Por fin regresó a la sala de estar de la cabaña de Diana, donde había dejado su ordenador portátil. El Refugio ofrecía, entre sus servicios de primera clase, acceso a Internet de banda ancha… y un personal muy servicial, más que dispuesto a ir a buscar el ordenador a su suite para entregárselo allí.
Nate había tenido también la amabilidad de concederle la autorización que necesitaba para consultar varios archivos y, por primera vez, Quentin iba a poder remontarse mucho más atrás de aquellos veinticinco años.
«Ellos crearon El Refugio.»
Lo que Diana había dicho en la cueva le ofrecía un punto de arranque que nunca antes había tenido, y Quentin pensaba sacar el mayor partido a aquel dato. Tenía que encontrar toda la información disponible sobre los hombres que construyeron El Refugio, y sobre el asesino al que habían aplicado su particular versión de una justicia implacable.
Tenía que averiguar la verdad, tanto por Diana como por sí mismo.
Tenía que comprender.
– Entonces, ¿de verdad había un asesino? -Diana arrugó el ceño y dejó su taza sobre la mesa baja. Tras una ducha caliente, un plato de comida y una buena dosis de café, empezaba por fin a sentirse de nuevo ella misma.
O, mejor dicho, se sentía más fuerte y extrañamente concentrada, lo cual no era propio de ella, pero sí ciertamente mejor.
Quentin señaló el cuaderno que había llenado de notas y dijo:
– Por la información que me ha dado la gente de Nate y por lo que he podido encontrar en hemerotecas y otros archivos históricos, las desapariciones empezaron en esta zona a fines de la década de 1880. Hubo tal vez tres o cuatro al año, de media. Teniendo en cuenta lo accidentado que era, y que es, el terreno, y la dificultad de viajar en aquellos tiempos, no se consideró nada fuera de lo corriente. La gente se perdía en estas montañas. Había personas que resultaban heridas y morían antes de que alguien pudiera encontrarlas. Esas cosas pasaban.
Diana asintió con la cabeza.
– El pueblo de Leisure casi no existía, y no tenía cuerpo de policía del que mereciera la pena hablar -prosiguió Quentin-. No creían necesitarlo; la gente que se establecía en esta región solía ser dura y auto suficiente, y por lo general se ocupaba de sus problemas sin involucrar a los demás. Es una mentalidad que no se presta a llamar a la policía, sino más bien a coger la escopeta de la familia y…
– Ocuparse del problema por su cuenta -concluyó Diana-. Que es lo que hicieron los hombres que construyeron El Refugio.
Quentin hizo un gesto de asentimiento.
– Por lo poco que he podido encontrar, no está del todo claro pero deduzco que durante la construcción del hotel desaparecieron un par de personas más. Esta vez, sin embargo, se encontraron los cuerpos. Obviamente, esas personas habían sido asesinadas. La creencia general era que el móvil había sido el robo, sobre todo teniendo en cuenta que en aquella época era prácticamente desconocido lo que más tarde se llamó asesinato indiscriminado y posteriormente asesinato en serie. Luego desapareció un niño.
– ¿Y quién iba a robar a un niño? -dijo lentamente Diana.
– Exacto. Había tanto miedo y tanta rabia que los hombres que habían invertido grandes cantidades de dinero en estas tierras y en la construcción de El Refugio decidieron contratar a un detective privado para intentar llegar al fondo del asunto antes de que sus trabajadores empezaran a desertar de sus puestos.
– No sabía que los detectives privados se dedicaran a buscar asesinos.
– Esas cosas solían quedar fuera de su radio de acción, pero al parecer el hombre asignado al caso era lo que entonces se llamaba un buen rastreador. En los archivos públicos prácticamente no hay información sobre todo esto, pero en la base de datos históricos del estado he encontrado un par de cartas escritas por personas que estaban aquí en aquel momento. Uno de los albañiles, especialmente, escribió con detalle acerca de la caza de ese asesino en una carta a su hermana. Y salta a la vista que tenía mala conciencia.
– ¿Porque no hubo juicio? -preguntó Diana.
– Ni juicio, ni arresto, ni nada oficial. El detective encontró pruebas suficientes para seguir el rastro del asesino, o eso creía, hasta un cobertizo de las montañas. -Quentin hizo una pausa y arrugó el ceño-. Está todavía allí, creo, un edificio de piedra muy viejo. Lo vi hace cinco años.
Diana no le preguntó sobre ese punto.
– Entonces, el detective privado encontró allí al asesino. Y…
– Y él, junto con un pequeño grupo de trabajadores de confianza que incluía al jefe de obra, subieron allí y cogieron al tipo. Cuyo nombre, por cierto, era Samuel Barton. Ya habían decidido que, si le colgaban, llamarían demasiado la atención, y estaban todos de acuerdo en que matarlo de un tiro era demasiado piadoso para él.
– Entonces, ¿lo arrojaron a ese pozo?
– Algo así. El pozo había sido descubierto cuando se estaban excavando los cimientos para los establos, y la escalerilla se colocó porque a alguien se le ocurrió la idea de que quizá pudieran usarse las cuevas como almacén. Pero el túnel era tan largo y estrecho que era demasiado complicado transportar nada hasta allí. Era, en cambio, una prisión estupenda.
Diana arrugó el ceño.
– ¿Pretendían que muriera allá abajo?
– No sé qué pretendían, pero tenían que saber que moriría. Estaban tan furiosos que al cogerle le dieron una paliza brutal. Le arrojaron al pozo y cerraron la trampilla. Él tenía que saber que nadie que le oyera iría a ayudarle. Puede que siguiera el túnel con la esperanza de que hubiera otra salida.
– Pero no la había.
– Eso carece de importancia. Según el hombre que escribió esa carta, Barton no llegó más allá de esa caverna grande que encontramos. El hombre se sentía tan culpable que bajó en persona una semana más tarde, en secreto, de noche. Encontró el cuerpo en la caverna. Y lo dejó allí.
Diana respiró hondo y concluyó la historia como parecía probable.
– El detective privado y el jefe de obra aseguraron a los demás que el… problema… había quedado resuelto. Las muertes cesaron. Y El Refugio se completó.
Quentin asintió con la cabeza.
– Eso es. Pero las muertes no cesaron en realidad, salvo por un tiempo. Al menos eso creo. Porque siguió desapareciendo gente en estas montañas. No mucha, un par de personas al año. Viajeros, gente que pasaba por aquí. Trabajadores itinerantes. Gente a la que no se echaba de menos, generalmente. La diferencia estaba en que no volvieron a encontrarse más cuerpos.
– Hasta Missy.
Él asintió de nuevo.
– Quentin… no estarás insinuando que todos estos años ha sido el mismo asesino. ¿Verdad?
– Tú lo dijiste -le recordó él-. Allá abajo, en las cuevas.
Diana se acordaba. Por escalofriante que fuera, se acordaba de todo. Pero…
– Sea lo que sea lo que sabe Missy, yo sólo sé lo que dije. Quiero decir que no entiendo cómo podría ser el mismo asesino. ¿Cómo podría seguir asesinando un muerto más de cien años después de su propia muerte? Y no entiendo por qué, si todo eso es cierto, cambió de conducta con Missy. Nadie que llevara tanto tiempo cazando y matando con éxito cambiaría de táctica. ¿No?
– No es probable. -Quentin era lo bastante hábil trazando perfiles psicológicos como para haber pensado en eso, y ofreció una posible respuesta-. A menos que algo externo le obligara a cambiar.
– ¿Algo como qué?
– La energía espiritual tiene su propio plano existencial, Diana. Sólo puede darse temporalmente en nuestro mundo, y sólo si se le ofrece una puerta, o si la energía misma es lo bastante fuerte como para abrirse paso.
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