John bajó del tren en Euston y dio al primer taxista de la cola la dirección a donde iba. El taxista se rascó la cabeza un momento, y luego arrancó en dirección al East End.
Cuando John entró en la galería, Robin corrió a recibirle con las siguientes palabras:
– Y aquí hay alguien que nunca ha dudado de mi verdadero talento.
John sonrió a su hermano, que le ofreció una copa de vino blanco.
John paseó la vista por la pequeña galería, y observó grupos de gente más interesada en beber vino mediocre que en pinturas mediocres. ¿Cuándo aprendería su hermano que la última cosa que se necesita en una inauguración son más artistas desconocidos, acompañados de los inevitables gorrones?
Robin le cogió del brazo y le guió de grupo en grupo, presentándole a gente que no habría podido permitirse comprar un marco, y mucho menos una tela.
Cuanto más se prolongaba la velada, más pena sentía John por su hermano, y en esta ocasión cayó de buen grado en la trampa de la cena. Acabó invitando a doce acompañantes de Robin, incluido el propietario de la galería, de quien John temía que no sacara otra cosa en limpio de la velada que una cena de tres platos.
– Oh, no -intentó tranquilizar a John-. Ya hemos vendido un par de cuadros, y mucha gente ha demostrado interés. La verdad es que la crítica nunca ha comprendido la obra de Robin, y creo que no hay nadie más consciente de ello que usted.
John miró con tristeza a los amigos de su hermano, que no paraban de añadir comentarios como «nunca ha recibido el reconocimiento merecido», «un talento poco apreciado» y «tendría que haber sido elegido para la Royal Academy hace años». Al oír esta sugerencia, un Robin tambaleante se levantó y afirmó:
– ¡Jamás! Seré como Henry Moore y David Hockney. Cuando llegue la invitación, la declinaré.
Más aplausos, seguidos por más libaciones del vino que John pagaba.
Cuando el reloj dio las once, John adujo la excusa de una reunión matutina. Se disculpó, pagó la cuenta y partió hacia el Savoy. En el asiento trasero del taxi, aceptó por fin algo que sospechaba desde hacía mucho tiempo: su hermano no poseía el menor talento.
Pasaron años antes de que John volviera a saber de Robin. Por lo visto, no había galerías en Londres que quisieran exponer sus obras, de modo que consideró un deber marchar al sur de Francia y sumarse a un grupo de amigos de igual talento e igualmente incomprendidos.
«Me hará renacer de nuevo -explicó en una insólita carta a su hermano-, una oportunidad de dar vía libre a mi verdadero talento, que ha sido constreñido demasiado tiempo por los pigmeos del arte oficial de Londres. Me pregunto si podrías…»
John transfirió cinco mil libras a una cuenta de Vence, para permitir que Robin emigrara a climas más cálidos.
La propuesta de fusión llegó para Reynolds and Co. como caída del cielo, aunque John siempre había aceptado que estaban en el punto de mira de las empresas automovilísticas japonesas que intentaban poner un pie en Europa. Pero hasta él se quedó sorprendido cuando sus mayores rivales de Alemania presentaron una contraoferta.
Vio que los valores de sus acciones subían cada día, y no aceptó que debía tomar una decisión hasta que Honda desbancó por fin a Mercedes. Optó por vender sus acciones y abandonar la empresa. Dijo a Susan que quería dar la vuelta al mundo, visitando solo las ciudades que poseían grandes galerías de arte. Primera parada, el Louvre, seguido del Prado, después los Uffizi, el Hermitage de San Petersburgo y al fin Nueva York, mientras los japoneses ponían ruedas a los coches.
John no se sorprendió al recibir una carta de Robin con matasellos francés, en la que le felicitaba por su buena suerte y le deseaba toda clase de éxitos en su jubilación, mientras señalaba que a él no le quedaba otro remedio que seguir luchando con la crítica hasta que recobrara la razón.
John transfirió otras diez mil libras a la cuenta de Vence.
John sufrió su primer ataque al corazón en Nueva York, mientras estaba admirando un Bellini de la colección Frick.
Aquella noche dijo a Susan, sentada junto a su cama, que daba gracias por haber visitado ya el Metropolitan y la Whitney.
El segundo infarto llegó cuando acababan de llegar a Warwickshire. Susan se sintió obligada a escribir a Robin al sur de Francia, para advertirle de que el diagnóstico de los médicos no era alentador.
Robin no contestó. Su hermano murió tres semanas después.
Al funeral asistieron todos los amigos y colegas de John, pero pocos reconocieron al hombre grueso que pidió sentarse en la primera fila. Susan y los chicos sabían muy bien para qué había hecho acto de aparición, y no era para dar el pésame.
– Prometió que no se olvidaría de mí en su testamento -dijo Robin a la afectada viuda, tan solo momentos después de haber abandonado el cementerio. Más tarde, se acercó a los dos hijos para comunicarles el mismo mensaje, aunque había tenido escaso contacto con ellos durante los últimos treinta años-. Vuestro padre era una de las pocas personas que comprendía mi verdadero talento.
Mientras tomaban el té en la casa, y en tanto los demás consolaban a la viuda, Robin paseó de habitación en habitación, estudiando los cuadros que su hermano había reunido a lo largo de los años.
– Una inversión astuta -aseguró al vicario-, aunque carecen de originalidad o pasión.
El vicario asintió por educación.
Cuando Robin fue presentado al abogado de la familia, preguntó de inmediato:
– ¿Cuándo espera anunciar los detalles del testamento?
– Aún no he hablado con la señora Summers de la lectura del testamento. Calculo que será a finales de la semana que viene.
Robin se hospedó en el pub local, y telefoneó al despacho del abogado todas las mañanas, hasta confirmar que anunciaría el contenido del testamento a las tres de la tarde del jueves siguiente.
Robin apareció en el despacho del abogado pocos minutos antes de las tres, la primera vez que llegaba pronto a una cita en años. Susan llegó poco después, acompañada de sus hijos, y los tres se sentaron al otro lado de la habitación sin saludarle.
Aunque el grueso de las posesiones de John Summers fue a parar a su mujer y a sus dos hijos, había dejado un legado especial para su hermano Robin.
A lo largo de mi vida tuve la suerte de reunir una colección de pinturas, algunas de las cuales poseen hoy un considerable valor. En el último inventario, había ochenta y una en total. Mi esposa Susan seleccionará veinte de su predilección, mis dos hijos, Nick y Chris, elegirán otras veinte cada uno, y mi hermano menor Robin recibirá las veintiuna restantes, que le permitirán llevar un estilo de vida digno de su talento.
Robin estaba henchido de satisfacción. Su hermano había ido a la tumba sin dudar de su verdadero talento.
Cuando el abogado terminó la lectura del testamento, Susan se levantó y cruzó la habitación para hablar con Robin.
– Elegiremos los cuadros que queremos conservar en el seno de la familia, y después, te enviaré los veintiún restantes a La Campana y el Pato.
Se volvió sin dar tiempo a Robin de contestar. Estúpida.mujer, pensó. Tan distinta de su hermano… No reconocería el auténtico talento ni que lo tuviera ante sus narices.
Mientras cenaba aquella noche en La Campana y el Pato, Robin empezó a hacer planes para gastar su recién conseguida fortuna. Después de haber consumido la mejor botella de clarete del hotelero, había tomado la decisión de que se limitaría a colocar un cuadro en Sotheby's y uno en Christie's cada seis meses, lo cual le permitiría llevar un estilo de vida digno de su talento, para citar las palabras exactas de su hermano.
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