Jeffrey Archer - En pocas palabras

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Quince muestras del talento multiforme y sutil de Jeffrey Archer, quince relatos, irónicos unos, románticos otros, pero siempre llenos de ingenio y elegancia. Desde el cuento árabe, de estremecedora brevedad, “La muerte habla”, hasta la divertida jerarquía de personajes insatisfechos de “La hierba siempre es más verde”, pasando por historias de amor y entrega o por explorar las zonas oscuras de la legalidad y cómo de puede abusar de ellas, En pocas palabras lleva al lector a un universo siempre amable, pero en el que no dejan de aflorar los conflictos humanos que, a pesar de todo, constituyen la sal de la tierra.

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Cuando el jefe se agachó para apoyar la mano sobre el detonador, Eamonn saltó a su garganta. Hicieron falta tres agentes para reducirle, mientras gritaba obscenidades con toda la fuerza de sus pulmones.

El jefe suspiró, consultó su reloj, aferró la palanca del detonador y la bajó poco a poco.

La explosión se escuchó en kilómetros a la redonda, mientras el tejado del garaje (¿o era el invernadero?) saltaba por los aires. Al cabo de unos momentos, el edificio quedó reducido a escombros, y en su lugar solo quedó humo, polvo y un montón de cascotes.

Cuando el estruendo se desvaneció por fin, las campanas de St. Mary's dieron las doce a lo lejos. El ex jefe de policía lo consideró el final de un día perfecto.

– ¿Sabes una cosa, Eamonn? -dijo-. Creo que ha valido la pena sacrificar mi pensión.

UN FIN DE SEMANA INOLVIDABLE

Conocí a Susie hace seis años, y cuando me llamó para preguntar si me apetecía tomar una copa con ella, no debió sorprenderse de que mi respuesta fuera un poco fría. Al fin y al cabo, mi recuerdo de nuestro último encuentro no era muy feliz que digamos.

Los Keswick me habían invitado a cenar, y como toda buena anfitriona, Kathy Keswick consideraba poco menos que su deber emparejar a cualquier soltero superviviente de más de treinta años con una de sus amigas más presentables.

Con esto en mente, me decepcionó descubrir que me había sentado al lado de la señora Ruby Collier, la esposa de un parlamentario conservador, que estaba sentado a la izquierda de mi anfitriona, al otro extremo de la mesa. Solo momentos después de haber sido presentados, la mujer dijo:

– Supongo que habrá leído sobre mi marido en la prensa.

A continuación, procedió a contarme que ninguna de sus amigas comprendía por qué su marido aún no estaba en el gobierno. Me sentí incapaz de ofrecer una opinión sobre el tema, porque hasta aquel momento no había oído hablar de él.

El nombre de la tarjeta del otro lado era SUSIE, y la dama en cuestión tenía un aspecto que te hacía desear estar sentado frente a ella en una mesa para dos. Incluso después de una mirada de reojo al largo pelo rubio, los ojos azules, la sonrisa cautivadora y la figura esbelta, no me habría sorprendido averiguar que era modelo. Una fantasía que ella disipó al cabo de pocos minutos.

Me presenté y expliqué que había ido a Cambridge con nuestro anfitrión.

– ¿De qué conoce a los Keswick? -pregunté.

– Estaba en el mismo despacho que Kathy cuando ambas trabajábamos para Vogue en Nueva York.

Recuerdo que me sentí decepcionado al saber que vivía al otro lado del Atlántico. Desde cuándo, me pregunté.

– ¿Dónde trabaja ahora?

– Sigo en Nueva York -contestó-. Me acaban de nombrar subeditora de Art Quarterly.

– La semana «pasada renové mi suscripción -dije, bastante complacido conmigo mismo.

Ella sonrió, sorprendida hasta de que hubiera oído hablar de la publicación.

– ¿Cuánto tiempo estará en Londres? -pregunté, al tiempo que echaba un vistazo a su mano izquierda, para comprobar que no llevaba anillo de prometida ni de casada.

– Unos cuantos días. Llegué la semana pasada para celebrar con mis padres su aniversario de bodas, y confiaba en ir a ver la exposición de Lucian Freud en la Tate antes de regresar a Nueva York. ¿Y usted qué hace? -preguntó.

– Soy propietario de un pequeño hotel en Jermyn Street -dije.

Habría pasado encantado el resto de la noche charlando con Susie, y no solo debido a mi pasión por el arte, pero mi madre me había enseñado desde muy pequeño que, por mucho que te guste la persona que tengas al lado, has de ser igualmente atento con la que está sentada al otro.

Me volví hacia la señora Collier, que me recibió con las palabras:

– ¿Ha leído el discurso que mi marido pronunció ayer en los Comunes?

Confesé que no, lo cual fue una equivocación, porque ella me lo recitó de cabo a rabo.

En cuanto terminó su monólogo sobre el tema, comprendí de inmediato por qué su marido no era miembro del gobierno. De hecho, tomé nota mental de evitarle cuando pasáramos al salón a la hora del café.

– Será un placer conocer a su marido después de la cena -le dije, antes de devolver mi atención a Susie, pero descubrí que estaba mirando a alguien sentado al otro lado de la mesa. Vi que el hombre en cuestión estaba absorto en su conversación con Mary Ellen Yare, una mujer norteamericana sentada a su lado, y parecía no ser consciente de la atención que suscitaba.

Recordaba que se llamaba Richard algo, y que había venido con la chica sentada al otro extremo de la mesa. Observé que ella también estaba mirando en la dirección de Richard. Tuve que confesar que tenía el tipo de facciones esculpidas y espeso cabello ondulado que hacía innecesario poseer una licenciatura en física cuántica.

– ¿Qué está pasando de importante en Nueva York en este momento? -pregunté, intentando volver a capturar la atención de Susie.

Ella se volvió y sonrió.

– Vamos a tener un nuevo alcalde en cualquier momento -me informó-, y hasta podría ser republicano. La verdad, votaría por cualquiera que hiciera algo por reducir la tasa de criminalidad. Uno de los candidatos, no me acuerdo cómo se llama, no para de hablar sobre tolerancia cero. Sea quien sea, se llevará mi voto.

Aunque la conversación de Susie era ágil e informativa, su atención solía desviarse hacia el otro lado de la mesa. Habría supuesto que Richard y ella eran amantes, si él le hubiera lanzado al menos una mirada.

Mientras tomábamos el budín, la señora Collier despellejó al gobierno, y explicó con pelos y señales por qué deberían ser sustituidos todos sus miembros. No tuve que preguntarle por quién. Cuando llegó al ministro de Agricultura, pensé que había cumplido mi deber, volví la vista y descubrí a Susie fingiendo que estaba preocupada por su budín de verano, cuando en realidad estaba mucho más interesada por Richard.

De pronto, miró en mi dirección. Sin previo aviso, Susie cogió mi mano y empezó a hablar con entusiasmo de una película de Eric Rohmer que había visto en Niza hacía poco.

Pocos hombres se oponen a que una mujer les coja la mano, sobre todo si está agraciada con el aspecto de Susie, pero es mejor que no lo haga mientras está mirando a otro hombre.

En cuanto Richard reanudó la conversación con su anfitriona, Susie soltó mi mano y pinchó con el tenedor su budín de verano.

Me sentí aliviado de ahorrarme un tercer asalto con la señora Collier, pues Kathy se levantó y propuso que pasáramos todos al salón. Eso significaba, me temo, que iba a perderme los detalles sobre el proyecto de ley que el marido de la señora Collier iba a presentar en los Comunes la semana siguiente.

Mientras tomábamos café me presentaron a Richard, que resultó ser un banquero de Nueva York. Siguió sin hacer caso a Susie, o tal vez, por inexplicable que fuera, no era consciente de su presencia. La chica cuyo nombre yo ignoraba vino a reunirse con nosotros, y murmuró en su oído:

– No deberíamos irnos demasiado tarde, querido. No olvides que tenemos pasajes en el primer vuelo a París.

– No lo había olvidado, Rachel -contestó el hombre-, pero preferiría no ser el primero en marchar.

Otro más que había sido educado por una madre exigente.

Sentí que alguien tocaba mi brazo, me volví y vi que la señora Collier me estaba sonriendo.

– Le presento a mi marido, Reginald. Le dije que estaba usted muy interesado en saber algo más sobre su proyecto de ley.

Unos diez minutos después, aunque a mí se me antojó una eternidad, Kathy acudió en mi rescate.

– Tony, me pregunto si serías tan amable de acompañar a Susie a casa. Está diluviando, y encontrar un taxi a estas horas de la noche no será fácil.

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