– La violé, Paul. Le hice daño y la golpeé muy fuerte y muchas veces. Ahora está en un lugar del que no saldrá nunca.
En mitad de la rabia y del dolor, Paul se agarró a una mínima esperanza. ¡Alys estaba viva!
– ¿Sigues ahí, hermanito?
– Voy a matarte, hijo de puta.
– Es posible. En realidad es la única salida que tenemos tú y yo, ¿verdad? El destino nos colgó a ambos hace muchos años de la misma cuerda, pero es una cuerda muy fina. Uno de los dos tiene que caer.
– ¿Qué es lo que quieres?
– Quiero que nos encontremos.
Aquello era una trampa. Tenía que ser una trampa.
– Primero quiero que dejes libre a Alys.
– Lo siento, Paul. Eso no puedo prometértelo. Quiero que quedemos tú y yo en un lugar tranquilo donde podamos terminar esta historia sin que nadie nos moleste.
– ¿Por qué no mandas a tus gorilas a por mí, sin más? ¿Por qué así?
– No creas que no lo he pensado. Sería demasiado fácil.
– ¿Qué gano yo, si voy?
– Nada, porque voy a matarte. Si por alguna casualidad fueses tú el que quedase en pie, Alys morirá. Si mueres tú, Alys morirá también. Ocurra lo que ocurra morirá.
– Entonces puedes pudrirte en el infierno, cabrón.
– Ah, ah, ah. No tan deprisa. Escucha esto: Querido hijo, dos puntos. No hay una forma correcta de empezar esta carta. De hecho éste es sólo uno de los intentos…
– ¿Qué diablos es eso, Jürgen?
– ¿Estás sordo? Una carta, cinco cuartillas en papel cebolla. Tu madre tenía una letra muy pulcra para ser una fregona, ¿sabes? El estilo es deplorable, pero el contenido es de lo más informativo. Ven a buscarme y te la daré.
Paul, desesperado, desplomó la frente contra el frontal negro del teléfono, que emitió unos quejidos metálicos. No veía otra solución que plegarse a sus deseos.
– Hermanito… ¿no habrás colgado, verdad?
– No, Jürgen. Sigo aquí.
– ¿Y bien?
– Tú ganas.
Jürgen emitió una risita de triunfo.
– Aparcado frente a la pensión verás un Mercedes negro. Dile al chófer que te envío yo. Tiene instrucciones de entregarte las llaves y decirte dónde estoy. Ven solo y sin armas de fuego.
– Así lo haré. Y, Jürgen…
– ¿Sí, hermanito?
– Puede que matarme no te resulte tan fácil.
La comunicación se cortó y Paul corrió hacia la salida, casi derribando a la patrona de la pensión. Afuera esperaba el lujoso coche, completamente fuera de lugar en un barrio como aquél. Un chófer con librea se puso en pie al acercarse él.
– Soy Paul Reiner. Me envía Jürgen von Schroeder.
El hombre le abrió la puerta al instante.
– Pase, señor. Las llaves están puestas.
– ¿Dónde debo dirigirme?
– El señor barón no me dio una dirección concreta, señor. Tan sólo que acudiese al lugar en el que gracias a usted tuvo que empezar a usar un parche. Dijo que usted lo entendería.
En el que el héroe vence cuando acepta su propia muerte
El apretón de manos secreto del maestro masón es el más complejo de los tres grados. Conocido comúnmente como «la garra del león», los dedos pulgar y meñique sirven de agarre, mientras que los otros tres han de apretarse contra la cara interna de las muñecas del hermano masón. Históricamente se daba en una posición determinada del cuerpo, conocida como los cinco puntos de la amistad: pie con pie, rodilla con rodilla, pecho con pecho, la mano en la espalda y las mejillas juntas. En el siglo XX se abandona esta práctica. El nombre secreto del apretón es MAHABONE, y la manera especial de deletreo es dividiéndolo en tres sílabas: MA-HA-BONE.
Las ruedas se detuvieron con un suave chirrido, y Paul estudió el callejón a través del parabrisas. Una fina lluvia había empezado a caer. En aquella zona oscura, la vista apenas la percibiría si no fuera por un farol solitario, bajo cuyo cono de luz amarillenta las gotas se arremolinaban.
Al cabo de un par de minutos se atrevió a bajar del coche. Hacía catorce años que no pisaba aquel callejón a la orilla del Isar. Aún olía tan mal como siempre, a turba mojada, restos de pescado y moho. A esas horas de la noche, el único sonido que se oía era el de sus pisadas sobre la acera.
Llegó ante la puerta del almacén. Nada parecía haber cambiado. El conjunto descascarillado de manchas verde oscuro que salpicaba la madera era tal vez más grande que cuando Paul cruzaba el umbral cada mañana. Los goznes seguían emitiendo el mismo quejido agudo al abrirse, y la hoja seguía atascándose a mitad de camino y necesitaba un golpe para abrirse por completo.
Paul entró. Había una bombilla desnuda colgando del techo. Las cuadras, el suelo de tierra y el carro del carbonero.
Y sobre él, Jürgen con una pistola en la mano.
– Hola, hermanito. Cierra la puerta y pasa con las manos en alto.
Jürgen llevaba tan sólo los pantalones negros y las botas de su uniforme. De cintura para arriba estaba desnudo a excepción de su parche.
– Dijimos que nada de armas de fuego -dijo Paul, alzando los brazos con cautela.
– Levántate la camisa -dijo Jürgen, haciendo gestos con la pistola mientras Paul obedecía sus órdenes-. Despacio. Así, muy bien. Ahora gírate, poco a poco. Muy bien. Parece que has respetado las normas, Paul. Así que yo también las voy a respetar.
Sacó el cargador a la pistola y lo arrojó lejos, por encima de las maderas que protegían las caballerizas. Sin embargo la pistola debía tener aún una bala en la recámara, y su cañón seguía apuntando a Paul. Éste miró en derredor.
Estaban solos allí.
– ¿Lo encuentras todo tal y como lo recordabas? Eso espero. El negocio de tu amigo el carbonero quebró hace cinco años, y yo me hice con este almacén por una miseria. Tenía la esperanza de que regresases algún día.
– ¿Dónde está Alys, Jürgen?
Su hermano se pasó la lengua por los labios antes de responder.
– Ah, la puta judía. ¿Has oído hablar de Dachau, hermanito?
Paul asintió, despacio. El campo de concentración de Dachau era un lugar del que se hablaba poco, pero todo lo que se decía acerca de él era malo.
– Seguro que allí está muy cómoda. Al menos pareció contenta cuando mi amigo Eichmann se la llevó esta tarde.
– Eres un cerdo repugnante, Jürgen.
– ¿Qué puedo decir? No sabes proteger a tus mujeres, hermanito.
Paul se tambaleó ante aquellas palabras como si hubiera recibido un puñetazo. Ahora comprendía la verdad.
– Tú la mataste, ¿verdad? Mataste a mi madre.
– Joder, pues sí que te ha costado tiempo llegar a esa conclusión -se mofó Jürgen con una carcajada despectiva.
– Estuve con ella antes de morir. Ella… me dijo que no habías sido tú.
– ¿Qué te parece? Con su último aliento mintió para protegerte. Sin embargo, aquí no dice mentiras, Paul -dijo Jürgen, alzando la carta de Ilse Reiner-. Aquí lo tienes todo, toda la historia, desde el principio hasta el final.
– ¿Vas a dármela? -dijo Paul, mirando aquel rectángulo de papel con ansiedad.
– No. Ya te lo dije, no hay posibilidad alguna de que ganes. Voy a matarte con mis propias manos, hermanito. Pero si por casualidad baja un rayo del cielo y me fulmina… aquí la tienes.
Jürgen se inclinó y atravesó la carta sobre un clavo suelto que sobresalía de la pared.
– Quítate la chaqueta y la camisa, Paul.
El joven obedeció, arrojando al suelo ambas prendas.
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