Cornelius volvió a llenar el calentador de agua y esperó a que ella le dijera algo que ya sabía.
– No me iré por las ramas, Cornelius. No tenía ni idea de que había dos Turner.
– Ah, sí -dijo Cornelius sin inmutarse-. Joseph Mallord William Turner, sin duda el mejor pintor nacido en estos pagos, y William Turner de Oxford, sin parentesco alguno, y aunque es más o menos del mismo período, carece del genio del maestro.
– Pero yo no lo sabía… -repitió Margaret-. Así que terminé pagando demasiado por el otro Turner…, espoleada por las extravagancias de mi cuñada -añadió.
– Sí, me ha fascinado leer en el periódico local que has entrado en el Libro Guinnes de los Récords por haber pagado un precio desmedido por ese artista.
– Un récord del que podría pasar tranquilamente -dijo Margaret-. Confiaba en que pudieras hablar con el señor Botts, y…
– ¿Y qué? -preguntó Cornelius con ingenuidad, mientras servía a su hermana una taza de té.
– Explicarle que todo fue un tremendo error.
– Temo que no será posible, querida. En cuanto el martillo baja, la venta está consumada. Así es la ley.
– Quizá podrías ayudarme si pagaras el cuadro -sugirió Margaret-. Al fin y al cabo, los periódicos dicen que has ganado casi un millón de libras solo con la subasta.
– Pero he de pensar en muchos otros compromisos -dijo Cornelius con un suspiro-. No olvides que, en cuanto The Willows se venda, tendré que encontrar otro sitio donde vivir.
– Siempre podrías venir a instalarte conmigo…
– Es la segunda oferta que me hacen esta mañana -repuso Cornelius-, y tal como expliqué a Elizabeth, después de que las dos me rechazarais previamente, tuve que pensar en una alternativa.
– En ese caso, estoy arruinada -dijo Margaret en tono melodramático-, porque no tengo diez mil libras, por no hablar del quince por ciento. Otra cosa que ignoraba. Había confiado en obtener un pequeño beneficio si ponía la pintura a la venta en Christie's.
Por fin la verdad, pensó Cornelius. O quizá la verdad a medias.
– Cornelius, siempre has sido el listo de la familia -dijo Margaret con lágrimas en los ojos-. Seguro que se te ocurre alguna solución.
Cornelius paseó de un lado a otro de la cocina, como abismado en sus pensamientos, mientras su hermana seguía con la vista todos y cada uno de sus pasos. Por fin, se detuvo ante ella.
– Creo que he encontrado una solución.
– ¿Cuál es? -gritó Margaret-. Aceptaré lo que sea.
– ¿Lo que sea?
– Lo que sea -repitió la mujer.
– Bien, entonces te diré lo que haré -siguió Cornelius-. Pagaré el cuadro a cambio de tu coche nuevo.
Margaret se quedó sin habla durante un buen rato.
– Pero el coche me costó doce mil libras -dijo por fin.
– Es posible, pero no sacarías más de ocho mil si lo vendieras de segunda mano.
– ¿Y cómo voy a desplazarme?
– Prueba el autobús -contestó Cornelius-. Te lo recomiendo. En cuanto dominas los horarios, tu vida cambia. -Consultó su reloj-. De hecho, podrías empezar ahora mismo. El próximo llegará dentro de diez minutos.
– Pero… -dijo Margaret, mientras Cornelius extendía la mano. Exhaló un largo suspiro, abrió el bolso y le entregó las llaves del coche.
– Gracias -dijo Cornelius-. Bien, no quiero retenerte más, de lo contrario perderás el autobús, y el siguiente no pasa hasta dentro de media hora.
Salieron de la cocina y guió a su hermana por el pasillo. Sonrió cuando le abrió la puerta.
– Y no olvides ir a recoger el cuadro, querida -dijo Cornelius-. Quedará de maravilla sobre la chimenea de tu salón, e inspirará muchos recuerdos felices de los ratos que hemos pasado juntos.
Margaret, sin hacer comentarios, dio media vuelta y bajó por el camino de acceso.
Cornelius cerró la puerta, y ya estaba a punto de ir a su estudio y llamar a Frank para informarle de lo que había sucedido aquella mañana, cuando creyó oír un ruido procedente de la cocina. Cambió de dirección y volvió sobre sus pasos. Entró en la cocina, se acercó al fregadero, se inclinó y besó a Pauline en la mejilla.
– Buenos días, Pauline -dijo.
– ¿Y eso por qué? -preguntó la mujer, con las manos hundidas en agua jabonosa.
– Por devolver mi hijo a casa.
– Solo es un préstamo. Si no se comporta, volverá ahora mismo a mi casa.
Cornelius sonrió.
– Eso me recuerda… Me gustaría aceptar tu anterior oferta.
– ¿De qué está hablando, señor Barrington?
– Me dijiste que preferías pagar la deuda en horas de trabajo que vender tu coche. -Sacó el cheque de la mujer de un bolsillo interior-. Sé cuántas horas has trabajado aquí durante el último mes -dijo, mientras rasgaba el cheque por la mitad-, así que estamos en paz.
– Es usted muy amable, señor Barrington, pero ojalá me lo hubiera dicho antes de vender el coche.
– No te preocupes por eso, Pauline, pues resulta que soy el feliz poseedor de un coche nuevo.
– Pero ¿cómo? -preguntó Pauline, mientras empezaba a secarse las manos.
– Un inesperado regalo de mi hermana -dijo Cornelius, sin más explicaciones.
– Pero usted no conduce, señor Barrington.
– Lo sé. Te diré lo que voy a hacer: te lo cambiaré por el retrato de Daniel.
– No es un trueque justo, señor Barrington. Solo pagué cincuenta libras por el cuadro, y el coche debe de valer mucho más.
– En tal caso, tendrás que convenir en llevarme a la ciudad de vez en cuando.
– ¿Significa eso que he recuperado mi antiguo empleo?
– Sí…, siempre que quieras dejar el nuevo.
– No tengo uno nuevo -dijo Pauline con un suspiro-. Encontraron a alguien mucho más joven que yo el día antes de empezar.
Cornelius la estrechó en sus brazos.
– Tengamos las manos quietas, señor Barrington.
Cornelius retrocedió un paso.
– Pues claro que puedes recuperar tu antiguo empleo, y con aumento de sueldo.
– Lo que usted considere apropiado, señor Barrington. Al fin y al cabo, de tal patrón tal obrero.
Cornelius consiguió reprimir una carcajada.
– ¿Significa eso que todos los muebles volverán a The Willows?
– No, Pauline. Esta casa ha sido demasiado grande para mí desde la muerte de Millie. Tendría que haberme dado cuenta hace tiempo. Voy a mudarme y buscar algo más pequeño.
– Se lo podría haber dicho yo hace unos cuantos años -dijo Pauline. Vaciló-. ¿El amable señor Vintcent seguirá viniendo a cenar los jueves por la noche?
– Hasta que uno de los dos muera, te lo aseguro -dijo Cornelius con una risita.
– Bien, no puedo pasarme el día dándole al pico, señor Barrington. Al fin y al cabo, el trabajo de una mujer nunca termina.
– Tienes toda la razón -dijo Cornelius, y salió a toda prisa de la cocina.
Atravesó el vestíbulo, cogió el paquete y lo llevó a su estudio.
Solo había sacado la capa exterior de papel de envolver, cuando el teléfono sonó. Dejó el paquete a un lado y descolgó. Era Timothy.
– Te agradezco que vinieras a la subasta, Timothy. Me alegré mucho.
– Solo lamento que mis fondos no me llegaran para comprarte el juego de ajedrez, tío Cornelius.
– Ojalá tu madre y tu tía hubieran mostrado la misma contención…
– No estoy seguro de entenderte, tío Cornelius.
– Da igual. ¿Qué puedo hacer por ti, jovencito?
– Habrás olvidado que dije que volvería y te leería el resto del libro…, a menos que ya lo hayas terminado.
– No, lo había olvidado por completo, con todo ese drama de los últimos días. ¿Por qué no vienes mañana por la noche a cenar? Antes de que protestes, la buena noticia es que Pauline ha vuelto.
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