Querida, no hay aspecto de nuestro folleteo que no disfrute, pero confieso que lo que más me excita son los sitios que eliges cuando solo tienes una hora libre del trabajo, durante el descanso para comer. Recuerdo todos y cada uno de ellos. En el asiento trasero de mi Mercedes, en aquel aparcamiento de un NCP en Mayfair; el montacargas de Harrods; el lavabo del Caprice. Pero el más excitante de todos fue aquel pequeño palco de la galería principal del Covent Garden durante la representación de Tristán e Isolda. Una vez antes del primer entreacto, y después de nuevo, durante el último acto… Claro que es una ópera larga.
Anna lanzó una risita y dejó caer enseguida la carta sobre el regazo, porque Robert asomó la cara por un lado del periódico.
– ¿Qué te ha hecho reír, querida? -preguntó.
– La foto de James Bond aterrizando en la Cúpula -dijo Anna. Robert compuso una expresión de perplejidad-. En la primera página de tu diario.
– Ah, sí -contestó Robert, al tiempo que echaba un vistazo a la primera plana, pero no sonrió y volvió a la sección de negocios.
Anna recuperó la carta.
Lo que más me enfurece de que pases el fin de semana con Muriel y Reggie Arbuthnot es pensar que te acuestas en la misma cama que el berzotas. He intentado convencerme de que, como los Arbuthnot están emparentados con la familia real, es muy probable que os hayan asignado camas separadas.
Anna asintió, y deseó poder decirle que había acertado.
¿Es verdad que ronca como el Queen Elizabeth II cuando entra en el puerto de Southampton? Me lo imagino ahora, sentado al otro extremo de la mesa del desayuno. Chaqueta de tweed Harris, pantalones grises, camisa a cuadros, corbata MCC, del estilo que Haré and Hound consideraba elegante hacia 1966.
Esta vez, Anna estalló en carcajadas, y solo la rescató Reggie Arbuthnot, que se levantó de su extremo de la mesa y preguntó:
– ¿A alguien le apetece jugar unos dobles de tenis? El parte meteorológico predice que dejará de llover mucho antes de que termine la mañana.
– Será un placer -dijo Anna, al tiempo que ocultaba la carta debajo de la mesa.
– ¿Y tú, Robert? -preguntó Reggie.
Anna contempló a su marido mientras este doblaba el Times, lo dejaba sobre la mesa delante de él y negaba con la cabeza.
«Oh, Dios mío -pensó Anna-. Lleva una chaqueta de tweed y una corbata MCC.»
– Me encantaría -dijo Robert-, pero temo que he de hacer varias llamadas telefónicas.
– ¿Un sábado por la mañana? -preguntó Muriel, que estaba de pie junto al rebosante aparador, llenando su plato por segunda vez.
– Temo que sí -contestó Robert-. Los delincuentes no trabajan cuarenta horas a la semana durante cinco días, y por lo tanto tampoco esperan lo mismo de sus abogados.
Anna no rió. Al fin y al cabo, le había oído hacer la misma observación todos los sábados durante los últimos siete años.
Robert se levantó de la mesa, miró a su mujer y dijo:
– Si me necesitas, querida, estaré en mi dormitorio.
Anna asintió y esperó a que saliera de la sala.
Estaba a punto de volver a su carta, cuando reparó en que Robert había dejado las gafas encima de la mesa. Se las llevaría en cuanto hubiera terminado de desayunar. Dejó la carta sobre la mesa, delante de ella, y volvió la segunda página.
Déjame decirte lo que he planeado para nuestro fin de semana de aniversario, cuando el berzotas se haya ido a su conferencia en Leeds. He reservado una habitación en el Lygon Arms, la misma en la que pasamos nuestra primera noche juntos. Esta vez, tengo entradas para All's Well. Pero preparo un cambio de atmósfera una vez hayamos regresado de Stratford a la intimidad de nuestra habitación de Broadway.
Quiero que me ates a una cama imperial, y que te pongas encima de mí con un uniforme de sargento de la policía: porra, silbato, esposas, chaqueta negra ceñida con botones dorados en la pechera, que te desabrocharás lentamente hasta revelar un sujetador negro. Y no me liberarás, querida mía, hasta que te haya hecho gritar a pleno pulmón, como hiciste en aquel aparcamiento subterráneo de Mayfair.
Hasta entonces,
Tu amante Oberon
Anna levantó la vista y sonrió, mientras se preguntaba cómo podría conseguir un uniforme de sargento de la policía. Estaba a punto de volver a la primera página, para leer la carta de nuevo, cuando reparó en la postdata.
PS: Me pregunto qué estará haciendo el berzotas en estos momentos.
Anna levantó la vista y vio que las gafas de Robert ya no estaban sobre la mesa.
– ¿Qué sinvergüenza podría escribir una carta tan indecente a una mujer casada? -preguntó Robert, mientras se calaba las gafas.
Anna se volvió, horrorizada, y vio que su marido estaba detrás de ella leyendo la carta, con la frente perlada de gotas de sudor.
– A mí que me registren -dijo Anna con frialdad, justo cuando Muriel aparecía a su lado, con una raqueta de tenis en la mano. Anna dobló la carta, la entregó a su mejor amiga, guiñó un ojo y dijo:
– Fascinante, querida, pero espero por tu bien que Reggie no se entere nunca.
Kenny Merchant (no era su nombre verdadero, pero Kenny tenía muy poco de verdadero) había seleccionado Harrods, un tranquilo lunes por la mañana, como el lugar adecuado para la primera parte de su operación.
Kenny iba vestido con un traje a rayas, camisa blanca y corbata del regimiento de la Guardia Real. Pocos clientes se darían cuenta de que era una corbata del regimiento de la Guardia Real, pero confiaba en que el dependiente que había elegido reconocería de inmediato las franjas púrpura y azul oscuro.
Un portero uniformado que había servido en los Coldstream Guards le abrió la puerta, y al ver la corbata le saludó militarmente. El mismo portero no le había saludado en ninguna de sus varias visitas de la semana anterior, pero para ser justos, Kenny había ido vestido con un traje usado, camisa sin corbata y gafas de sol. De todos modos, la semana anterior había servido para reconocer el terreno; hoy planeaba ser detenido.
Si bien Harrods recibe más de cien mil clientes a la semana, el momento más tranquilo es entre las diez y las once del lunes por la mañana. Kenny conocía todos los detalles sobre los grandes almacenes, del mismo modo que un fanático del fútbol conoce todas las estadísticas de su equipo favorito.
Sabía dónde estaban emplazadas todas las cámaras de vigilancia, era capaz de reconocer a cualquier guardia de seguridad a treinta pasos. Incluso conocía el nombre del dependiente que le atendería aquella mañana, aunque el señor Parker no tenía ni idea de que Kenny le había elegido para ser un diminuto engranaje en su bien lubricada maquinaria.
Cuando Kenny apareció en el departamento de joyería aquella mañana, el señor Parker estaba informando a un joven ayudante sobre los cambios que quería en la vitrina.
– Buenos días, señor -dijo, al tiempo que se volvía hacia el primer cliente del día-. ¿En qué puedo servirle?
– Estaba buscando un par de gemelos -dijo Kenny, en el tono seco que consideraba propio de un oficial de la Guardia Real.
– Sí, señor, por supuesto -dijo el señor Parker.
Kenny aceptó divertido el trato deferente que recibía, cortesía de la corbata del regimiento de la Guardia Real, que había comprado en el departamento de caballeros el día anterior por la módica cantidad de veintitrés libras.
– ¿Algún estilo en particular? -preguntó el ayudante.
– Prefiero de plata.
– Por supuesto, señor -dijo el señor Parker, que procedió a depositar sobre el mostrador varios estuches de gemelos de plata.
Kenny ya sabía los que quería, pues los había elegido el sábado anterior por la tarde.
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