Kay Hooper - Enfriar El Miedo

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Quentin Hayes, agente de la Unidad de Crímenes Espeluznantes del FBI, sigue atormentado por el misterioso asesinato de Missy, ocurrido hace veinte años en El Refugio, un hotel de Tennessee al que vuelve una y otra vez en busca de nuevas pistas.
Diana Brisco ha ido a El Refugio para participar en una terapia con la que espera resolver su pasado. Pero desde que está allí le asaltan terribles pesadillas y extrañas visiones de un niño desaparecido hace años. Además, un agente del FBI se empeña en convencerla de que no está loca, sino que posee un don especial para contactar con el más allá.
Quentin sabe que es su última oportunidad para resolver el homicidio de Missy y que necesita la ayuda de Diana, pero ¿cómo persuadir a la joven para que traspase el umbral y entre en el mundo del frío y la muerte?

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Enfrentado a la sospecha de Quentin, Bishop no lo había negado. Pero tampoco lo había confirmado.

Como era de esperar.

En cualquier caso, si lo que Bishop pretendía era enseñarle una lección, Quentin aún no la había aprendido. Iba contra sus más hondos instintos, contra su propia naturaleza, el permitir que otra persona asumiera el papel activo mientras él esperaba retorciéndose las manos. Sobre todo cuando esa persona, a pesar de su fortaleza, había sufrido y era frágil, y a él le importaba…

El fragor de un trueno resonó en sus oídos, casi ensordeciéndole, y el destello brillante del relámpago fue tan cegador que por un instante quedó completamente a oscuras y solo dentro de su propia cabeza. De no ser por…

«Ahora. Date prisa. Antes de que sea demasiado tarde.»

La tormenta había desbaratado hasta tal punto sus sentidos que le asombró el oír aquel susurro dentro de su mente. O quizás aquel susurro llevara mucho tiempo sonando, y él no había podido oírlo.

Temiendo de pronto haber esperado demasiado, regresó a toda prisa junto a Diana y, cogiendo sus manos frías, se las apretó con fuerza.

Nada. Ninguna reacción, ninguna respuesta. Ella permanecía allí sentada, inmóvil y muda, los ojos cerrados, el semblante apacible.

Quentin nunca se había visto compelido a ser el salvavidas de otra persona, pero hacía mucho tiempo que había aprendido que, con la motivación y la disciplina adecuadas, la mente humana podía hacer cosas notables.

Concentrándose, bloqueó con fiereza la distracción que suponía la tormenta y focalizó toda su voluntad en llegar hasta Diana y hacerla volver a él.

Capítulo catorce

– Missy, pero ¿dónde me llevas? -El desasosiego que sentía Diana iba creciendo y fortaleciéndose. De pronto se le ocurrió la aterradora idea de que el espíritu de su presunta hermana quizá fuera mucho menos benévolo de lo que había creído.

– Hay algo que tengo que enseñarte.

– ¿Por qué no me dices lo que quieres que sepa? -Diana miraba a su alrededor, intentando averiguar en qué parte del hotel estaban. Pero, en el tiempo gris, aquel pasillo era particularmente indistinto, incluso más de lo normal, y parecía prolongarse sin fin-. Esto no está bien -añadió antes de que Missy pudiera contestar-. Parece…

– Hay una cosa que Quentin ha olvidado -dijo Missy, ignorando tanto la pregunta como el comentario.

– ¿Qué cosa?

– Por lo que me pasó a mí, cree que se trata de niños.

Diana sólo escuchaba en parte, porque, mientras hablaba, Missy había doblado una esquina, y para su sorpresa se encontraban de pronto ante una puerta verde. Aquél era el único colorido que había visto nunca en el tiempo gris.

– Tienes que recordar este lugar, Diana. Esta puerta.

– ¿Por qué? -Diana hacía cuanto podía por pensar con claridad, pero cada vez le resultaba más difícil.

– Porque aquí estarás a salvo. Cuando sea importante, cuando necesites un lugar seguro, ven aquí.

– Creía… creía que en el tiempo gris todos los lugares eran el mismo.

– Éste, no. Éste es un sitio especial, en tu tiempo igual que aquí. Está protegido. No lo olvides.

Diana quería hacerle más preguntas, pero antes de que pudiera formularlas Missy siguió hablando.

– Diana, escúchame. Quentin siempre ha creído que se trataba de niños, pero no es así. Los niños son más fáciles porque a menudo son vulnerables, están indefensos. Son una presa fácil. Esa cosa se alimenta del miedo. Tú recuerdas el terror de un niño, ¿verdad, Diana?

Diana sintió los labios extrañamente rígidos y helados cuando murmuró:

– Sí. Lo recuerdo.

– No se trata de niños. Ni siquiera se trata de mí. Se trata de castigar. Y de juzgar. Él fue juzgado. Y castigado.

De nuevo, Diana quiso preguntar, quiso comprender todo aquello más claramente. Pero, antes de que pudiera hablar, ambas lo oyeron o lo sintieron.

Ta-tan.

Ta-tan.

¡Ta-tan!

El rostro de Missy cambió.

– Tienes que volver -dijo rápidamente-. Ahora mismo. Esa cosa también puede cruzar al otro lado, Diana, no lo olvides. Y la mente de una médium puede ser la más vulnerable de todas. Si te encuentra…

– No entiendo, Missy.

– Lo entenderás -Missy alargó el brazo y la cogió de la mano. La suya, muy pequeña, no estaba fría, sino extrañamente cálida-. No olvides la puerta verde. Pero ahora tienes que volver. Tiéndele la mano a Quentin.

Diana no sabía si podía; notaba la mente embotada y fría, y hacer cualquier cosa le costaba un esfuerzo excesivo. Pero el calor de la manita de Missy pareció disipar en parte aquel frío…

¡Ta-tan!

¡Ta-tan!

Sintió vibrar el suelo bajo sus pies, como sacudido por las pisadas de algo inconmensurablemente pesado, y la grisura que la rodeaba pareció oscurecerse, virar hacia el negro. Intentó extender el brazo mentalmente, pensando en Quentin, sintiendo la necesidad de estar con él.

Hubo un destello de luz brillante, luego otro, y en medio el gris fue haciéndose más y más oscuro.

– Aprisa -dijo Missy-. Ya está…

– … aquí -dijo Diana abriendo los ojos.

– Dios mío, no vuelvas a hacerme eso jamás -dijo Quentin.

Ella volvió la cabeza y le miró, algo aturdida y no poco confusa. Quentin le sujetaba la mano; la suya era cálida y fuerte, y Diana cobró de nuevo conciencia de aquella extraña sensación de seguridad.

A salvo. Estaba a salvo. Ahora.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Quentin.

– Creo que sí.

Él tomó aire y lo dejó escapar, claramente aliviado. No le soltó la mano.

– ¿Otra visita al tiempo gris?

Diana asintió lentamente con la cabeza.

– ¿Otro guía?

– Missy.

Aquello pilló desprevenido a Quentin.

– ¿Has hablado con ella?

– Sí.

– ¿Y?

Diana le habló de la puerta verde y de la advertencia de Missy de que «aquello» no tenía como propósito hacer daño a los niños, sino que se trataba más bien de juzgar y castigar.

– No recuerdo ninguna puerta verde en este sitio -dijo él.

– Yo tampoco.

– Pero es un lugar seguro para ti.

Intentando recordar exactamente lo que le habían dicho, Diana dijo:

– Creo que sí. Es algo así como un lugar protegido aquí y en el tiempo gris.

Quentin dijo con cierta acritud:

– Si Missy te ha ofrecido un lugar seguro, eso debe de significar que cree que vas a necesitarlo.

Un dedo frío se deslizó por la columna vertebral de Diana.

– Supongo que sí.

– Y ha dicho que se trataba de juzgar y castigar.

– Sí. Porque él fue juzgado y castigado. Ese asesino.

– Samuel Barton.

– Sí.

Él digirió aquello unos segundos, arrugando el ceño, y luego dijo:

– ¿Qué más?

Diana no sabía si Quentin se estaba sirviendo de alguno de sus sentidos especiales, o si su propio rostro era un libro abierto para él, pero sabía que debía responder. Y eso hizo, contándole lo que Missy había dicho acerca de su profundo miedo a ser incapaz de dominar sus facultades y a quedar atrapada entre dos mundos, y acerca de su terror por lo que le había sucedido a su madre. Y sólo entonces recordó otra cosa.

– Dios mío. Missy ha dicho «cuando íbamos a visitar a mamá». Ha dicho que a mí me daba miedo la gente del hospital, la gente sin alma, cuando íbamos a visitar a mamá. Quentin… Missy no era mi medio hermana. Teníamos el mismo padre y la misma madre.

Stephanie no lo habría reconocido en voz alta, pero el principal motivo por el que le había pedido a Ransom Padgett que la acompañara al sótano no era ayudarla a transportar los archivos o las cajas que decidiera llevar arriba. Era que no quería estar sola allá abajo.

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