Jeffrey Archer - En pocas palabras

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Quince muestras del talento multiforme y sutil de Jeffrey Archer, quince relatos, irónicos unos, románticos otros, pero siempre llenos de ingenio y elegancia. Desde el cuento árabe, de estremecedora brevedad, “La muerte habla”, hasta la divertida jerarquía de personajes insatisfechos de “La hierba siempre es más verde”, pasando por historias de amor y entrega o por explorar las zonas oscuras de la legalidad y cómo de puede abusar de ellas, En pocas palabras lleva al lector a un universo siempre amable, pero en el que no dejan de aflorar los conflictos humanos que, a pesar de todo, constituyen la sal de la tierra.

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– Será un placer -contesté-. Debo darte las gracias por incluirme en una compañía tan encantadora. Todo ha sido fascinante -dije, y sonreí a la señora Collier.

La esposa del parlamentario me devolvió la sonrisa. Mi madre habría estado orgullosa de mí.

Ya en el coche, camino de su piso, Susie me preguntó si había visto la exposición de Freud.

– Sí-dije-. Me pareció espectacular, y pienso verla otra vez antes de que termine.

– Estaba pensando en ir mañana por la mañana -dijo, y tocó mi mano-. ¿Por qué no vienes conmigo?

Accedí de buen grado, y cuando la dejé en Pimlico me dio el tipo de abrazo que sugiere «Me gustaría conocerte mejor». Bien, no soy un experto en muchas cosas, pero me considero una autoridad mundial en lo concerniente a abrazos, pues los he experimentado todos, desde un apretón hasta un abrazo de oso. Sé interpretar cualquier mensaje, desde «Ardo en deseos de desnudarte» hasta «Piérdete».

Llegué a la Tate temprano, suponiendo que habría una cola larga, y me concedí tiempo para comprar las entradas antes de que Susie llegara. Solo llevaba unos pocos minutos esperando en la escalera, cuando ella apareció. Llevaba un vestido amarillo corto que subrayaba su figura esbelta, y cuando subió la escalera, observé que algunos hombres la seguían con la mirada. En cuanto me vio, empezó a subir corriendo los peldaños y me saludó con un largo abrazo. Un abrazo del tipo «Creo que ya te conozco mejor».

La exposición me gustó todavía más esta segunda vez, en especial gracias a los conocimientos de Susie sobre la obra de Lucian Freud, pues me condujo por las diferentes etapas de su carrera. Cuando llegamos al último cuadro de la exposición, Mujeres desnudas mirando por la ventana , comenté con cierta vacilación:

– Bien, una cosa es segura, nunca acabarás con ese aspecto.

– Oh, yo no estaría tan segura -dijo-. Pero si lo hiciera, nunca permitiría que lo descubrieras. -Cogió mi mano-. ¿Tienes tiempo para comer?

– Por supuesto, pero no he reservado en ningún sitio.

– Yo sí -dijo Susie con una sonrisa-. La Tate tiene un restaurante soberbio, y he reservado una mesa para dos, por si acaso…

Sonrió de nuevo.

No recuerdo mucho de la comida, salvó que, cuando llegó la cuenta, solo quedábamos nosotros dos en la sala.

– Si pudieras hacer cualquier cosa en el mundo ahora mismo -dije, una frase hecha que había utilizado mucho en el pasado-, ¿cuál sería?

Susie guardó silencio unos segundos antes de contestar.

– Tomar el tren a París, pasar el fin de semana contigo y visitar la exposición de Picasso «Su primera época», que está en el Musée d'Orsay. ¿Y tú?

– Tomar el tren a París, pasar el fin de semana contigo y visitar la exposición de Picasso «Su primera época», que…

Ella estalló en carcajadas, cogió mi mano y dijo:

– ¡Hagámoslo!

Llegué a Waterloo veinte minutos antes de la salida del tren. Ya había reservado una suite en mi hotel favorito y una mesa en un restaurante que se enorgullece de no aparecer en las guías turísticas. Compré dos billetes de primera clase y me quedé bajo el reloj, tal como habíamos convenido. Susie solo llegó un par de minutos tarde, y me dio un abrazo que era un paso definitivo hacia «Ardo en deseos de desnudarte».

Retuvo mi mano mientras atravesábamos la campiña inglesa. En cuanto estuvimos en Francia (siempre me irrita que los trenes aceleren en el lado francés), me incliné y la besé por primera vez.

Habló de su trabajo en Nueva York, las exposiciones que eran «obligatorias», y me dio un adelanto de lo que podía esperar cuando visitáramos la exposición de Picasso.

– El retrato a lápiz de su padre sentado en una silla, que dibujó cuando solo tenía dieciséis años, fue un presagio de todo lo que se avecinaba.

Continuó hablando de Picasso y su obra con una pasión que no se obtenía leyendo simplemente un libro sobre el tema. Cuando el tren entró en la Gare du Nord, cogí las dos maletas y salté a toda prisa para estar entre los primeros en la cola de taxis.

Susie pasó casi todo el trayecto hacia el hotel mirando por la ventanilla del taxi, como una colegiala en su primera visita al extranjero. Recuerdo que lo consideré muy extraño, en alguien que había viajado a lo largo y ancho del mundo.

Cuando el taxi dobló por la entrada del Hotel du Coeur, le dije que era el tipo de lugar del que me gustaría ser dueño, confortable pero sin pretensiones, y que además ofrecía un nivel de servicios que los anglosajones estaban muy lejos de alcanzar.

– Y el propietario, Albert, es un encanto.

– Tengo muchas ganas de conocerle -dijo, mientras el taxi se detenía ante la puerta.

Albert nos estaba esperando en la escalera para darnos la bienvenida. Sabía que lo haría, pues yo le habría recibido del mismo modo si hubiera ido a Londres acompañado de una bella mujer para pasar el fin de semana.

– Le hemos reservado su habitación de siempre, señor Romanelli -dijo, y me dio la impresión de que quería guiñarme un ojo.

Susie se adelantó, miró a Albert y dijo:

– ¿Dónde estará mi habitación?

El hombre sonrió, sin pestañear.

– Hay una habitación contigua que sin duda le irá como anillo al dedo, señora.

– Es usted muy considerado, Albert -dijo Susie-, pero preferiría una habitación en otro piso.

Esta vez, pilló a Albert por sorpresa, aunque se recuperó al instante, buscó el libro de reservas y estudió las entradas unos momentos.

– Veo que tenemos una habitación libre que da al parque, en el piso situado bajo la habitación del señor Romanelli.

Chasqueó los dedos y entregó dos llaves a un botones que esperaba cerca.

– Habitación 574 para la señora, y la suite Napoleón para el señor.

El botones mantuvo abierto el ascensor para que pasáramos, y en cuanto estuvimos dentro oprimió los botones 5 y 6. Cuando las puertas se abrieron en el quinto piso, Susie dijo con una sonrisa:

– ¿Nos encontramos en el vestíbulo un poco antes de las ocho?

Asentí, como mi madre nunca me había dicho que hiciera en tales circunstancias.

Una vez deshecha la maleta, tomé una ducha y me derrumbé sobre la innecesaria cama doble. Encendí el televisor y me decanté por una película francesa en blanco y negro. El argumento me absorbió tanto que a las ocho menos diez aún no me había vestido, cuando estaba a punto de descubrir quién había ahogado a la mujer en el baño.

Maldije, me vestí a toda prisa, sin ni siquiera echar un vistazo a mi apariencia en el espejo, y salí corriendo, preguntándome todavía quién podía ser el asesino. Entré en el ascensor y maldije de nuevo cuando las puertas se abrieron en la planta baja, porque Susie ya me estaba esperando en el vestíbulo.

Tuve que admitir que, con aquel vestido negro largo, con un elegante corte en el costado que dejaba al descubierto el muslo a cada paso que daba, casi estaba dispuesto a perdonarla.

En el taxi, camino del restaurante, se apresuró a decirme lo agradable que era su habitación y lo atento que era el personal.

Durante la cena (debo confesar que la comida era sensacional), habló sobre su trabajo en Nueva York, y se preguntó si alguna vez volvería a Londres. Intenté mostrarme interesado.

Después de que yo pagara la cuenta, cogió mi brazo y sugirió que, como hacía una noche tan agradable y había comido demasiado, tal vez deberíamos volver andando al hotel. Apretó mi mano, y empecé a preguntarme si tal vez…

No soltó mi mano durante todo el trayecto de vuelta al hotel. Cuando entramos en el vestíbulo, el botones se precipitó hacia el ascensor y mantuvo abiertas las puertas.

– ¿Qué piso, por favor?

– Quinto -dijo Susie con firmeza.

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