– Claro.
John sonrió. Al menos, algunas cosas no habían cambiado. Había empezado años antes, con seis peniques en el patio del colegio, y había terminado con un billete de diez libras el Día del Discurso. Ahora, necesitaba una libra. John solo podía estar seguro de una cosa: Robin jamás le devolvería ni un penique. Al fin y al cabo, no pasaría mucho tiempo antes de que los papeles se invirtieran. John sacó su cartera, que contenía dos billetes de una libra y un billete de tren de vuelta a Manchester. Extrajo uno de los billetes y se lo dio a Robin.
John iba a hacerle una pregunta acerca de otro cuadro (un óleo titulado Barrabás en el infierno ), pero su hermano ya había dado media vuelta para reunirse con su madre y el cortejo de adoradores.
Cuando John dejó la Universidad de Manchester, le ofrecieron enseguida pasar un período de prácticas en Reynolds and Company, en un momento en que Robin se había trasladado a Chelsea. Se había mudado a un conjunto de habitaciones que su madre describía como pequeño, pero en la parte más de moda en la ciudad. No añadía que debía compartirlo con otros cinco estudiantes.
– ¿Y John? -preguntó Miriam.
– Trabaja para una empresa de Birmingham que fabrica ruedas, o eso me parece, al menos -dijo.
John buscó un piso en las afueras de Solihull, en una zona de la ciudad muy poco de moda. Estaba bien situado, cerca de una fábrica en la que debía fichar a las ocho de la mañana de lunes a sábado, mientras continuara de prácticas.
John no se molestó en precisar a su madre los detalles de lo que hacía Reynolds and Company, pues fabricar ruedas para la cercana planta de automóviles de Longbridge no tenía el mismo prestigio que ser un artista de avant garde residente en el bohemio Chelsea.
Si bien John vio poco a su hermano durante el tiempo que Robin pasó en la Slade, siempre viajaba a Londres para ver las exposiciones de fin de curso.
Durante el primer curso, los estudiantes eran invitados a exponer dos de sus obras, y John admitió, solo para sí, que en lo tocante a los esfuerzos de su hermano, no le interesaba ninguna de ambas. Eso sí, aceptaba que no sabía nada de arte. Cuando dio la impresión de que las críticas coincidían con la opinión de John, su madre explicó que Robin se había adelantado a su tiempo, y le aseguró que no pasaría mucho tiempo antes de que el resto del mundo llegara a la misma conclusión. También indicó que las dos obras se habían vendido el día de la inauguración, e insinuó que se las había quedado un coleccionista muy famoso, que reconocía un nuevo talento en cuanto lo veía.
John no tuvo oportunidad de sostener una larga conversación con su hermano, que parecía preocupado, pero regresó a Birmingham aquella noche con dos libras menos en el billetero de las que tenía al llegar.
Al final de su segundo año, Robin expuso dos nuevos cuadros en la exposición de final de curso: Cuchillo y tenedor en el espacio y Dolores de muerte. John se alejó unos pasos de las telas, y sintió alivio al descubrir que las demás personas que contemplaban la obra de su hermano parecían igualmente perplejas, sobre todo por los dos puntos rojos que estaban al lado desde el día de la inauguración.
Encontró a su madre sentada en una esquina de la sala, explicando a Miriam por qué Robin no había ganado el premio del segundo año. Aunque su entusiasmo por la obra de Robin no había disminuido un ápice,John pensó que parecía más frágil que la última vez que la había visto.
– ¿Cómo te va, John? -preguntó Miriam cuando vio a su sobrino.
– Me han nombrado gerente en prácticas, tía Miriam -contestó, en el momento que Robin se reunía con ellos.
– ¿Por qué no vienes con nosotros a cenar? -sugirió Robin-. Te proporcionará la oportunidad de conocer a algunos de mis amigos.
La invitación conmovió a John, hasta que dejaron ante él la cuenta de los siete.
– No tardaré mucho en poder invitarte al Ritz -anunció Robin después de que se hubiera consumido la sexta botella de vino.
Sentado en un compartimiento de tercera clase, en el viaje de regreso a Birmingham New Street, John dio gracias por haber comprado un billete de vuelta, pues después de haber prestado cinco libras a su hermano, su billetero estaba vacío.
John no volvió a Londres hasta la graduación de Robin. Su madre había escrito para insistirle en que asistiera, pues se anunciarían todos los ganadores de premios, y había oído el rumor de que Robin se contaría entre ellos.
Cuando John llegó a la exposición, ya estaba en pleno apogeo. Paseó con parsimonia por la sala y se detuvo a admirar algunos lienzos. Dedicó un tiempo considerable a estudiar los últimos esfuerzos de Robin. Ninguna placa indicaba que hubiera ganado un premio. De hecho, ni siquiera constaba una «mención especial». Tal vez lo más importante era que, en esta ocasión, no había puntos rojos. Sirvió para recordar a John que la pensión de su madre ya no estaba a la altura de la inflación.
– Los jueces tienen favoritos -explicó su madre, sentada sola en un rincón, con un aspecto todavía más frágil que la última vez.
John asintió, y pensó que no era el momento más apropiado para comunicarle que la empresa le había ascendido de nuevo.
– Turner nunca ganó premios cuando era estudiante -fue el único comentario de su madre sobre el tema.
– ¿Qué piensa hacer ahora Robin? -preguntó John.
– Se va a trasladar a un estudio en Pimlico, para poder continuar con su grupo. Es esencial cuando aún te estás haciendo un nombre.
John no tuvo que preguntar quién pagaría el alquiler mientras Robin «aún se estaba haciendo un nombre».
Cuando Robin invitó a John a ir a cenar, adujo la excusa de que debía volver a Birmingham. Los gorrones mostraron su decepción, hasta que John extrajo diez libras de su billetero.
Después de que Robin dejara la escuela, los dos hermanos se vieron en escasas ocasiones.
Unos cinco años después, cuando John fue invitado a pronunciar una conferencia en la CBI [4] de Londres, sobre los problemas que afrontaba la industria del automóvil, decidió hacer una visita sorpresa a su hermano e invitarle a cenar.
Cuando la conferencia finalizó, John tomó un taxi a Pimlico, de repente inquieto por el hecho de que no había avisado a Robin de que iría a verle.
Mientras subía la escalera hasta el último piso, empezó a sentirse todavía más aprensivo. Apretó el timbre, y cuando la puerta se abrió, tardó unos momentos en reconocer a su hermano. Sus ojos no daban crédito a la transformación sufrida en aquellos cinco años.
El cabello de Robín se había teñido de gris. Había bolsas bajo sus ojos, tenía la piel hinchada y moteada, y debía de haber engordado unos quince kilos.
– John -dijo-. Qué sorpresa. No tenía ni idea de que estabas en la ciudad. Entra.
Lo que más sorprendió a John cuando entró en el piso fue el olor. Al principio, se preguntó si podía ser la pintura, pero cuando paseó la vista a su alrededor, reparó en que los lienzos a medio terminar eran mucho menos numerosos que las botellas de vino vacías.
– ¿Estás preparando una exposición? -preguntó John, mientras contemplaba una de las obras inacabadas.
– No, no hay nada de momento -dijo Robin-. Mucho interés, por supuesto, pero nada definitivo. Ya sabes cómo son los marchantes de Londres.
– Para ser sincero, no -dijo John.
– Bien, has de estar de moda o ser un nuevo valor antes de que te ofrezcan un espacio. ¿Sabías que Van Gogh no vendió un solo cuadro en su vida?
Mientras cenaban en un restaurante cercano, John averiguó algo más sobre las excentricidades del mundo del arte, y lo que opinaban algunos críticos sobre la obra de Robin. Se quedó complacido al comprobar que su hermano no había perdido la confianza en sí mismo, o su convencimiento de que solo era cuestión de tiempo que su talento fuera reconocido.
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