar St. Edward.
– St. George, ministro -susurró en su oído el Alto Comisionado.
– Sí, por supuesto, St. George -contestó Will, sin ni siquiera ruborizarse.
En cuanto llegaron a la Alta Comisión, Henry dejó al ministro para que tomara el té con sir David y su esposa, y regresó a su despacho. Aunque el trayecto había sido muy breve, ya estaba convencido de que Will el Tonto no debía tener mucha influencia en Whitehall, pero eso no le impediría interceder por su caso. Al menos, el ministro había leído las notas informativas, porque le dijo que tenía muchas ganas de ver la nueva piscina.
– Aún no está empezada -le recordó Henry.
– Curioso -dijo el ministro-. Creía haber leído en alguna parte que la princesa Margarita la había inaugurado.
– No, solo puso la primera piedra, ministro, pero tal vez todo cambiará cuando el proyecto reciba la bendición de usted.
– Haré lo que pueda -prometió Will-, pero recuerde que nos han aconsejado realizar recortes presupuestarios en los fondos para ultramar.
Durante el cóctel de aquella noche, Henry no pudo decir otra cosa que «Buenas noches, ministro», pues el Alto Comisionado estaba decidido a presentar a Will a todos los invitados en menos de sesenta minutos. Cuando los dos marcharon para cenar con el general Olangi, Henry volvió a su despacho para repasar el discurso que el ministro pronunciaría en el desayuno de la mañana siguiente. Le satisfizo ver que el párrafo redactado por él sobre proyecto de la piscina se conservaba en el bordador final, de modo que constaría oficialmente. Repasó el reparto de asientos, para asegurarse de que le habían colocado junto al director del St. George's Echo. Así, podía estar seguro de que la siguiente edición del periódico destacaría el apoyo del gobierno británico al proyecto de la piscina.
Henry se levantó temprano a la mañana siguiente y estuvo entre los primeros en llegar a la residencia del Alto Comisionado. Aprovechó la oportunidad para informar a la mayoría de hombres de negocios presentes sobre la importancia que el gobierno británico concedía al proyecto de la piscina, y subrayó que el Barclays Bank había accedido a abrir el fondo con una generosa donación.
El ministro llegó al desayuno unos minutos tarde.
– Una llamada de Londres -explicó, de modo que no se sentaron a la mesa hasta las ocho y cuarto.
Henry ocupó su asiento junto al director del periódico local y esperó con impaciencia a que el ministro pronunciara su discurso.
Will se levantó a las ocho y cuarenta y siete minutos. Dedicó los cinco primeros minutos a hablar de las bananas, y dijo a continuación:
– Permítanme asegurarles que el gobierno de Su Majestad no ha olvidado el proyecto de la piscina que fue inaugurado por la princesa Margarita, y confiamos en hacer una declaración sobre sus progresos en un futuro cercano. Me complació saber por boca de sir David -miró a Bill Paterson, que estaba sentado frente a él- que el Rotary Club ha adoptado el proyecto como su Caridad del Año, y varios hombres de negocios locales ya han accedido generosamente a apoyar la causa.
Sus palabras fueron saludadas con una salva de aplausos, instigada por Henry.
Cuando el ministro volvió a sentarse, Henry entregó al director del periódico un sobre que contenía un artículo de mil palabras, junto con varias fotos del solar. Henry estaba convencido de que constituiría la doble página central del St. George's Echo de la semana siguiente.
Henry consultó su reloj cuando el ministro se sentó: las ocho y cincuenta y seis minutos. Muy justo. Cuando Will subió a su habitación, Henry empezó a pasear arriba y abajo del vestíbulo, consultando su reloj a cada minuto que pasaba.
El ministro subió al Rolls-Royce a las nueve y veinticuatro minutos, se volvió hacia Henry y dijo:
– Temo que me veré obligado a declinar el placer de visitar el solar de la piscina. No obstante -prometió-, tenga la seguridad de que leeré su informe en el avión, e informaré al ministro de Asuntos Exteriores en cuanto regrese a Londres.
Cuando el coche pasó a toda velocidad junto a un pedazo de terreno baldío, Henry señaló el solar al ministro. Will miró por la ventanilla.
– Espléndido, magnífico, maravilloso -dijo, pero no se comprometió en ningún momento a gastar ni un penique del gobierno.
– Haré denodados esfuerzos por convencer a los mandarines de Hacienda -fueron sus últimas palabras cuando subió al avión.
Henry no necesitaba que nadie le dijera que los «denodados esfuerzos» de Will no convencerían ni al funcionario más pardillo de Hacienda.
Una semana después, Henry recibió un fax de Asuntos Exteriores, detallando los cambios que el primer ministro había llevado a cabo en su última remodelación ministerial. Habían echado a Will Whiting, y su sustituto era alguien del que Henry nunca había oído hablar.
Henry estaba repasando su discurso al Rotary Club cuando el teléfono sonó. Era Bill Paterson.
– Henry, corren rumores de otro golpe de estado, de modo que me parece más prudente esperar hasta el viernes para cambiar las libras de la Alta Comisión en koras.
– Siempre confío en tu consejo, Bill. El mercado del dinero me sobrepasa. A propósito, ya tengo ganas de que llegue esta noche, cuando por fin contemos con la oportunidad de lanzar el proyecto.
El discurso de Henry fue bien recibido por los rotarianos, pero cuando descubrió el importe de las donaciones que algunos de sus miembros tenían en mente, temió que pasarían años antes de que el proyecto se terminara. Recordó que solo faltaban dieciocho meses para que lo destinaran a un nuevo puesto.
Fue en el coche, camino de su casa, cuando recordó las palabras de Bill en el Britannia Club. Una idea empezó a formarse en su mente.
Henry nunca se había interesado en los pagos trimestrales que el gobierno británico destinaba a la diminuta isla de Aranga. El ministerio de Asuntos Exteriores asignaba cinco millones de libras al año de su fondo de contingencia, y efectuaba cuatro pagos de un millón doscientas cincuenta mil libras, que eran transformadas automáticamente en koras al tipo de cambio en curso. En cuanto Bill Paterson informaba a Henry del tipo de cambio, el jefe de administración de la Alta Comisión se responsabilizaba de todos los pagos de la Comisión durante los siguientes tres meses. Eso estaba a punto de cambiar.
Henry permaneció despierto toda la noche, muy consciente de que carecía de los conocimientos y experiencia necesarios para llevar a cabo un proyecto tan osado, y de que debía adquirir los conocimientos requeridos sin que nadie sospechara lo que estaba tramando.
Cuando se levantó a la mañana siguiente, un plan empezaba a forjarse en su mente. Pasó el fin de semana en la biblioteca local, estudiando viejos ejemplares del Financial Times, y centró su atención en las causas de la fluctuación de tipos de cambio y en si seguían alguna pauta.
Durante los tres meses siguientes, en el club de golf, en las fiestas del Britannia Club, y siempre que se reunía con Bill, fue acumulando más y más información, hasta que al fin se sintió preparado para hacer su primer movimiento.
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