Kay Hooper - Enfriar El Miedo

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Quentin Hayes, agente de la Unidad de Crímenes Espeluznantes del FBI, sigue atormentado por el misterioso asesinato de Missy, ocurrido hace veinte años en El Refugio, un hotel de Tennessee al que vuelve una y otra vez en busca de nuevas pistas.
Diana Brisco ha ido a El Refugio para participar en una terapia con la que espera resolver su pasado. Pero desde que está allí le asaltan terribles pesadillas y extrañas visiones de un niño desaparecido hace años. Además, un agente del FBI se empeña en convencerla de que no está loca, sino que posee un don especial para contactar con el más allá.
Quentin sabe que es su última oportunidad para resolver el homicidio de Missy y que necesita la ayuda de Diana, pero ¿cómo persuadir a la joven para que traspase el umbral y entre en el mundo del frío y la muerte?

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Quentin se preguntó si siempre había sido así, o si el padre de Diana se había refugiado en el trabajo cuando primero su esposa y luego su hija habían intentado afrontar sus presuntos problemas mentales y aparentemente, habían fracasado. Pero antes de que pudiera formular la pregunta, el señor Brisco se puso al teléfono.

Elliot Brisco resultó tener una de esas voces nítidas y potentes que se oían claramente a través del teléfono móvil, de modo que Quentin pudo oír con toda claridad ambos extremos de la conversación.

Claro que quizás hubiera sintonizado automáticamente su sentido de arácnido para escuchar con inusual intensidad.

– ¿Diana? ¿Dónde demonios estás?

– Hola, papá. ¿Qué tal te va?

– Estaba muy preocupado por ti, Diana, y lo sabes muy bien. Ese médico tuyo se ha negado a contestar a mis preguntas y…

– Le pedí que no te dijera dónde estaba y te pedí a ti que lo respetaras. Además, la ley está de acuerdo en que mi historial médico ha de ser confidencial. Tengo treinta y tres años, papá, no soy una niña. Y el juez sentenció que era capaz de decidir por mí misma.

Aquella única referencia a una decisión judicial reveló a Quentin muchas cosas. Estaba claro que Diana había luchado por su independencia, seguramente en cuanto su organismo se vio libre de fármacos. Y era igualmente evidente que su padre no había cedido de buen grado el control sobre su vida.

– Has estado enferma casi toda tu vida -dijo Brisco con un deje de dureza en la voz-. ¿Se supone que no debo preocuparme cuando de repente dejas la medicación y desapareces dios sabe dónde?

– No desaparecí. Te dije que iba a intentar otra forma de terapia.

– ¿Y crees que yo no debía hacer preguntas al respecto? Dios mío, Diana, con todos los chiflados y las bobadas New Age que hay por ahí, podrías estar haciendo cualquier estupidez disfrazada de terapia. Antes se creía que el LSD era terapéutico, ¿recuerdas?

– Esta vez no se trata de drogas -repuso ella-. No estoy fumando nada. No bebo nada. Estoy en un taller artístico, papá, eso es todo. He estado… pintando mis demonios.

Elliot Brisco profirió un sonido que, según le pareció a Quentin, podía indicar bien incredulidad, bien una impaciencia cargada de mordacidad.

– ¿Pintando? ¿Y qué narices se supone que se consigue con eso?

– He conseguido muchas cosas, a decir verdad. Desde luego, mucho más de lo que esperaba. -Diana respiró hondo y exhaló despacio, como si intentara dominarse-. Estoy en El Refugio, papá. En Tennessee. ¿Te suena de algo?

– El Refugio. Estás en El Refugio. -La voz de su padre sonó de pronto floja, y en su debilidad creyó oír o sentir Quentin algo muy parecido al miedo.

– Sí. -Diana ladeó ligeramente la cabeza como si ella también oyera aquello, y levantó luego la mano en la que sostenía la vieja fotografía para poder verla-. Y aquí he encontrado algo que no estaba buscando. Una vieja fotografía de dos niñas pequeñas. No se parecen, en realidad… y sin embargo se parecen. Cuando las miras bien, te das cuenta de que podrían ser… hermanas.

– Diana…

– Es la foto que llevas en la cartera, papá. Parte de ella, por lo menos. Dime, ¿la otra mitad está cortada o sólo doblada hacia atrás para que no se vea? ¿La arrancaste de tu vida o sólo la escondiste donde no tuvieras que verla?

Silencio.

La voz de Diana sonaba serena, pero implacable.

– ¿No crees que va siendo hora de que me hables de Missy?

Beau Rafferty se despidió de sus alumnos por ese día y, cuando se hubieron ido, comenzó a recoger los carboncillos y las tizas de colores que habían usado y a colocarlos pulcramente en cajas y latas. Fue pasando luego de caballete en caballete, cerrando con todo cuidado los grandes cuadernos de dibujo para que la obra de sus estudiantes quedara en la intimidad.

Alzó los ojos frunciendo brevemente el ceño al oír el retumbar sofocado de un trueno y regresó luego a su mesa de trabajo para limpiar un par de pinceles y guardar un estuche de acuarelas muy usado. Cuando acabó, seguía debatiéndose en silencio, pero el eco distante de otro trueno le llevó a decidirse. Buscó un momento entre el organizado desorden de su mesa de trabajo y encontró su teléfono.

El número estaba grabado en el marcador automático, de modo que sólo tuvo que apretar una tecla. Y la llamada fue atendida antes de que sonara el segundo pitido de la línea.

– ¿Sí?

– Se aproxima otra tormenta -dijo Beau.

– La primavera en las montañas. El tiempo típico.

– Aja. Sólo me preguntaba si lo sabías. Con antelación.

– He pasado algún tiempo en Tennessee -respondió Bishop.

– Eso no es una respuesta, en realidad -dijo Beau juiciosamente.

– ¿No?

Beau suspiró.

– En fin, no puedo decir que no me hubieran advertido -dijo.

– ¿Sobre qué?

– Sobre ti, Yoda.

– Según Maggie, el maestro zen eres tú, no yo.

– Puede ser, pero hay algo que pone un poco los pelos de punta en cómo lo haces tú, tío.

En lugar de responder, Bishop se limitó a decir:

– Iba a preguntarte si estás disfrutando de tu primera misión oficial para la Unidad de Crímenes Especiales.

– Ha tenido sus momentos -dijo Beau, aceptando de mala gana el cambio de tema-. Creo que por lo menos he ayudado a un par de alumnos. ¿Consideras eso un aliciente?

– Era lo que esperaba. -El buen humor se dejó sentir en la voz de Bishop-. Lo interesante de que alguien como tú se una al equipo, Beau, es que hagas lo que se te da mejor: pintar y ayudar a los demás. Lo que hagas por mí aparte de eso, es sólo una bonificación especial.

– Hum. Así que en realidad en este viaje no contabas con ninguna de mis facultades psíquicas, ¿no?

La voz de Bishop cambió de inmediato.

– ¿Por qué? ¿Qué has visto?

Beau rodeó la mesa de trabajo y se dirigió al rincón del fondo, el lugar apartado donde siempre había estado el caballete de Diana. Aprovechando que ella había estado ocupada todo el día, Beau había colocado allí su propio cuadro con esbozos realizados al óleo, y había estado trabajando en él antes de que llegaran sus alumnos.

– ¿Beau?

– Al principio pensé que era yo -dijo con despreocupación-. Porque estaba trabajando en un cuadro en el caballete de Diana. Pero luego recordé que su cuaderno de dibujo grande seguía aquí, detrás del lienzo. Y dado que es de ahí de donde procede, no creo que sea yo.

– ¿De qué estás hablando, Beau?

El pintor levantó del caballete el óleo de El Refugio que había dejado a medio acabar y lo colocó a un lado. Después, abriendo el gran cuaderno de dibujo, comenzó a pasar sus páginas.

– El caso es que Diana arrancó esa página del cuaderno. Me di cuenta después de que faltaba. Así que no debería estar aquí.

– ¿Su dibujo de Missy?

– Sí. Está aquí otra vez, Bishop. O al menos uno que se parece mucho al original. -Beau se apartó y observó el cuaderno abierto y el dibujo que mostraba. Estaba todo él hecho en carboncillo… a excepción de una vivida pincelada de color escarlata que manchaba la figura de la niña y que seguía goteando muy lentamente de la página, sobre los trapos que Beau había colocado poco antes bajo el caballete. -Y está sangrando.

– Háblame de mí hermana, papá -dijo Diana.

Hubo un largo silencio durante el cual ella aguardó pacientemente, y luego Elliot Brisco contestó por fin.

– No pienso hablar contigo de esto por teléfono. Acabaré aquí y volveré a Estados Unidos el lunes. Luego podremos hablar. Vete a casa, Diana.

Quentin sintió y vio que ella se encorvaba un poco, no como si se liberara de tensión, sino más bien como si un nuevo peso se posara sobre sus hombros.

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