Missy hizo una pausa y luego añadió:
– Siempre te ha dado miedo quedar atrapada aquí, como esa gente a la que veías en el hospital cuando íbamos a visitar a mamá. Tú sabías lo que yo sabía. Que eran cuerpos vivientes sin alma.
Diana sintió que se le contraía la garganta, sintió que un terror gélido se ovillaba dentro de ella en espirales que le resultaban ya familiares. El recuerdo desencadenado por las palabras de Missy fue súbito e increíblemente vivido. Se sintió transportada casi treinta años atrás, la manita cogida en la de su padre, sus piernas cortas intentando seguirle el paso mientras él la conducía por un larguísimo pasillo. Un pasillo con puertas a cada lado, unas abiertas, otras cerradas. Detrás de algunas de las cerradas había silencio; detrás de otras, Diana oía de cuando en cuando una risa o un sollozo, y detrás de una oyó un extraño y melancólico lamento. A través de las puertas abiertas veía camas, algunas con personas sentadas en ellas, leyendo, viendo la televisión.
Pero en otras camas había personas que yacían quietas y silenciosas, y unas máquinas emitían suaves pitidos junto a ellas. Aquellas personas estaban en su mayoría dormidas o inconscientes, ella lo sabía. Incluso entonces lo sabía.
Algunas estaban idas. Sus cuerpos yacían allí y respiraban, aquellas máquinas que pitaban registraban el latido de sus corazones, pero las personas que antaño habían habitado esos cuerpos se habían ido.
Y nunca volvían.
Diana lo sabía con perfecta certidumbre. Más allá de la capacidad de una niña para comunicar aquella certeza, más allá de las palabras, más allá de la razón, sabía exactamente lo que les había ocurrido a esas personas.
Alguien había abierto una puerta, quizás incluso hubieran sido esas mismas personas. Y ahora estaban atrapados al otro lado, incapaces de retornar a su ser físico.
El terror de Diana era profundo y mudo, pero no fue nada comparado con lo que sintió cuando su padre la hizo entrar en una de aquellas habitaciones. Cuando vio a su madre tendida, quieta y silenciosa, en una cama. Cuando oyó el pitido suave de las máquinas.
Cuando comprendió.
– ¿Diana?
Parpadeó y miró fijamente el rostro solemne e infantil de Missy.
– Dios mío. A ella le pasó. Se… se fue. Antes de que papá o los médicos se dieran cuenta, mucho antes de que lo dijeran, antes de que su cuerpo por fin se detuviera, se había ido.
– Sí.
– Yo no… ¿Por qué no me acordaba de eso?
– Te daba demasiado miedo recordar.
Esta vez, Diana comprendió.
– Porque sabía que podía hacer lo mismo que ella.
Missy asintió con un gesto.
– Tenías miedo de no poder controlarlo, de perderte en este lado como se perdió ella. Y entonces no podías controlarlo. Eras demasiado pequeña, no sabías cómo. Y ella no estaba allí para ayudarte a comprender. No había nadie. Al menos, entonces.
– Hasta ahora.
– Ahora no hay medicinas que nublen tu mente. Y él está aquí para empujarte a ver lo que hay. Para ayudarte a entender. Lo necesitabas. Pero todavía tienes miedo. Por eso discutes con él cuando quiere hablar de ello.
– Tengo razones para estar asustada, ¿no crees? Tú misma has dicho que no sabías si podía quedar atrapada a este lado. Pero las dos sabemos que es posible, así que…
– Hay cosas peores que estar atrapado aquí, Diana.
Ta-tan.
Ta-tan.
No era un sonido, sino más bien una sensación, y una sensación sorprendente en aquel lugar gris, lleno de quietud y silencio.
Quentin le había preguntado si alguna vez había sentido u oído algo parecido al latido de un corazón dentro de ella, y Diana lo había negado porque no se acordaba. Pero ahora lo reconoció al instante. Lo recordó: era un eco de su infancia, procedente de algún lugar dentro de ella, más hondo que el instinto.
Conocía aquello.
Ta-tan.
Ta-tan.
Era vasto y oscuro y olía a tierra húmeda y a huevos podridos. Era tan frío que quemaba, y su negrura hurtaba todo destello de luz. Y era… ineludible. Antiguo. Más que poderoso. Tan arrollador que se sentía débil y aterrorizada.
Ta-tan.
Ta-tan.
– Ya viene -dijo Missy-. Está listo para matar otra vez.
– Te refieres a él, ¿no? A ese asesino.
– Dejó de ser una persona incluso antes de que le enterraran vivo. Ahora sólo es… una cosa. Y tú sabes qué es.
Diana lo sabía. Eso era lo aterrador. Que lo sabía.
– ¿Qué aspecto tendrá esta vez? -musitó-. ¿De quién se apoderará?
– Casi siempre tiene el aspecto de alguien en quien confiamos, ¿no? -Missy se volvió y de nuevo la condujo por el largo y grisáceo corredor-. Por aquí. Date prisa, Diana.
Diana la siguió porque no podía hacer otra cosa; la asustaba lo que se acercaba y al mismo tiempo la angustiaba saber que la distancia entre la parte de su ser que estaba haciendo aquella travesía y la parte que había quedado atrás, junto a Quentin, era cada vez mayor. Aquella angustia no hizo sino crecer cuando se dio cuenta de que aquel corredor le era desconocido y de que ignoraba cómo encontrar el camino que la llevaría de regreso junto a él.
Quentin se paseaba con nerviosismo por la sala, volviendo una y otra vez la mirada hacia el rostro de Diana. Ella tenía los ojos cerrados, el semblante apacible, y, de no haber sabido que no era así, él la habría creído dormida.
Pero Diana no estaba dormida.
Un camarero del servicio de habitaciones había llegado y se había ido, pero el café que Stephanie les había mandado seguía intacto sobre la bandeja. Quentin no quería café, pero le habría sentado bien algo más fuerte. Algo mucho más fuerte.
«No me toques. Hay algo que tengo que… No me toques. Espera.»
Esperar. Solamente esperar. ¿Cuánto tiempo se suponía que debía esperar? ¿Cuánto tiempo podía estar Diana… donde estuviera sin correr peligro?
Quentin suponía que se hallaba en el tiempo gris. No estaba seguro de qué había desencadenado aquello, como no fuera una mezcla entre el estado de alteración emocional de Diana tras descubrir lo de Missy y la tormenta que retumbaba fuera. Seguramente era eso, se dijo. La tormenta, desde luego, estaba desordenando todos sus sentidos, y teniendo en cuenta lo ocurrido durante la última tempestad, era indudable que aquélla habría afinado los de Diana.
Eran los propios sentidos de Quentin, en los que ya no podía confiar, los que le impedían extender el brazo hacia ella, tocarla, amarrarla. Durante una tormenta, mucho más aún que habitualmente, se sentía casi desconectado del flujo de información sensorial al que su cuerpo y su mente estaban acostumbrados. Todo le parecía sofocado, distante, fuera de su alcance.
Lo único que sabía con certeza era que lo que Diana estaba haciendo era peligroso. Y necesario.
Eso era lo que no podía soslayar, la sólida convicción de que Diana tenía que hacer aquello, de que era importante. Y de que, si él interfería, si la hacía volver por la fuerza del lugar donde debía estar en ese momento, lo lamentaría.
La cuestión era: ¿podía confiar siquiera en sus más profundas certezas? ¿Podía confiar en su instinto?
Porque, si no podía y esperaba demasiado tiempo antes de intentar hacerla volver… quizá Diana quedara fuera de su alcance, o del alcance de cualquiera.
– Ya lo ha hecho otras veces -se oyó mascullar mientras deambulaba por la habitación sin dejar de observarla-. Lo ha hecho durante años, durante décadas. Yo no estaba allí, y ella volvió sin mi ayuda. Sin la ayuda de nadie. Ahora también podrá volver.
Si era tan fuerte como él creía.
Si era lo bastante fuerte.
Quentin detestaba todo aquello. Odiaba esperar, odiaba quedarse allí parado, sin nada que hacer salvo preocuparse. Se había visto forzado a hacerlo más de una vez en el pasado y, de hecho, sospechaba que Bishop le había puesto de cuando en cuando en esa situación deliberadamente, para enseñarle a tener paciencia.
Читать дальше