Jeffrey Archer - En pocas palabras

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Quince muestras del talento multiforme y sutil de Jeffrey Archer, quince relatos, irónicos unos, románticos otros, pero siempre llenos de ingenio y elegancia. Desde el cuento árabe, de estremecedora brevedad, “La muerte habla”, hasta la divertida jerarquía de personajes insatisfechos de “La hierba siempre es más verde”, pasando por historias de amor y entrega o por explorar las zonas oscuras de la legalidad y cómo de puede abusar de ellas, En pocas palabras lleva al lector a un universo siempre amable, pero en el que no dejan de aflorar los conflictos humanos que, a pesar de todo, constituyen la sal de la tierra.

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Un tal señor Cox, director financiero de la empresa, informaba de que había recibido una factura de quinientas libras por un anuncio que no había puesto.

El inspector jefe visitó al señor Cox en su oficina de la City. Tras una larga conversación, Cox accedió a colaborar con la policía presentando una denuncia.

La Corona tardó casi seis meses en preparar su caso, antes de enviarlo a la fiscalía para que lo tomara en consideración. Casi tardaron el mismo período de tiempo en decidir entablar juicio, pero en cuanto lo hicieron, el inspector jefe fue directamente a Chester Square y arrestó en persona a Kenny bajo la acusación de fraude.

El señor Duveen apareció a la mañana siguiente en el tribunal e insistió en que su cliente era un ciudadano modelo. El juez concedió a Kenny la libertad bajo fianza, pero pidió que depositara su pasaporte en el tribunal.

– Ningún problema -dijo Kenny a su abogado-. No lo necesitaré durante un par de meses.

El juicio se inició en el Old Bailey seis semanas después, y el señor Duveen representó una vez más a Kenny. Mientras Kenny se erguía en posición de firmes en el banquillo de los acusados, el secretario del tribunal leyó las siete acusaciones de fraude. Se declaró no culpable de los siete cargos. El fiscal pronunció su discurso de apertura, pero el jurado, como en muchos juicios de índole económica, no dio señales de comprender todos los detalles.

Kenny aceptó que los doce hombres y mujeres justos decidieran si creían o no al señor Cox, pues no existían muchas esperanzas de que comprendieran las sutilezas de la Ley de Protección de Datos de 1992.

Cuando el señor Cox leyó el juramento el tercer día, Kenny pensó que era el tipo de hombre al que se podía confiar hasta el último penique. De hecho, hasta pensó que invertiría unos miles de libras en su empresa.

El señor Matthew Jarvis, QC, representante de la Corona, formuló una serie de preguntas suaves al señor Cox, con el fin de demostrar que era un hombre de tal honradez que consideraba su deber procurar que el malvado fraude perpetrado por el acusado fuera castigado de una vez por todas.

El señor Duveen se levantó para contrainterrogarle.

– Para empezar, señor Cox, le preguntaré si alguna vez vio el anuncio de marras.

El señor Cox le miró con santa indignación.

– Por supuesto -contestó.

– ¿Era de una calidad que, en circunstancias normales, habría sido aceptable para su empresa?

– Sí, pero…

– Nada de «peros», señor Cox. ¿Era, o no era, de una calidad aceptable para su empresa?

– Lo era -respondió el señor Cox, mientras se humedecía los labios.

– ¿Su empresa terminó pagando el anuncio?

– Desde luego que no -dijo el señor Cox-. Un miembro de mi personal se fijó en el anuncio y me puso al instante sobre aviso.

– Muy loable -dijo Duveen-. ¿El mismo miembro de su personal se fijó en el texto concerniente al pago del anuncio?

– No, fui yo quien lo hizo -dijo el señor Cox, y dirigió al jurado una sonrisa de satisfacción.

– Impresionante, señor Cox. ¿Recuerda el texto exacto del anuncio?

– Sí, creo que sí -dijo el señor Cox. Vaciló, pero solo un momento-. «Si el producto no le satisface, no tiene ninguna obligación de pagar este anuncio.»

– «No tiene ninguna obligación de pagar este anuncio» -repitió Duveen.

– Sí -contestó el señor Cox-. Eso decía.

– ¿Pagó la factura?

– No.

– Permita que resuma su postura, señor Cox. Recibió un anuncio gratuito publicado en la revista de mi cliente, de una calidad que habría sido aceptable para su empresa de haber aparecido en otra publicación. ¿Es eso correcto?

– Sí, pero… -empezó el señor Cox.

– No haré más preguntas, Su Señoría.

Duveen había evitado mencionar a los clientes que sí habían pagado sus anuncios, pues ninguno de ellos deseaba aparecer en el tribunal por temor a la publicidad adversa que se derivaría. Kenny pensó que su QC había destruido al testigo estrella de la acusación, pero Duveen le advirtió de que Travis intentaría hacer lo mismo con él en cuanto saliera al estrado de los acusados.

El juez sugirió un receso para comer. Kenny no tomó nada. Se limitó a estudiar de nuevo la Ley de Protección de Datos.

Cuando el juicio se reanudó después de comer, el señor Duveen informó al juez de que solo llamaría al acusado.

Kenny subió al banquillo de los testigos vestido con un traje azul oscuro, camisa blanca y corbata del regimiento de la Guardia Real.

El señor Duveen dedicó un tiempo considerable a permitir que Kenny se extendiera sobre su carrera militar y el servicio que había prestado a su patria en el Golfo, sin mencionar el tiempo que había servido en fechas más recientes en los calabozos de Su Majestad. Después, procedió a guiar a Kenny por el mar encrespado de las pruebas presentadas. Cuando Duveen volvió a sentarse, el jurado estaba convencido de que el acusado era un hombre de negocios de rectitud impecable.

El señor Matthew Jarvis, QC, se levantó con parsimonia y ordenó sus papeles con ademanes teatrales, antes de formular su primera pregunta.

– Señor Merchant, permítame empezar interrogándole sobre la revista en cuestión, Business Enterprise UK. ¿Por qué eligió ese nombre para la publicación?

– Representa todo aquello en lo que creo.

– Sí, estoy seguro, señor Merchant, pero ¿no es cierto que intentó engañar a anunciantes en potencia para que confundieran su publicación con Business Enterprise, una revista con una antigüedad de muchos años y reputación intachable? ¿No era esa su intención?

La misma de Woman respecto a Woman's Own , o de House and Garden respecto a Homes and Gardens -replicó Kenny.

– Pero todas las revistas que acaba de mencionar venden miles de ejemplares. ¿Cuántos ejemplares de Business Enterprise UK publicó usted?

– Noventa y nueve -contestó Kenny.

– ¿Solo noventa y nueve? No cabe pensar que fuera a encaramarse a la lista de las más vendidas, ¿verdad? Haga el favor de informar al tribunal sobre el motivo de haber elegido esa cifra en particular.

– Porque es inferior a un centenar, y la Ley de Protección de Datos de 1992 define publicación como la que tira más de un centenar de ejemplares, como mínimo. Artículo 2, apartado II.

– No lo discuto, señor Merchant, lo cual reafirma que esperar que los clientes pagaran quinientas libras por un anuncio no solicitado en su revista es ultrajante.

– Tal vez sea ultrajante, pero no es un delito -dijo Kenny, con una sonrisa desarmante.

– Permítame que continúe, señor Merchant. Quizá podría explicar al tribunal en qué basó su decisión a la hora de cobrar a cada empresa.

– Averigüé cuánto estaban autorizados a gastar sus departamentos de contabilidad sin tener que consultar con una autoridad superior.

– ¿Y qué estratagema utilizó para descubrir esa información?

– Llamé a los departamentos de contabilidad y pedí hablar con sus jefes respectivos.

Una oleada de carcajadas recorrió la sala. El juez carraspeó teatralmente y pidió al público que se comportara.

– ¿Sobre eso basó tan solo su decisión para fijar la tarifa?

– No. Tenía una lista de tarifas. Los precios oscilaban entre dos mil libras por una página a todo color y doscientas por un cuarto de página en blanco y negro. Descubrirá que somos muy competitivos, incluso algo por debajo de la media nacional.

– Teniendo en cuenta el número de ejemplares publicados, ya lo creo que estaban por debajo de la media nacional -replicó el señor Jarvis.

– Conozco revistas peores.

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