Kay Hooper - Afrontar el Miedo

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Riley Crane se despertó completamente vestida, cubierta de sangre y con una pistola bajo la almohada. Pero lo que resultaba más aterrador aún era que no recordaba lo sucedido la noche anterior. En realidad, apenas recordaba las tres semanas anteriores.
Riley es un camaleón: ex oficial del ejército y ahora agente federal asignada a la Unidad de Crímenes Especiales, posee el don de la clarividencia y la capacidad de fundirse con su entorno, de ser lo que elija. Especialista de la UCE en lo oculto, ha sido enviada por su jefe, el enigmático Noah Bishop, a una casa en la playa, en Opal Island, para investigar diversas noticias sobre fenómenos misteriosos.
Pero eso fue hace tres semanas. Ahora, al despertarse, descubre que no puede fiarse de su memoria, que ha perdido la clarividencia de la que siempre ha dependido para protegerse, y que en su vida hay un nuevo hombre muy atractivo. Para colmo, con los recursos de la UCE recortados al mínimo, Riley se encuentra sin refuerzos. Sola, se ve obligada a enfrentarse a tientas a un juego en el que nadie a su alrededor es quien parecer ser. Y un truculento asesinato es el primer aviso de lo mucho que arriesga.
Bishop quiere sacar a Riley del caso. Y también Ash Prescott, el poderoso fiscal del distrito. Pero tanto su ex compañero en el ejército, Gordon Skinner, como el sheriff Jake Ballard creen que Riley puede atrapar a un asesino feroz. Uno de esos cuatro hombres sabe qué está pasando en este pueblecito costero, y Riley necesita desesperadamente esa información. Porque lo que no recuerda basta para costarle la vida. Esta vez, la maldad no está más cerca de lo que cree: está ya aquí.

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Estaba desnuda. Con la cabeza apoyada en una almohada, yacía en el centro de la tarima rectangular, de modo que uno de sus largos bordes rozaba las corvas de sus piernas abiertas. Tenía los brazos extendidos a los lados, y en cada mano sostenía un candelero de plata con una vela negra.

Las velas estaban encendidas.

Su cuerpo era pálido, su largo cabello negro orlaba su franca desnudez sin intentar ocultarla tímidamente. Sus pechos turgentes estaban coronados por pezones de un artificioso color rojo sangre, y mientras Riley observaba, el celebrante, ataviado con una túnica -el «sacerdote» que dirigía la ceremonia- se colocó de pie entre las patas extendidas del altar, hundió el pulgar en el cáliz de plata que llevaba y dibujó con aquel líquido viscoso una cruz invertida sobre la blanca piel de su vientre.

Rojo. Sangre.

La habitación olía a incienso y sangre, y Riley tenía que respirar por la boca para no toser.

No podía toser.

No podía delatarse.

Miraba por entre la estrecha abertura de los cortinajes, buscando algo que le resultara familiar entre los asistentes cubiertos con túnicas. Su estatura, su complexión, un ademán… cualquier cosa que la ayudara a identificar al menos a uno de ellos. Pero era un ejercicio inútil. Eran pavorosamente idénticos, ocultas sus caras por las capuchas.

Cantaban en voz baja, en latín, y Riley sólo pudo distinguir unas pocas palabras de lo que decían.

Magni Dei nostri Satanás…

Riley se incorporó sofocando un grito. Su corazón latía violentamente.

"Una misa negra. Eso era lo que había visto, parte de una diversión de la ceremonia satánica conocida como misa negra. ¿Visto? ¿Cuándo? ¿Dónde?

Se dio cuenta de que estaba en la cama. En su cama, en su habitación de la casa de la playa, con la luz de la luna entrando a raudales por los postigos de las ventanas. Cuando volvió la cabeza con cautela, vio a Ash durmiendo a su lado. Más allá de él vio el reloj en la mesilla de noche.

5.30 horas. Madrugada.

¿Miércoles?

No, no podía ser. Era imposible. Había estado en la playa, hablando con Steve y Jenny, y eran cerca de las tres de la tarde del martes. Y luego…

Allí. Ahora. Despertarse en la cama con Ash.

Más de doce horas después.

Resistiéndose al pánico, salió de la cama sin despertarle. Encontró una de sus camisas de dormir en el suelo y se la puso. Luego salió de la habitación sin hacer ruido.

Como de costumbre, había dejado varias luces encendidas en el cuarto de estar de la casa, y las persianas estaban firmemente cerradas. Esto último la convenció de que tenía que haber cerrado todas las ventanas al anochecer, como hacía siempre. Le desagradaba sentirse expuesta de noche si no las cerraba, sobre todo teniendo en cuenta que era muy probable que hubiera gente paseando por la playa, al otro lado de las ventanas.

Una costumbre adquirida en sus tiempos en el ejército, cuando nunca era buena idea dejarse ver demasiado u ofrecerse como blanco.

Se detuvo un momento, estiró las manos y se las miró. No temblaban demasiado, pero tampoco estaban firmes. Así era como se sentía por dentro.

Fue a la cocina en busca de una barrita energética y un vaso de zumo de naranja. El mando a distancia del televisor estaba encima de la barra del desayuno, así que lo usó para encender el aparato, pulsando al mismo tiempo el botón que quitaba el volumen. Sintonizó automáticamente la CNN con la esperanza de comprobar la fecha y masculló una maldición al ver el anuncio de un producto bajo en calorías.

Imagínate.

Cogió su zumo y la barrita energética y los llevó a la mesita que había en un rincón del cuarto de estar, donde parecía haber estado trabajando en su ordenador.

¿Lo parece? Dios mío. ¿Por qué no me acuerdo?

Habría sido fácil dejarse dominar por el pánico.

Muy fácil.

Se sentó y pulsó una tecla para reactivar el ordenador, que estaba con el salvapantallas activo. Cuando la pantalla negra se iluminó, lo primero que miró fue la fecha y la hora, sólo para comprobar si, en efecto, era la madrugada del miércoles. Y así era.

Había perdido más de doce horas.

Pero había pérdidas…, y pérdidas.

Por lo visto había estado activa, incluso trabajando. En una ventana aparecía un informe del FBI sobre prácticas de ocultismo recientes en Estados Unidos, mientras que otra mostraba el principio de un informe aparentemente escrito por ella.

– Mmm -murmuró-. ¿Desde cuándo escribo…? Ah.

La primera línea explicaba lo inexplicable de otro modo: «Como no tengo ni idea de cuáles pueden ser los efectos a largo plazo de mi estado actual, he decidido llevar escrito este informe/diario mientras dure la investigación».

¿Su estado actual? Estaba expresado tan ambiguamente que parecía temer que alguien lo leyera. Tal vez Ash, por ejemplo, puesto que aparentemente pasaba casi todas las noches allí.

En cualquier caso, el resto de la anotación era bastante esquemática: detallaba únicamente la visita de la mañana anterior al departamento del sheriff, los resultados de la autopsia de la víctima y sus visitas a los lugares de los incendios acompañada del sheriff. No decía ni una sola palabra sobre su paseo por la playa y su encuentro y conversación con Steve y Jenny.

Claro que tal vez eso lo hubiera imaginado. O soñado.

Como la misa negra, en la que Jenny servía de altar. Quizá lo hubiera soñado. Parecía irreal, desde luego, al menos en cierto sentido. Sangre. La sangre no desempeñaba papel alguno en una misa negra, a pesar de lo que se creyera popularmente. Se suponía que era una ceremonia que se mofaba de las creencias y ceremonias cristianas tradicionales, retorciéndolas y corrompiéndolas. Era blasfema, sí, desde un punto de vista convencional, pero no era ni peligrosa ni intrínsecamente perversa, ni entrañaba sacrificios materiales o derramamiento de sangre.

Al menos, eso se suponía.

Riley recorrió con la mirada la habitación apacible y silenciosa, escuchó el fragor del oleaje en la playa y se preguntó qué era real. En qué podía confiar. En qué podía creer.

¿Había presenciado de veras aquella ceremonia?

¿La había soñado?

Se tocó la nuca y sintió las quemaduras que le había dejado la pistola eléctrica. Eso era real. Y el hombre que dormía en su cama también, desde luego.

Aunque la presencia de ambas cosas en su vida resultara desconcertante.

Ella no se acostaba con hombres a los que apenas conocía, y menos aún en el curso de una investigación. Y su adiestramiento y su experiencia hacían sumamente improbable que alguien pudiera acercarse a ella sin ser visto y dejarla fuera de combate con una pistola eléctrica. Especialmente en circunstancias en las que todos sus instintos y sus sentidos estarían alerta.

A no ser que…, a no ser que quien la había atacado estuviera con ella desde el principio. Eso, suponía, era lo posible. Quizá más que posible. Alguien en quien confiara podía haber estado lo bastante cerca de ella como para sorprenderla, para pillarla desprevenida.

Una bonita teoría, aquélla. El problema era probarla, identificar a esa persona y conseguir ambas cosas sin delatar su ignorancia sobre el tema.

De momento, nadie le había ofrecido ninguna información acerca de dónde había estado o con quién el sábado por la noche. Al menos, que ella recordara.

«Lo único que sé es que me atacaron con una pistola eléctrica. Y que estaba cubierta con la misma sangre encontrada en el estómago de la víctima…»

«Maldita sea. ¿Han identificado a la víctima en las últimas doce horas? Eso era lo prioritario, identificarla. Aunque seguramente lo habría anotado en este dichoso informe. ¿Y qué hay sobre esa otra víctima probable? ¿La han descubierto ya?»

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