Jeffrey Archer - En pocas palabras

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Quince muestras del talento multiforme y sutil de Jeffrey Archer, quince relatos, irónicos unos, románticos otros, pero siempre llenos de ingenio y elegancia. Desde el cuento árabe, de estremecedora brevedad, “La muerte habla”, hasta la divertida jerarquía de personajes insatisfechos de “La hierba siempre es más verde”, pasando por historias de amor y entrega o por explorar las zonas oscuras de la legalidad y cómo de puede abusar de ellas, En pocas palabras lleva al lector a un universo siempre amable, pero en el que no dejan de aflorar los conflictos humanos que, a pesar de todo, constituyen la sal de la tierra.

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Se puso en la cola de Swissair. Sonreí y me encaminé hacia el mostrador de British Airways.

Han pasado seis años desde aquel fin de semana en París, y no me encontré con Susie en todo ese tiempo, aunque su nombre surgía de vez en cuando en alguna fiesta.

Descubrí que había sido nombrada editora de Art Nouveau, y se había casado con un inglés llamado Ian, que se dedicaba a la publicidad deportiva. Por despecho, dijo alguien, después de una relación con un banquero norteamericano.

Dos años después, me contaron que había tenido un hijo, seguido de una hija, pero nadie parecía saber cómo se llamaban. Y por fin, hace un año, me enteré de su divorcio por las columnas de chismorreo.

Y después, sin previo aviso, Susie llamó por sorpresa un día y propuso que nos encontráramos para tomar una copa juntos. Cuando escogió el lugar, comprendí que no había perdido el temple. Me oí decir sí, y me pregunté si la reconocería.

Cuando la vi subir la escalera de la Tate, me di cuenta de que solo había olvidado lo guapa que era. En todo caso, era aún más cautivadora que antes.

Llevábamos solo unos minutos en la galería, cuando recordé el placer que me proporcionaba escucharla hablar sobre el tema que elegía. Nunca había acabado de gustarme Damien Hirst, y había aceptado hacía muy poco que Warhol y Lichtenstein eran algo más que dibujantes, pero abandoné la exposición con un nuevo respeto por su obra.

Supongo que no habría debido sorprenderme que Susie hubiera reservado una mesa en el restaurante de la Tate, ni que en ningún momento se refiriera a nuestro fin de semana en París, hasta que, mientras tomábamos café, dijo:

– Si pudieras hacer cualquier cosa en el mundo ahora mismo, ¿cuál sería?

– Pasar el fin de semana en París contigo -reí.

– Pues hagámoslo -dijo-. Hay una exposición de Hockney en el Centre Pompidou que ha recibido críticas muy elogiosas, y conozco un hotel pequeño pero sin pretensiones al que no voy desde hace años, para no hablar de un restaurante que se enorgullece de no aparecer en ninguna guía turística.

Siempre he considerado indigno de un hombre hablar de una dama como si fuera un simple trofeo o conquista, pero debo confesar que, el lunes siguiente por la mañana, mientras veía desaparecer a Susie por la puerta de salidas para coger su vuelo de vuelta a Nueva York, pensé que había valido la pena esperar años.

Nunca me ha vuelto a llamar desde entonces.

ALGO A CAMBIO DE NADA

Jake empezó a marcar el número con parsimonia, como había hecho cada tarde a las seis en punto desde el día en que su padre falleciera. Se dispuso a escuchar durante los siguientes quince minutos lo que su madre había hecho aquel día.

Llevaba una vida tan monacal y ordenada que casi nunca tenía algo interesante que contarle. Y los sábados, menos aún. Tomaba café cada mañana con su más antigua amiga, Molly Schultz, y algunos días lo prolongaba hasta la hora de comer. Los lunes, miércoles y viernes jugaba al bridge con los Zacchari, que vivían al otro lado de la calle. Los martes y los jueves iba a ver a su hermana Nancy, que al menos le proporcionaba algo sobre lo que quejarse cuando su hijo llamaba por las tardes.

Los sábados, descansaba de su rigurosa semana. Su única actividad extenuante era comprar la voluminosa edición dominical del Times justo después de comer, una extraña tradición de Nueva York, lo cual le proporcionaba la oportunidad de informar a su hijo sobre qué artículos debía leer al día siguiente.

Para Jake, la conversación de cada tarde consistía en algunas preguntas adecuadas, en función del día. Lunes, miércoles y viernes: ¿cómo ha ido el bridge? ¿Cuánto has ganado/perdido? Los martes y los jueves: ¿cómo está tía Nancy? ¿De veras? ¿Tan mal? Los sábados: ¿algo interesante en el Times que deba mirar mañana?

Los lectores observadores habrán caído en la cuenta de que todas las semanas tienen siete días, y querrán saber qué hacía los domingos la madre de Jake. Los domingos siempre se reunía con su familia para comer, de modo que aquella tarde no hacía falta telefonearla.

Jake marcó la última cifra del número de su madre y esperó a que descolgara el teléfono. Ya estaba preparado para saber qué debía leer mañana en el New York Times. Por lo general, la mujer tardaba dos o tres timbrazos en contestar al teléfono, el tiempo que le hacía falta para desplazarse desde la butaca situada junto a la ventana al teléfono que estaba al otro lado de la sala. Cuando el teléfono sonó cuatro, cinco, seis, siete veces, Jake empezó a preguntarse si habría salido. Pero eso no era posible. Nunca salía después de las seis de la tarde, fuera verano o invierno. Se ceñía a una rutina tan regular que habría conseguido arrancar una sonrisa a un sargento de marines.

Por fin, oyó un clic. Estaba a punto de decir «Hola, mamá, soy Jake», cuando oyó una voz que no era la de su madre, y que había sorprendido además en mitad de su conversación. Pensando que era un cruce, estaba a punto de colgar cuando la voz dijo:

– Dentro habrá cien mil dólares para ti. Todo lo que has de hacer es aparecer y cogerlos. Está en un sobre que te espera en Billy's.

– ¿Dónde está Billy's? -preguntó una nueva voz.

– En la esquina de Oak Street con Randall. Te estarán esperando a eso de las siete.

Jake procuró no respirar mientras anotaba «Oak y Randall» en un bloc que había junto al teléfono.

– ¿Cómo sabrán que el sobre es para mí? -preguntó la segunda voz.

– Tú limítate a pedir un ejemplar del New York Times y paga con un billete de cien dólares. Te devolverá veinticinco centavos, como si le hubieras dado un dólar. De esa forma, si hay alguien más en la tienda, no sospechará. No abras el sobre hasta llegar a un lugar seguro. Hay mucha gente en Nueva York a la que le gustaría meterle mano a cien mil dólares. Hagas lo que hagas, no vuelvas a ponerte en contacto conmigo. Si lo haces, la próxima vez no recibirás un pago.

La línea se cortó.

Jake colgó, tras haber olvidado por completo que debía llamar a su madre.

Se sentó y pensó en lo que debía hacer a continuación… si es que iba a hacer algo. Su esposa Ellen había llevado a los críos al cine, como casi todos los sábados por la tarde, y no les esperaba hasta las nueve. Su cena estaba en el microondas, con una nota diciéndole cuántos minutos tardaba en cocinarse. El siempre añadía un minuto más.

Jake se descubrió pasando las páginas de la guía telefónica, hasta llegar a la B: Bi… Bil… Billy's. Y allí estaba, en el 1127 de Oak Street. Cerró la guía y fue a su estudio, donde registró la librería en busca de un callejero de Nueva York. Lo encontró encajado entre Las memorias de Elizabeth Schwarzkopf y Cómo perder diez kilos cuando pesas veinte de más.

Buscó el índice y encontró enseguida la referencia de Oak Street. Al fin, apoyó el dedo sobre el cuadrado correcto. Calculó que, en el caso de que fuera, tardaría una media hora en llegar al West Side. Consultó su reloj. Las seis y catorce minutos. ¿En qué estaba pensando? No tenía intención de ir a ningún sitio. Para empezar, no tenía cien dólares.

Jake sacó el billetero del bolsillo interior de la chaqueta y contó poco a poco: treinta y siete dólares. Fue a la cocina para examinar la calderilla de Ellen. La caja estaba cerrada con llave, y no recordaba dónde había escondido ella la llave. Sacó un destornillador del cajón que había al lado de la cocina y forzó la caja: otros veintidós dólares. Paseó de un lado a otro de la cocina, intentando pensar. A continuación, se dirigió al dormitorio y registró los bolsillos de todas las chaquetas y pantalones. Otro dólar con setenta y cinco en monedas. Salió del dormitorio y fue a la habitación de su hija. La hucha de Hesther, con la efigie de Snoopy, estaba sobre su tocador. La cogió y se acercó a la cama. Volcó el contenido sobre el cubrecama: seis dólares con setenta y cinco.

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