En los seis primeros cargos de fraude y engaño, el presidente siguió las instrucciones del juez y emitió veredictos de no culpable.
A continuación, el secretario leyó el séptimo cargo: omisión de proporcionar un ejemplar de la revista a las empresas que, tras haber pagado un anuncio en la susodicha revista y solicitado un ejemplar de la susodicha revista, no la habían recibido.
– ¿Consideran al acusado culpable o no culpable de esta acusación? -preguntó el secretario.
– Culpable -dijo el presidente, y volvió a sentarse.
El juez se volvió hacia Kenny, que estaba de pie en el banquillo de los acusados.
– Al igual que usted, señor Merchant -empezó-, he dedicado un tiempo considerable a estudiar la Ley de Protección de Datos de 1992, y en particular las sanciones por incumplir el artículo 84, párrafo I. He decidido que no me queda otra alternativa que imponerle la máxima sanción que permite la ley en este caso concreto.
Miró a Kenny, con la expresión de quien va a dictar una sentencia de muerte.
– Pagará una multa de mil libras.
El señor Duveen no se levantó para solicitar una apelación o un aplazamiento del pago, porque era el veredicto exacto que Kenny había predicho antes de que el juicio empezara. Solo había cometido un error durante los dos últimos años, y estaba dispuesto a pagarlo. Kenny bajó del estrado, extendió un talón por la cantidad exigida y lo entregó al secretario del tribunal.
Después de dar las gracias a su equipo legal, consultó su reloj y abandonó a toda prisa la sala. El inspector jefe le estaba esperando en el pasillo.
– Bien, eso debería poner punto final a su pequeño negocio -dijo Travis, mientras caminaba a su lado.
– No veo por qué -contestó Kenny, mientras recorría a grandes zancadas el pasillo.
– Porque ahora el Parlamento tendrá que cambiar la ley -dijo el inspector jefe-, y esta vez solventarán todas las lagunas.
– Eso no sucederá en un futuro cercano, inspector jefe -dijo Kenny, mientras salía del edificio y empezaba a bajar la escalera del edificio-. Como el Parlamento está a punto de iniciar las vacaciones de verano, pienso que no encontrarán tiempo para añadir nuevas enmiendas a la Ley de Protección de Datos antes de febrero o marzo del año que viene.
– Pero si intenta repetir la jugarreta, le detendré en cuanto baje del avión -dijo Travis, al tiempo que Kenny se paraba en la acera.
– No lo creo, inspector jefe.
– ¿Por qué no?
– No imagino a la fiscalía enzarzándose en otro caro juicio, para terminar con una multa de mil libras. Piénselo, inspector jefe.
– Bien, ya le atraparé el año que viene -contestó Travis.
– Lo dudo. Verá, para entonces, Hong Kong ya no será una colonia de la Corona, y yo me habré trasladado -dijo Kenny mientras subía a un taxi.
– ¿Trasladado? -preguntó el inspector jefe, perplejo.
Kenny bajó la ventanilla del taxi y sonrió a Travis.
– Si no sabe qué hacer con su tiempo, inspector jefe, le recomiendo que estudie la nueva Ley de Medidas Económicas. No se creerá la cantidad de lagunas que encierra. Adiós, inspector jefe.
– ¿Adonde, jefe? -preguntó el taxista.
– A Heathrow, pero antes pare en Harrods. Quiero recoger un par de gemelos.
– Es un chico de un enorme talento -dijo la madre de Robin, mientras servía a su hermana otra taza de té-. El director dijo el día del discurso que el colegio nunca había entregado al mundo un artista mejor en toda su historia.
– Debes estar muy orgullosa de él -dijo Miriam antes de beber el té.
– Sí, lo confieso -admitió la señora Summers, casi ronroneando-. Aunque todo el mundo sabía que ganaría el premio del fundador, por supuesto, hasta su profesor de arte se quedó sorprendido cuando le ofrecieron una plaza en la Slade [3]antes del examen de entrada. Es una pena que su padre no viviera lo bastante para disfrutar de su triunfo.
– ¿Cómo le va a John? -preguntó Miriam, mientras seleccionaba un pastelillo ae mermelada.
La señora Summers suspiró, al tiempo que pensaba en su hijo mayor.
– John terminará su curso de administración de empresas en Manchester este verano, pero de momento no logra tomar una decisión sobre lo que quiere hacer. -Hizo una pausa, que aprovechó para añadir otro terrón de azúcar a su té-. Dios sabe qué será de él. Habla de dedicarse a los negocios.
– Siempre fue un buen alumno en el colegio -dijo Miriam.
– Sí, pero nunca destacó en nada, y no consiguió ningún premio. ¿Te he dicho que a Robin le han ofrecido la posibilidad de exponer en octubre? Solo se trata de una galería local, por supuesto, pero como él mismo ha señalado, todo artista ha de empezar en algún sitio.
John Summers volvió a Peterborough para asistir a la primera exposición de su hermano en solitario. Su madre nunca le habría perdonado que no hiciera acto de presencia. Acababa de saber el resultado de sus exámenes de administración de empresas. Había obtenido un notable, que no era una mala nota, considerando que había sido el vicepresidente del sindicato de estudiantes, con un presidente que apenas había aparecido después de ser elegido. No habló a su madre de la nota, pues era el día especial de Robin.
Después de años de oír a su madre repetir que su hermano era un artista brillante, John había llegado a la conclusión de que el resto del mundo no tardaría en enterarse del hecho. Reflexionaba con frecuencia sobre lo diferentes que eran ambos, pero ¿alguien sabía cuántos hermanos había tenido Picasso? Seguro que uno de ellos se había dedicado a los negocios.
John tardó un rato en encontrar la callejuela donde estaba la galería, pero cuando lo hizo se quedó satisfecho al descubrir que estaba atestada de amigos y parientes. Robin se encontraba al lado de su madre, que estaba proponiendo las palabras «magnífico, «sobresaliente», «talento sin igual» e incluso «genio» al reportero del Peterborongh's Eco.
– Ah, mira, John ha llegado -dijo, y abandonó un momento su camarilla para saludar a su otro hijo.
John la besó en la mejilla.
– Robin no podría tener un mejor comienzo de carrera.
– Sí, estoy de acuerdo contigo -admitió su madre-. Y estoy segura de que no tardarás en solazarte en su gloria. Podrás decir a todo el mundo que eres el hermano de Robin Summers.
La señora Summers dejó a John para hacerse otra fotografía con Robin, lo cual le facilitó la oportunidad de pasear por la sala y estudiar los lienzos de su hermano. Consistían sobre todo en la colección que había reunido durante su último año en el colegio. John, que confesaba sin ambages su ignorancia en lo tocante al arte, pensó que debía ser su insuficiencia en dicho ámbito lo que le impedía no apreciar el evidente talento de su hermano, y se sintió culpable por pensar que no era el tipo de cuadros que querría ver colgados en su casa. Se detuvo frente al retrato de su madre, que tenía un punto rojo al lado para indicar que estaba vendido. Sonrió, convencido de que sabía quién lo había comprado.
– ¿No crees que capta muy bien la esencia de su alma? -preguntó una voz a su espalda.
– Desde luego -contestó John, y se volvió hacia su hermano-. Bien hecho. Estoy orgulloso de ti.
– Una de las cosas que más admiro de ti -dijo Robin- es que nunca has envidiado mi talento.
– Pues no -confesó John-, Tu talento me produce una gran satisfacción.
– Entonces, esperemos que algo de mi éxito se te contagie, sea cual sea la profesión que decidas seguir.
– Esperemos -dijo John, sin saber muy bien qué decir.
Robin se inclinó hacia adelante y bajó la voz.
– ¿Podrías prestarme una libra? Te la devolveré, por supuesto.
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