Kay Hooper - Afrontar el Miedo

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Riley Crane se despertó completamente vestida, cubierta de sangre y con una pistola bajo la almohada. Pero lo que resultaba más aterrador aún era que no recordaba lo sucedido la noche anterior. En realidad, apenas recordaba las tres semanas anteriores.
Riley es un camaleón: ex oficial del ejército y ahora agente federal asignada a la Unidad de Crímenes Especiales, posee el don de la clarividencia y la capacidad de fundirse con su entorno, de ser lo que elija. Especialista de la UCE en lo oculto, ha sido enviada por su jefe, el enigmático Noah Bishop, a una casa en la playa, en Opal Island, para investigar diversas noticias sobre fenómenos misteriosos.
Pero eso fue hace tres semanas. Ahora, al despertarse, descubre que no puede fiarse de su memoria, que ha perdido la clarividencia de la que siempre ha dependido para protegerse, y que en su vida hay un nuevo hombre muy atractivo. Para colmo, con los recursos de la UCE recortados al mínimo, Riley se encuentra sin refuerzos. Sola, se ve obligada a enfrentarse a tientas a un juego en el que nadie a su alrededor es quien parecer ser. Y un truculento asesinato es el primer aviso de lo mucho que arriesga.
Bishop quiere sacar a Riley del caso. Y también Ash Prescott, el poderoso fiscal del distrito. Pero tanto su ex compañero en el ejército, Gordon Skinner, como el sheriff Jake Ballard creen que Riley puede atrapar a un asesino feroz. Uno de esos cuatro hombres sabe qué está pasando en este pueblecito costero, y Riley necesita desesperadamente esa información. Porque lo que no recuerda basta para costarle la vida. Esta vez, la maldad no está más cerca de lo que cree: está ya aquí.

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Riley se alegró de que Ash pareciera comprenderlo. Asintió con la cabeza.

– Es de ese tipo, o al menos eso creo. Quiere hacer algo lo antes posible y se frustra porque no puede. Tiene ansia de respuestas concretas. Y eso estaría bien si yo tengo razón. Pero todavía no estoy segura de nada. Hasta que lo esté, o al menos hasta que esté razonablemente segura, prefiero guardarme mis hipótesis para mí.

Pasado un momento, Ash dijo con un tono cargado de intención:

– El peligro de eso es tu soledad, Riley. Guárdate todo y, si el asesino sospecha que sabes algo, tal vez crea que eliminándote eliminará también la amenaza, o al menos que la reducirá.

– Lo sé -dijo ella.

– ¿Y estás dispuesta a arriesgarte?

– Normalmente, sí. -Normalmente, pero no siempre. Porque Bishop solía saber, aunque ella no se lo dijera, lo que pasaba en sus investigaciones. En su vida. En su mente. A menudo también lo sabían otros miembros del equipo: era difícil guardar un secreto entre un grupo de personas con poderes parapsicológicos.

Pero esta vez no. Bishop y los demás miembros de la unidad estaban diseminados por todo el país, trabajando en casos que exigían toda su atención, y Riley echaba en falta la sensación de unidad que había experimentado desde su llegada a la UCE.

O quizá fuera sólo ella, su desconexión con sus sentidos embotados o perdidos. En cualquier caso, esta vez el carácter intrínsecamente arriesgado de su trabajo le parecía más peligroso que nunca.

Esta vez, se sentía sola.

Realmente sola.

– No sé si yo estoy dispuesto a arriesgar tanto -dijo Ash en tono pensativo. Luego, casi inmediatamente, añadió-: De hecho, estoy seguro. No estoy dispuesto a que corras peligro, Riley.

– Ash…

– Sí, ya sé que tu trabajo es peligroso sean cuales sean las circunstancias. Para ti es una situación normal. Y también sé que te has formado en el ejército y en el FBI, lo que significa que sabes valerte perfectamente sola casi en cualquier circunstancia que se me ocurra. Incluida ésta, sin duda. Y sé que te las has arreglado muy bien sin mí durante treinta y tantos años.

Aparcó el Hummer frente a una cafetería llena de gente, paró el motor y la miró con fijeza.

– Pero voy a pedirte que en esta investigación, en este momento y este lugar, sólo por esta vez, rompas algunas de tus normas y me cuentes lo que está pasando.

– Nunca es sólo una vez -murmuró ella-. Rompes una norma y antes de que te des cuenta tu vida es un caos. Vas por ahí corriendo a ciegas con unas tijeras en la mano, coloreas y te sales de los bordes, pones los codos sobre la mesa. La anarquía.

– Deja de intentar ganar tiempo. Mira, yo sé separar las confidencias personales de mis responsabilidades profesionales.

– No estoy segura de que yo pueda -reconoció ella.

– Yo sí lo estoy. Confía en mí, Riley.

Odiaba aquella táctica, pero Riley recurrió a una excusa que tenía a mano e intentó quitar hierro al asunto.

– No es justo que me pidas nada cuando estoy muerta de hambre y no puedo pensar con claridad. No querrás ganar así, ¿no?

– Estoy dispuesto a ganar de la forma que sea -respondió Ash-. ¿Aún no te has dado cuenta?

No insistió en que le diera una respuesta en ese momento, y fue una suerte, porque Riley no tenía ninguna. Salió del coche y, al seguirle, Riley tuvo la convicción de que iba a tener que decidir si confiaba en Ash completamente y de que tendría que decidirlo sin la ayuda de los sentidos extra con los que había contado toda su vida.

Confianza ciega.

Algo de lo que no sabía si era capaz.

Capítulo 11

Riley optó por acercarse a casa de los Pearson como por casualidad, desde la playa. Tras tomar esa decisión y después de comer con Ash, regresó a su casa, cambió su bolso por una riñonera lo bastante grande para que cupiera su pistola, su documentación, un par de barritas energéticas y las llaves de la casa, buscó unas gafas de sol tras las cuales poder ocultar al menos en parte un sinfín de inseguridades y salió a dar un paseo sin propósito aparente.

En la playa, eso significaba no llevar el arma a la vista. O, al menos, eso era lo que se decía.

«Muy buen criterio: a veces llevo el arma en la cadera y a veces la escondo. Es lógico. ¿No?»

Aquellas dudas eran poco propias de ella y nada profesionales. Y daban miedo. Riley intentó olvidarlas diciéndose una vez más que las cosas acabarían por aclararse.

Con el tiempo.

Había otras personas en la playa: eran más de las dos y aquélla se consideraba una buena hora del día para los adoradores del sol. Varias personas la saludaron inclinando la cabeza y sonriendo al pasar, pero ninguna de ellas la llamó, lo cual fue un alivio, porque sus caras le eran desconocidas.

Estaba, en cualquier caso, concentrada en escudriñar las casas del paseo marítimo mientras paseaba. Nadie le había dicho dónde se encontraba exactamente la casa de los Pearson, sino sólo que estaba «playa arriba, cerca de tu casa».

Jake se había enfadado tanto con ella cuando se marchó del lugar del incendio con Ash que Riley no había querido preguntárselo. En cuanto a Ash, estaba preocupada pensando en cuándo iba a volver a pedirle que confiara en él y había olvidado preguntárselo.

«Sí, menuda policía soy.»

Pero, en lugar de volver a pedirle aquello, Ash se había puesto a hablar tranquilamente de cosas sin importancia, y Riley había llegado a la incómoda conclusión de que iba a limitarse a esperar a que ella sacara el tema.

O la conocía lo bastante bien como para saber que odiaba los ultimátums como la sensación de estar acorralada, o confiaba plenamente en que, tarde o temprano, se sinceraría con él.

Cualquiera de las dos cosas la desconcertaba.

– ¡Hola, Riley!

Se detuvo, pero no se movió de donde estaba, un poco por encima de la marca de la marea alta. Un hombre caminaba rápidamente hacia ella por la pasarela de madera que daba acceso a la playa desde una de las casas. Mientras andaba, agitaba un brazo para llamar su atención.

¿La casa de los Pearson? Riley no lo sabía. ¿Había visitado aquel lugar? No se acordaba. La casa que estaba mirando le resultaba tan poco familiar como cualquiera de las que formaban la pulcra hilera de chalés atractivamente individualizados y, sin embargo, básicamente iguales: grandes terrazas, ventanas a montones y coloridas toallas de playa tendidas a secar en las barandillas de las terrazas, agitadas por la brisa. Aquella casa en particular no tenía nada de memorable.

Pero el hombre…

«Te conozco. Tu cara está en mi mente.»

Era una de las caras de su mente, al menos. Y no era mala cara: más bien delgada, con los huesos un poco demasiado prominentes. Hacía juego con su cuerpo enjuto, ataviado con una camiseta vieja con el logotipo de un grupo de rock de los setenta y unos pantalones cortos demasiado largos y ligeramente holgados.

«Por lo menos no lleva un Speedo…»

Riley se esforzó por sacudirse aquella idea irrelevante y concentrarse en el hombre que caminaba torpemente hacia ella por entre el hondo montón de arena acumulado al pie de los peldaños de la pasarela.

Calculó que tendría unos cuarenta y cinco años. Era bastante alto, con una buena mata de pelo oscuro, sin ningún peinado en particular, y una piel muy pálida que ya empezaba a mostrar los primeros signos de quemadura.

«¿Ya? ¿Sé que lleva aquí poco tiempo o sólo lo doy por sentado por lo que me dijo Ash?»

– Protector solar -dijo despreocupadamente cuando el hombre llegó a su lado-. En la playa puedes quemarte en cuanto te descuidas. Es esa brisa tan agradable que viene del mar. -Seguía hurgando en su memoria, pero de momento no había encontrado ningún nombre para aquella cara vagamente familiar.

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