– Aunque esa posibilidad existe -dijo Harry-, no habría ninguna idea nueva que nos pueda ser de utilidad.
– ¿Por qué? -preguntó Barnes.
– Bueno, digamos que los extra-terrestres están mil años adelantados a nosotros tal como nosotros lo estamos, por ejemplo, en relación a la Europa medieval. Suponga que usted retrocede a esa Europa con un televisor: no habría ningún lugar donde enchufarlo.
Barnes los miró con fijeza durante largo rato.
– Lo siento -dijo-. Esta es una responsabilidad demasiado grande para mí. No puedo tomar la decisión de abrir la esfera. Tengo que llamar a Washington para consultar.
– Ted no va a sentirse feliz -opinó Harry.
– Al diablo con Ted -exclamó Barnes-. Voy a comunicarle esto al Presidente. Y hasta que no recibamos noticias suyas, no quiero que nadie trate de abrir esa esfera.
Barnes propuso un período de descanso de dos horas, y Harry se retiró a su habitación camarote para acostarse. Beth anunció que también ella se iba a dormir, pero se quedó en el puesto de monitores, con Tina Chan y Norman. El lugar de trabajo de Tina tenía cómodos asientos con respaldos altos, y Beth hacía girar uno de ellos, balanceando las piernas hacia atrás y hacia adelante; al tiempo que jugaba con su cabello, haciéndose rulitos al lado de la oreja. Tenía la mirada fija en el vacío espacio.
«Está cansada -pensó Norman-. Todos lo estamos.» Observó a Tina, quien, tensa y alerta, se movía de forma suave, pero continua, para ajustar los monitores, revisar la información de los sensores y cambiar los casetes de vídeo. Como Jane Edmunds, estaba en la nave espacial con Ted, además de atender su propia consola de comunicaciones, Tina tenía que hacerse cargo de las unidades de grabación. Esta mujer, que pertenecía a la Armada, no parecía hallarse tan cansada como los científicos. Claro que no había estado dentro de la astronave; la cual, para ella, era sólo algo que veía en los monitores, un programa de televisión, una abstracción. Tina no se había visto cara a cara con la realidad del nuevo ambiente, con la agotadora lucha mental para entender qué estaba pasando, qué significaba todo aquello.
– Tiene aspecto de cansado, señor -dijo Tina.
– Sí. Todos estamos cansados.
– Es la atmósfera -explicó Tina-. Por respirar helio.
«Está todo dicho sobre las explicaciones psicológicas», pensó Norman.
– La densidad del aire aquí abajo causa efecto en el organismo. Nos encontramos a treinta atmósferas. Si estuviéramos respirando aire normal a esta presión, sería casi tan denso como un líquido. El helio es más ligero; pero es mucho más denso que lo que estamos habituados a respirar. Uno no se da cuenta, pero nada más que respirar, mover los pulmones, cansa.
– Sin embargo, usted no parece cansada.
– Ah, yo estoy acostumbrada. Ya antes estuve en ambientes saturados.
– ¿De veras? ¿Dónde?
– La verdad es que no se lo puedo decir, doctor Johnson.
– ¿Operaciones navales?
La mujer sonrió.
– Se sobrentiende que no debo hablar de eso.
– ¿Es ésa su sonrisa inescrutable?
– Así lo espero, señor. ¿Pero no cree usted que debería intentar dormir?
– Probablemente -asintió Norman.
Tomó en cuenta la idea de irse a dormir; pero la perspectiva de acostarse en su húmeda litera no le resultaba atractiva. De modo que prefirió bajar al comedor, con la esperanza de encontrar alguno de los postres de Rose Levy. Ella no estaba allí, pero había un poco de tarta de coco debajo de una tapa de plástico. El psicólogo buscó un plato, cortó una porción y se la llevó hacia una de las portillas. Pero afuera todo estaba negro; las luces de la parrilla se hallaban apagadas y los buzos se habían retirado. Norman vio luces en las portillas del DH-7, el habitáculo de los buzos, situado a unos pocos metros de distancia. Aquellos hombres estarían preparándose para regresar a la superficie o tal vez ya se hubieran ido.
En la portilla, el psicólogo vio reflejado su propio rostro: se vio cansado y viejo. «Éste no es un lugar para un hombre de cincuenta y tres años», pensó al contemplar su imagen.
Mientras miraba descubrió unas luces que se movían a lo lejos: después un breve relumbrón amarillo; uno de los minisubmarinos se detuvo debajo de un cilindro, el DH-7. Instantes después llegó un segundo submarino, que atracó junto al primero; las luces de éste se apagaron. Un momento después, el segundo submarino zarpó hacia las negras aguas; el primer submarino se quedó atrás.
«¿Qué está sucediendo?», se preguntó Norman, aunque sabía que aquello era algo que no le importaba realmente. Se sentía demasiado cansado. Estaba más interesado en el sabor de la tarta. Miró el plato: la porción de pastel ya no estaba; sólo quedaban algunas migajas.
«Estoy cansado -pensó-. Muy cansado.» Puso los pies sobre la mesa de café, echó la cabeza hacia atrás y la apoyó sobre el frío acolchado de la pared.
Debió de haberse quedado dormido durante un largo rato, porque se despertó desorientado, en medio de la oscuridad. Se sentó y, de inmediato, las luces se encendieron. Entonces vio que todavía estaba en la cocina.
Barnes le había prevenido respecto al modo en que el habitáculo se adaptaba a la presencia de las personas. Según parecía, los sensores de movimiento dejaban de registrar la presencia de la persona cuando ésta se quedaba dormida, y automáticamente, apagaban las luces de la habitación. Después, cuando esa persona se despertaba y se movía, las luces se volvían a encender. Norman se preguntó si las luces permanecerían encendidas cuando la persona roncaba. ¿Quién había diseñado todo aquello? Los ingenieros y planificadores que trabajaron en el habitáculo de la Armada, ¿habrían tomado en cuenta el ronquido? ¿Habría un sensor de ronquidos?
Comería otra ración dulce.
Se puso de pie y se dirigió hacia la mesa de la cocina: ahora faltaban varias porciones de tarta. ¿Se las había comido él? No estaba seguro: no podía recordar.
– Muchas casetes de vídeo -dijo Beth.
Norman se dio vuelta.
– Sí -dijo Tina-. Estamos grabando todo lo que ocurre en este habitáculo; y también en la nave. Tendremos una gran cantidad de material.
Había un monitor montado justo sobre la cabeza de Norman; mostraba a Beth y Tina arriba, delante de la consola de comunicaciones. Ambas estaban comiendo tarta.
«De modo que es ahí adonde fue a parar la tarta de coco», pensó Norman.
– Cada doce horas las cintas se transfieren al submarino -dijo Tina.
– ¿Para qué? -preguntó Beth.
– De ese modo, si algo ocurriera aquí abajo, el submarino ascendería a la superficie de forma automática.
– Ah, grandioso -dijo Beth-. Pero no quiero pensar demasiado en eso. ¿Dónde está el doctor Fielding ahora?
– Desistió de abrir la esfera y fue a la cubierta principal de vuelo. Está con Jane Edmunds -informó Tina.
Norman observó el monitor: la encargada de las comunicaciones había salido del campo visual; y Beth estaba sentada de espaldas al monitor, comiendo dulce de coco. En el monitor que se encontraba detrás de ella, Norman podía ver, con toda claridad, la refulgente esfera. «Monitores que muestran monitores -pensó-. El personal naval que, en última instancia, revise estas grabaciones se va a volver loco.»
– ¿Cree que alguna vez lograrán abrir la esfera?
– Quizá. No lo sé -respondió Beth sin dejar de comer su porción de tarta.
Y, en ese instante, en el monitor que estaba detrás de Beth Norman vio, horrorizado, que la puerta de la esfera se estaba deslizando lentamente. La gran bola metálica se estaba abriendo y revelaba la negrura de su interior.
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