– No son tus condiciones actorales, son esas malditas pecas. -Frunció el entrecejo. -Estuve tratando de ponerme en contacto con Scott Maren en Jordania. ¿Hubo llamadas?
– Nada. -De pronto chasqueó los dedos. -Sí, llamó tu abogado, Novak.
– Puede esperar.
– ¿Quieres que Mark arme lío con la conexión si ella intenta llamar otra vez?
Logan negó con la cabeza.
– Usaría su teléfono digital. Y tal vez lo haga, si sospecha que el teléfono de su habitación está intervenido.
– Como quieras. -Hizo una pausa. -¿Cuándo nos lanzamos a la acción?
– Pronto.
Gil arqueó una ceja.
– ¿No me estarás guardando secretos a mí, no?
– Tengo que estar seguro de que todo esté bien. Timwick ha estado siguiéndome muy de cerca.
– Puedes confiar en mí, John.
– Ya te dije que estoy a la espera.
– De acuerdo, si no vas a abrir esa maldita boca… -Gil se puso de pie y fue hacia la puerta. -Pero no me gusta ir a ciegas.
– No tendrás que ir a ciegas.
– Lo tomo como una promesa. Vete a dormir.
– Sí.
Cuando la puerta se cerró detrás de Gil, Logan volvió a leer la transcripción y luego la arrojó a un lado. Joe Quinn. No podía permitirse subestimar al detective. Eve había despertado una intensa lealtad en Quinn. ¿Lealtad, amistad y qué más? Se preguntó. Quinn era casado, pero eso no tenía importancia.
Qué demonios, no era asunto suyo, siempre y cuando no interfiriera con lo que necesitaba que hiciera Eve. Además, ya tenía bastantes preocupaciones.
Scott Maren estaba deambulando por Jordania y podían matarlo en cualquier momento.
Timwick podía haber hecho conjeturas y sacado conclusiones. Esas conclusiones lo asustarían hasta el punto de llevarlo a dar la orden de asegurar su posición.
Logan no veía la hora de ponerse en contacto con Maren.
Sacó su agenda telefónica personal y la abrió en la última página, donde había solamente tres nombres y números telefónicos.
Dora Bentz
James Cadro.
Scott Maren.
Los teléfonos de Bentz y Cadro podían estar intervenidos, pero de todos modos tenía que llamar y cerciorarse de que estuvieran bien. Luego mandaría a alguien a buscarlos.
Tomó el teléfono y marcó el primero de los números.
El de Dora Bentz.
El teléfono estaba sonando.
Fiske terminó de atar las piernas de la mujer a los postes de la cama y le levantó el camisón por arriba de la cintura.
Tenía más de cincuenta años, pero buenas piernas. Una pena ese abdomen fofo. Debería haber hecho ejercicios abdominales para mantenerlo firme. El hacía doscientos abdominales por día y sus músculos parecían de hierro.
Sacó una escoba del armario de la cocina y volvió a la cama.
El teléfono seguía sonando. ¡Qué insistentes!
Empujó el mango de la escoba dentro de la mujer. La muerte tenía que parecer un crimen sexual, pero no se arriesgaría a eyacular dentro de ella. El semen era una prueba. De todos modos, a muchos asesinos múltiples les costaba eyacular y la escoba era un buen toque. Hablaba de odio hacia las mujeres y profanación de hogares.
¿Algo más?
Seis heridas profundas y salvajes en los senos, la boca tapada con cinta aisladora, la ventana abierta…
No, era un trabajo limpio.
Le hubiera gustado quedarse un rato a admirar lo que había hecho, pero el teléfono no había dejado de sonar. Quienquiera que estuviera del otro lado podía preocuparse y llamar a la policía.
Una última verificación. Caminó hasta la cabecera de la cama y la miró.
Ella le devolvió la mirada, con los ojos abiertos y la expresión aterrada de cuando le había clavado el cuchillo en el corazón.
Sacó el sobre con las fotografías y la lista impresa que Timwick le había dado en el aeropuerto. Le gustaban las listas: mantenían el mundo en orden.
Tres fotografías. Tres nombres. Tres direcciones.
Tachó el nombre de Dora Bentz de la lista.
El teléfono seguía sonando cuando salió del departamento.
No atendía nadie.
Eran las tres y media de la mañana. Tendría que haber atendido.
Con movimientos lentos, Logan dejó el teléfono.
Podía no significar nada. Dora Bentz tenía hijos casados que vivían en Búfalo, estado de Nueva York. Podía estar visitándolos. O de vacaciones en cualquier parte.
O muerta.
Tal vez Timwick se estuviera moviendo rápidamente para atar todos los cabos sueltos.
Carajo. Logan había pensado que tenía tiempo.
Quizá se estuviera apresurando a sacar conclusiones.
¿Demonios, y qué? Siempre había confiado en sus instintos y ahora le estaban hablando a los gritos.
Pero enviar a Gil a ver qué pasaba con Dora Bentz lo delataría. Timwick sabría lo que ahora solamente sospechaba. Logan podía tratar de salvar a Dora Bentz o mantenerse a salvo por unos cuantos días más.
Mierda.
Tomó el teléfono y marcó el número de Gil en la casa de carruajes.
Luces. Luces en movimiento.
Eve dejó de secarse el pelo, se levantó y fue hasta la ventana.
La limusina negra que los había recogido en el aeropuerto se deslizaba por el camino de entrada hacia los portones.
¿Logan?
¿Gil Price?
Eran casi las cuatro de la mañana. ¿Adónde podía estar yendo alguien a esta hora?
Dudaba de que fueran a contárselo si lo preguntaba por la mañana.
Pero de todos modos pensaba hacerlo.
Eve no se durmió hasta las cinco y su sueño fue intranquilo. Se despertó a las nueve, pero se obligó a quedarse en la cama hasta casi las diez, cuando unos golpes atronadores sonaron en la puerta.
La puerta se abrió antes de que ella pudiera responder y una mujer baja y regordeta entró en la habitación.
– Hola, soy Margaret Wilson. Aquí tienes el control remoto del portón que querías, -Lo dejó sobre la mesa de luz. -Lamento despertarte, pero John dice que metí la pata con el laboratorio. ¿Cómo diablos iba a saber que querías algo bonito y acogedor? ¿Qué tengo que conseguir? ¿Almohadones? ¿Alfombras?
– Nada. -Eve se incorporó en la cama y miró a Margaret Wilson con curiosidad. Tendría probablemente unos cuarenta y tres años. El traje de gabardina gris que llevaba le afinaba la figura regordeta y complementaba el brillante pelo oscuro y los ojos castaños. -Le dije que no iba a estar aquí el tiempo suficiente como para que tuviera importancia.
– Sí que importa. A John le gustan las cosas bien hechas. Y a mí también. ¿Cuál es tu color preferido?
– Verde, creo.
– Debí haberme dado cuenta. Las pelirrojas son bastante predecibles.
– No soy pelirroja.
– Bueno, casi. -Paseó la vista por la habitación. -¿Aquí está todo bien?
Eve asintió mientras se destapaba y bajaba de la cama.
– Perfecto. Entonces me pondré a pedir unas cosas por teléfono. Las mandarán… ¡Cielos, eres un gigante!
Margaret la miraba con el entrecejo fruncido.
– ¿Cuánto mides?
– Un metro setenta y siete.
– Un gigante. Me harás sentir una enana. Odio las mujeres altas y flacas. Le hacen mal a mi psiquis y me vuelvo agresiva.
– No eres tan baja.
– No me trates con condescendencia. -Hizo una mueca. -Ves, estoy a la defensiva. Bueno, no importa, tendré que repetirme una y otra vez que soy mucho más inteligente que tú. Vístete y baja a la cocina. Comeremos cereal y luego te llevaré a dar una vuelta por la propiedad.
– No es necesario.
– Claro que sí. John quiere que estés contenta y dice que no tienes nada que hacer por ahora. Si eres como yo, te volverás loca. -Se dirigió a la puerta. -Pero nos encargaremos de eso. ¿Te veo abajo en quince minutos?
– Muy bien. -Se preguntó cuál hubiera sido la reacción si hubiera dicho que no. Las tácticas de Margaret hacían que una topadora pareciera sutil.
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