– ¿Irme a casa para soportar más mentiras? Creo que no. Voy a quedarme aquí, papá. Encontraré las respuestas por mí misma.
– Tú no sabes lo que dices. Lo que haces. Vete a casa. Vete a casa y te prometo que hablaremos.
Diana exhaló otro suspiro, que sonó trémulo al tiempo que la helada quietud de su rostro comenzaba a resquebrajarse.
– Más de treinta años. Has tenido tiempo más que de sobra para decirme la verdad sobre Missy, sobre quién era. Esto hace que me pregunte qué otras mentiras me has contado, papá.
– Diana…
Ella cerró bruscamente el teléfono, colgando a su padre, y se lo devolvió a Quentin sin mirarle. Pero sus palabras iban dirigidas a él cuando murmuró:
– No sé por qué, pero no creo que esta historia vaya a tener un final feliz, ¿tú sí?
Quentin volvió a colocarse el teléfono en el cinturón y con la mano libre la cogió del brazo; tenía de nuevo la inquietante sensación de que podía escapársele sin saber cómo.
– Diana, tú no conoces la historia… Ninguno de nosotros la conoce.
– No ha negado que Missy fuera mi hermana. Si no fuera cierto, lo habría negado.
– Puede ser, pero todavía podría haber una explicación razonable para todo esto.
Ella volvió la cabeza y se enfrentó a su mirada intensa con una expresión que poco tenía de suplicante.
– ¿Sí? ¿Y cuál podría ser esa explicación, Quentin? ¿Por qué, en todos estos años, nunca he encontrado ninguna fotografía de ella, excepto ésta? -Levantó de nuevo la fotografía-. ¿Por qué no me acuerdo de ella?
Quentin contestó a la última pregunta porque era la única para la que se le ocurría una respuesta.
– No recuerdas muchas cosas de tu vida, tú misma me lo dijiste. Las drogas, Diana, los fármacos.
La cara de Diana se contrajo fugazmente cuando ambos oyeron el bramido distante de un trueno; Quentin la sintió tensarse, pero ella mantuvo la mirada fija en la suya.
– Sí, las drogas. Quizás eso sea otra cosa por la que mi padre deba responder. Porque si pudo mentirme sobre Missy… quizá me haya mentido también en otras cosas. Tal vez mintió al decirme que estaba enferma.
– No tiene por qué haber sido una mentira premeditada. -Quentin se colocó en el papel de abogado del diablo porque tenía que hacerlo, porque sabía lo peligroso que era para Diana perder tan repentinamente toda confianza en su padre-. Con todo lo que me has contado sobre tu niñez, tu padre tenía motivos de sobra para creer que estabas pasando por algo que se salía de lo corriente. Sencillamente buscó respuestas y tratamientos en el lugar equivocado.
– O lo sabía. Lo sabía e hizo cuanto pudo por mantenerme drogada e inconsciente.
– ¿Por qué iba a hacer eso?
– Para que no me acordara de Missy.
El rugido de un trueno, más fuerte que el anterior, hizo que Quentin la apartara de la ventana y la llevara a sentarse a uno de los sofás que había junto a las cajas que había bajado del desván. Tomó asiento a su lado y maldijo para sus adentros la tormenta que se aproximaba porque se sentía ya nervioso e irritable, y era muy consciente de que empezaba a no poder fiarse de sus sentidos. Era como si alguien subiera y bajara al azar el volumen de un equipo estéreo, de tal forma que sus sentidos tan pronto se hallaban sofocados como estallaban estruendosamente en su conciencia.
Aquello era, como mínimo, motivo de distracción, y Quentin tuvo que recurrir a toda la disciplina que había aprendido y acumulado con los años para concentrarse en Diana y en el asunto del que estaban hablando.
– Diana, escúchame. Hasta donde he podido averiguar, Missy y su madre vinieron a vivir aquí, a El Refugio, cuando Missy tenía unos tres años. Tú no podías ser mucho mayor. ¿Cuándo cumpliste treinta y tres?
– El pasado septiembre.
Él asintió con la cabeza.
– Si Missy hubiera vivido, habría cumplido treinta y tres este mes de julio. Así que, suponiendo que fuerais hermanas, tú le sacabas menos de un año y no tenías más de cuatro cuando… cuando ella vino a vivir aquí. ¿Cuánta gente recuerda cosas de sus primeros años de vida?
– De una hermana debería acordarme. -Ella bajó la mirada hacia la fotografía que sostenía, frunciendo el ceño.
– Eso es algo de lo que no podemos estar seguros, Diana. No, sin más información.
Ella desvió la mirada hacia las cajas cercanas.
– Puede que encontremos algo ahí dentro.
– Tal vez. Pero no te hagas ilusiones. La mayoría de las pertenencias de Missy y de su madre quedaron destruidas en el incendio del ala norte, hace años. Es pura casualidad que esta fotografía haya sobrevivido. -Él, sin embargo, no creía en algo tan azaroso como la casualidad. No creía en las coincidencias. Siempre había un motivo. Siempre.
Mientras los pensamientos dispersos se atropellaban en su mente, Diana le miró con una repentina expresión de esperanza en los ojos.
– Su madre. Quentin, ¿qué fue de su madre?
Él no quería darle más noticias perturbadoras, pero no le quedaba más remedio.
– Se fue poco después del incendio. Nunca he podido encontrar su rastro.
– ¿Y cuándo fue eso? ¿Hace cuántos años?
– El incendio fue menos de un año después de que Missy fuera asesinada. Así que hace veinticuatro años, semana arriba, semana abajo.
– ¿Qué aspecto tenía?
Quentin sólo tuvo que detenerse un instante.
– Se parecía mucho a Missy. Pelo moreno, ojos grandes y oscuros, cara ovalada. Estatura media. Más bien delgada, que yo recuerde. Quizás incluso frágil.
– ¿Estás seguro?
– La recuerdo vivamente, Diana. -Vio que la esperanza de su mirada se tornaba en confusión y añadió-: ¿Qué ocurre?
– Ésa no era mi madre.
– Mi madre era pelirroja, como yo -dijo Diana-. Alta, atlética. No parecía frágil en absoluto. Ésa es una de las razones por las que siempre me ha extrañado su enfermedad, porque en todas las fotografías parecía tan sana… tan fuerte…
Al cabo de un momento, Quentin sugirió:
– ¿El mismo padre y madres distintas?
– ¿Una medio hermana? -Diana se quedó pensando y, desasiendo distraídamente el brazo que Quentin le sujetaba, se frotó la sien. Le dolía la cabeza y se le hacía difícil pensar-. Puede ser. Que yo sepa, mi padre no volvió a casarse después de la muerte de mi madre. Pero puede que tuviera alguna relación, supongo.
Quentin vaciló; luego dijo:
– Me dijiste que eras muy pequeña cuando murió tu madre. ¿Cómo de pequeña?
– Tenía cuatro años. -Diana asintió con la cabeza antes de que él pudiera constatar lo obvio-. Sí, ya se me había ocurrido. Si yo le sacaba a Missy menos de un año, eso significa que nació mientras mi madre todavía vivía. Mi madre ya andaba entrando y saliendo de hospitales antes de que yo naciera, pero fue empeorando de año en año. Lo que significa que mi padre se lió con otra mujer probablemente mientras mi madre estaba enferma, en un hospital.
– Eso no lo sabemos, Diana. En realidad, no sabemos nada. Excepto que has encontrado una fotografía de ti y de Missy juntas y que tu padre, al que has pillado completamente desprevenido, no ha negado que fuera tu hermana cuando le has preguntado. Eso es lo único que sabemos.
– Hablas como un abogado -murmuró ella.
– Técnicamente, soy abogado. Y policía. Mira, lo único que digo es que no podemos dar nada por sentado. Si hay algo que la vida me ha enseñado, es que cualquier situación es siempre más complicada de lo que parece al principio. Siempre.
Diana sintió y oyó los truenos que se precipitaban bramando desde las montañas y se frotó la sien con más fuerza; deseaba que aquel martilleo cesara y se preguntaba por qué su voz sonaba de pronto distante.
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